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Historias de Juan Nadie » Primero. Caín. El bueno que solo espera a peores que él, para no sentirse miserable. »


 Autor:Raul Estañol Amiguet                       

 

 El coche arrancaba dejando una pesada carga en el arcén, mi físico, mis emociones, mis pensamientos, todos ellos sentían la tranquilidad, el desasosiego de quien observa marchar una afrenta, un importuno. La estación de Valencia siempre me pareció bella, aunque fría. Con su enorme fachada, sus adornos cerámicos y en la cúspide, coronado, el majestuoso murciélago, lo rat penat. Me dirigí hacia el badén número dos sorteando el tumulto de personas que pululaban alborotando el ambiente, danzando con feroz desenfreno. Las fiestas de fallas ya habían comenzado, la “mascletá” estaba preparada para iniciar el festival de fuegos y explosión de sonidos, en la Plaza del Ayuntamiento. El olor a pólvora embriagaba el ambiente, el gentío ya comenzaba a notar el despertar de las costumbres, la comunión de ciudad y pueblos que llegaban al centro de Valencia, como aglomeración festiva. Siempre me había asombrado tanta agitación en la llegada de ciertas fechas señaladas, con la periodicidad anual previa al diecinueve de marzo, como si las personas viviesen aletargadas en un submundo oscuro, donde intuyesen la llegada de su violento despertar, el renacer de sus dormidas ilusiones, de su anhelada libertad. ¿Libertad o continuación de delirios de disfrute, de superación del tedio de nuestras vidas, del hastío en el día a día?

 

A toque de corneta, allí desfilaban, un grupo de jóvenes entre bromas, risas y golpes se hacían paso entre la multitud, con la superioridad de la ciega inocencia de sus edades, empujaban a diestro y siniestro, con la animosidad y el refugio del grupo, siendo reprendidos a lo lejos, con sordos gritos, por quienes sufrían los accidentales porrazos. Sentada en el suelo, una vieja gitana rumana, vapuleada por los chicos a su paso, vociferaba presagios extraños, señalando sin sentido hacia la opaca multitud, y mostrando su arrugada mano derecha abierta con las falanges tensionadas, como queriendo absorber toda la energía presente. Curioso era el efecto que la misteriosa gitana producía a la multitud cercana, ya que todos ellos absortos por un miedo inconsciente, y como manteniendo las distancias provocadas por un posible contagio, esquivaban a la anciana, produciéndose un abierto espacio entre la densidad del ambiente. Al otro lado, una pareja ya llegada a la cuarentena de edad discutía acaloradamente sobre el orden de donde, como y porque debían de cenar con quien o quienes más gustosamente recibiesen, conociesen, y a la postre criticasen tras su entrañable despedida; un amargo adiós de quienes no recordaban, en la brevedad del presente, tantos íntimos momentos en su reciente pasado vivido.

 

Parecía que el orden del universo comenzara a tambalearse, cuando de repente— Dios, que codazo— el golpe recibido me dejó boca abajo, sentí un enorme dolor en mis costillas, de repente noté un vacío, un hueco en mis pantalones. Me enderecé rápidamente, quedé inmóvil, aunque reaccioné, mi mente y mis sentidos los agudicé espontáneamente con gesto de vigilancia, de control. Por fin me decidí a tocar mis pantalones por la parte trasera, cayendo en el fatal acierto de mi pérdida ya esperada. Me habían hurtado la cartera, con un severo golpe y la suavidad de un toque de la brisa, algún sinvergüenza estaba haciendo el agosto a mi costa en pleno marzo. Miré el bolsillo de mi chaqueta con la tranquilidad de quien comprueba que sus pertenencias más valiosas no se encuentran en el interior de su cartera, suspiré con el alivio del eterno optimista que asume los aconteceres de la vida como hechos irrefutables que devienen al azar. Así y todo, al momento, me sumé en mis más profundos pensamientos. ¡¡Que injusticia Dios!! ¿Por qué a mí?, ¿era un posible castigo a mis pensamientos, a mis actos? Caí en la desesperación de la incomprensión, en esa lacra que nos corroe al no entender, en la oscuridad de quien atisba su ignorancia ante la vida. Un leve dolor de cabeza me sobrevino, tras él un mareo, luego nauseas. Tuve que apoyarme en un pilar, ya que ante el poco aire respirable por la densidad de la muchedumbre sentía desvanecerme. Observé el reloj de la estación perplejo, era ya la hora de salir el tren, la hora del comienzo de mi largo viaje. Me impulsé con decisión, atravesé el andén número dos con la firmeza de acometer las embestidas de toda aquella multitud que se dirigían animosos y sonrientes hacia la ciudad de la luz y del color; hacia el escape de sus instintos de fiesta, de la breve, aunque violenta ruptura, por una sola noche de sus acomodadas, aburridas y monótonas vidas.

 

Por fin subí en el Euromed que me transportaría a Barcelona, primera parada de mi largo y misterioso viaje hacia otras formas de entender, hacia nuevas realidades que me permitiesen experiencias más enriquecedoras, más auténticas. Largo sería el viaje iniciado, a la par que duradero. En previsión del sufrimiento de un engaño, decidido me encontraba a iniciar una nueva vida. Sí, en verdad no existe peor remedio a un problema que la huida del cobarde, la huida del vencido. Atrás quedaban las largas noches de paseos nocturnos cruzando en zigzag el barrio de Malilla, entre clubs de alterne, descampados y gente de barrio, fantaseaba recorriendo sus calles, esquivando a los transeúntes, correspondiendo al saludo de desconocidos, creyéndome el guardián de mis vecinos. Realmente sentía una brecha abierta y sangrante en mi corazón, un padecer que me imposibilitaba el sueño. La ansiedad de quien llega a anhelar el permanente sueño, la muerte. Me obsesioné hasta tal punto en mi desgracia que ya no acudía nunca al trabajo, manteniendo mis empresas a la deriva; o peor aún, acudía en breves ocasiones y discutía con todas las administrativas, sin ningún tipo de reticencias, apelaba a ellas como quien se dirige a un rebaño, con berridos delirantes, vociferando sus previsibles equivocaciones, atropellando su respeto, violando su integridad. Todo ello en honor a un engaño, ¿un engaño?, ¿quién es realmente engañado?, quien no se da cuenta de la vida o quien no desea, en modo alguno, el darse cuenta de la realidad que le pueda causar dolor. Mi amigo Caín, con la desidia del guerrero que se abandona al rencor, y ante el atropello de mis ofensas, constantemente me daba ánimos, ánimos que caían en el cajón de los olvidos, ya que los consideraba simple sumisión ante lo vivido, una suerte de someterse al futuro, con la única inferencia, como ave carroñera, que pueda darnos el beneficio de nutrirnos de una cierta satisfacción momentánea, de una cálida, aunque efímera ilusión.

 

La fugaz infancia pasa por mis retinas con una rapidez estremecedora. Los pequeños detalles sobre la novedad del día a día invadían mi cotidiana realidad, convirtiendo mi existencia en un manojo de dudas, de incomprensiones sobre banalidades que encumbraba a la categoría de lo importante, dentro de un mundo ilusorio, donde las sensaciones marcaban el contexto en el cual me circunscribía. En aquel entonces, la imagen de mi padre era un sentimiento elevado y noble, la marca de alguien siempre esperado que se encierra en su trabajo de pastelero, afanando de Sol a Sol, aunque con un extremado ideal de familia, tan típico del mundo mediterráneo, y de las conciencias bañadas en un arraigado catolicismo. En cambio, la imagen de mi madre es el mundo amplio, es el punto más álgido de lo práctico, del saber cuidar, mandar y proteger. Es la esencia de lo femenino, de lo versátil, de lo hermoso, de la mayor de las fortalezas: la resistencia.

 

Tuve muchos conocidos, pocos de los cuales llegarían con la calma del paso del tiempo, y el choque de las afrentas, al concepto hondo de amistad. También tuve compañeros duros de batalla, seres no formados en el reflexionar, al igual que yo, que caímos en la única percepción que nuestra corta e imperfecta visión nos mostraba. Así recuerdo con una hiriente frialdad a mis hermanos, aunque tras tantos años pasados, debo de reflejarme en el espejo y ser capaz de observarme desnudo, en el verdadero trasfondo de lo real. Los celos me consumían, me empequeñecían frente a la exagerada percepción de mis hermanos mayores. Nuestro egoísta instinto de supervivencia no permite la sana crítica, más aún, enmascara con tristes justificaciones el empuje de nuestras perversas reacciones, de nuestras desairadas palabras hirientes, de las más inoportunas y desagradables ofensas, de las peores zancadillas traicioneras.

 

Así y todo, mis días de infancia transcurrían con la soledad de quien se divierte con poco, de quien muestra fobia social, rehuyendo a relacionarse con los demás chicos, por simple miedo al encuentro. Hoy reconozco en ello una suerte, ya que no tuve la oportunidad de lucirme ante la pandilla de amigos, de adoptar ese nimio rol de gracioso o de líder chafardero. Mi aislamiento social me permitía la breve reflexión, la crítica ante conceptos básicos y sencillos. Recuerdo a mi amigo Bartolomé, un chiquillo fortachón, rubio, hecho al trabajo duro, ya que sus padres eran agricultores, propietarios de una cuadra de caballos, con los cuales concursaban por la comarca en el ancestral tiro y arrastre. Además, Bartolomé era un mentiroso compulsivo, supongo que en busca de un mayor reconocimiento o vete a saber porque, mentiras creadas como falsas historias que ensalzaban la carencia de lo evidente. Ante las mentiras y desplantes de Bartolomé, cuando alguien osaba enfrentársele o burlársele, él siempre recibía la gresca de muy buena gana, concertando sus peleas a la hora convenida, frente al monumental convento del pueblo. Todo ello perturbaba mis paseos en solitario, ¿por qué mentir?, ¿no es fuerza suficiente e inspiradora la pura verdad? Que dura elección. Así planteaba los primeros balbuceos de mi perezoso sentido crítico. ¿Podía ser bondadoso, honesto con mentiras en los labios? Ante mis acudidos y alocuciones, los más viejos me observaban con curiosidad, reían mis dichos con relativa sorpresa, señalándome como pillo y tunante. No les entendía, ¿ser perspicaz y original es signo de falta de bondad? Ello me afectaba gravemente. No entendía el mundo que me rodeaba, sentía andar sobre terreno resbaladizo. Tenía que ser fuerte, mi decisión estaba tomada. Mi fe, la verdad, mi destino, la afrenta ante la hipocresía, la luz ante el disfraz que de tan distintos colores visten a tantas personas, desde el egoísta más mezquino, pasando por el tunante aprovechado, hasta el sutil amante de lo políticamente correcto, este último lo considero el peor de todos ellos, ya que es el más formado y quien más desaprovecha sus valiosos talentos. Todo ello tardé años en apreciarlo, día a día, fui creciendo con la duda de mi íntima e infantil decisión. Aunque las edades del hombre son inexpugnables, viéndome invadido por la adolescencia y el comienzo de la juventud, donde desconocidos apetitos turbaban mi mente. Me codeé de nuevas compañías, el alcohol meloso y embriagador, el roce de las mujeres y la turbulencia de sus curvas, provocaron durante demasiados años un cambio en mi conducta, un torrente interior que pervirtió mis sentimientos, mi propia razón. Aunque el niño, aquel muchacho que deseaba decir siempre la verdad, cuya única intención era ser consecuente con la vida, ser responsable con el sentido común, pervivía un estado de letargo, invernando ante la explosión emocional del turbado adolescente.

 

Tras mis estudios universitarios tuve que relacionarme con multitud de personas, en previsión de forjarme un futuro económico, el cual acomodase mi vida. Entre esta multitud de recién conocidos, resplandeció un nuevo amigo, uno de esos escasos seres que reconoces inmediatamente, como si lo hubieses esperado durante largo tiempo, y por fin la vida, te lo pusiese enfrente. Su nombre era tan usual, como transcendental, José, un amigo con más años, una sorpresa en un mundo gris. Su mirada siempre me sonreía, inspirando mis dormidas voluntades. Me transportó con total asentimiento a un universo de estudios humanísticos, de lectura de los clásicos, del renacer de mi dormida espiritualidad. Su modestia me agradaba, no me era necesaria una crisis, todo me aparecía poco a poco, sin pausa, aunque con la convicción de volver a mi fe. Nuestros esporádicos encuentros se transformaban en la intimidad de quienes reconocíamos lo más profundo de nuestro ser. Nos embriagábamos esporádicamente, aunque el sentido de la borrachera era distinto, ya que simplemente ensalzábamos nuestros deseos más esenciales, donde una especie de espiritualidad, de misticismo era una meta por alcanzar. Así lo consideraba, ya que perdido en el mundo que nos rodea, ansioso de reencontrar mi esencia, cuanta suerte observar la luz en faro lejano. 

 

En realidad, la vida la marca el tiempo, el tiempo que transcurre, inexorable, sin contemplar matices, erosionando todo a su paso, con lectura perpetua de los acontecimientos pasados; violento en el presente, y sin debilidades, ni frenos, ante su trascendencia hacia el futuro. Así es Cronos, el devorador de sus hijos. De este modo, en su transcurrir, la humanidad percibe infantilmente la realidad que nos acontece, tal cual danza de imberbes, entre las sombras de carcajadas y llantos de incomprensión. Por mi parte, en aquellos tiempos no llegaba a entender el poder del inconsciente humano, no comprendía como unas personas opinaban de un modo y actuaban contrariamente, como si los pensamientos humanos también pudiesen esconder hipocresía. No era así realmente, ahora lo sé, aunque en aquellos tiempos ello me perturbaba. En realidad, todo responde a un orden inteligible, que da paso a nuevos estadios, los cuales responden a una ley inaccesible para el ser humano. Tan superiores nos creemos en el azar de nuestro nacimiento, que no llegamos a la comprensión de nuestro tránsito por la vida, siendo éste muchas veces un simple reflejo del títere que a cada hora actúa, con un distinto disfraz y con la elocuencia de lo grabado por las circunstancias, en nuestra endeble mente.

 

En el final de mi juventud, una cena originó mi primera decisión de huía, encendió la mecha del desligamiento de mis raíces, de mi familia, de mi pueblo natal, y mi nueva etapa en la ciudad, Valencia. La revelación de la hipocresía, de la estupidez humana, fue su detonante. De ello hace ya más de diez años, mi buen amigo de infancia, Toni organizó la cómica cena, el detonante era que tanto él como yo nos acabábamos de divorciar. Por mi parte la separación de Adela era voluntaria y unilateral, un divorcio pacífico en cuanto a las formas, aunque un divorcio sangrante a nivel personal y psicológico, ya que el peor de los males se produce cuando es consecuencia de uno mismo, cuando tu felicidad se encuentra seca, cuando el hastío se apodera de tu existencia. Sí, este es un sentimiento que me acompañará toda mi vida, el sentimiento de errar, de desembocar en un infortunio. Cuando el fracaso es del otro, siempre tienes la posibilidad de justificarlo, ya que, aunque incomprensible, es ajeno a uno mismo, es nocivo, pero podemos señalar la falta. Aunque si el desengaño es propio, el desdeño es más difícil, insufrible en verdad, ya que el sentimiento de culpa nunca remite, sangra tu conciencia con la reprobación del equivocado sendero que tomaste en tu mirada al altar, y con las náuseas que siempre te provocarán el daño hecho, la frustración gestada, la incomprensión del destino que necesariamente te has visto forjar.

 

Era viernes por la noche, el primer viernes del mes de julio de ya hace muchos años. Toni, hostelero de oficio, hombre disputador, bromista, atractivo y siempre dispuesto a las buenas formas de la educación y del disfrute, aunque eso sí, de buen corazón; le había dado a la velada el curioso mote de “celebración de divorcio”, aunque los motivos terminaron siendo distintos, ya que se sumaron a la cena otros amigos. Pablo, el “nuevo rico” del pueblo, el cual aprovechó los incipientes negocios de su padre, para aumentarlos mediante la extorsión al prójimo, mediante el triunfo del calculador burgués, lo cual le dotaba de un reflejo de respeto que nadie osaba en poner en duda; acudía expectante a la curiosa velada. Aunque nos pudiésemos considerar buenos amigos, cada uno vivía dicha amistad en forma muy distinta, y en la ociosidad del pueblo que nos vio nacer, Pablo reblandecía su rostro con burlesca y pétrea sonrisa. Jorge, ejecutivo de un importante grupo empresarial, de media estatura, un poco obeso, con rostro apacible, reía las gracias de Pablo con total generosidad, sin revelar asombro ninguno a las disparatadas reacciones de nuestro común amigo. Una copiosa cena de marisco, con vino blanco nos regocijó, seguido todo ello de licores y demás bebidas. Los cuatro cenamos y bebimos en demasía, sin pensar en reprobación alguna a nuestras burlas. Era ya noche cerrada, en un pueblo donde las sombras provocadas por las farolas se mantenían inertes, ante la soledad de las calles. Acudimos al único café abierto de madrugada, y tras mi vuelta de la toilette, las bromas de la noche cambiaron de dirección, como si mi vida reciente se hubiese transformado en una infamia. Mis amigos cambiaron su semblante, lanzando todas sus guasas hacia lo que hasta el momento era mi íntima existencia. La bebida que me ofrecieron se encontraba manipulada, la ginebra se encontraba vertida de forma exagerada en mi vaso, para provocar las risas de mis cercanos, aunque traicioneros acompañantes. Veneno introducido en mi copa, el cual provocara la caída del amigo, la desesperación del insensato, aquel que tanta ira reprimida desbordó. Insultos, empujones, violencia, el fin de una era de falsedad, la cual fue una decisión curiosamente consciente, con la premeditación de quien no aceptaba vivir de forma absurda, quien no se sometería nunca a las injurias de los que pretendían ser mejores, de quienes su ignorancia les permitiese ser partícipes del juicio a los demás, sin plantearse en modo alguno la crítica a su propio ser.

 

        Toni lloró ante mi implacable resolución, sus acompañantes le cobijaban y respaldaban, me observaban con pedantería, de forma desafiante. El rostro de Toni, desencajado y lacrimoso, mostraba la desolación de quien no podía cambiar el tiempo pasado, del iluso que trata de buscar que las equivocaciones pasadas se puedan difuminar. El encuentro con la realidad desoló el rostro de mi buen amigo, el cual me veía encolerizado, con el rostro iracundo, aunque con una actitud decidida de rebeldía. La reacción de los otros amigos que nos acompañaban lógicamente era diferente, me observaban como lobos heridos, como ofendidos sobre manera. Por mi parte, todo estaba hecho, dicho y decidido; no sin acercarme a Toni para susurrarle unas palabras, con la serenidad de quien no desea aumentar el mal, aunque en realidad no sé hasta qué punto entendidas__ Amigo, no es culpa tuya, no te atormentes, el tiempo es nuestro padre, y a él nos debemos en nuestra efímera existencia. Aquí termina una etapa, gracias… Me restan nuevas y posibles… Adiós… 



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