Sueño de infancia
Autor: Raul Estañol Amiguet
Es domingo, las luces de la oficina de correos apagadas, rozándola, la puerta de la escalera abierta es el 58 de la popular Pista de Silla. En la primera planta el silencio lo invade todo, en la puerta tres nos encontramos un pequeño comedor, con las paredes vestidas de estantes repletos de libros, a ambos lados, espacio solo interrumpido por un viejo sofá desde el que se puede observar incrustado entre tanto papel, un televisor de considerables dimensiones. Al fondo del pequeño salón, relaja la vista la luz de una gran terraza, grandes fustes encuadran la pérgola central, invadida de plantas en sus cuatro cantos, arbustos y pequeños árboles los cuales agrandan arreglo al tamaño de sus macetas. Sin espacio para más, el comedor comparte terna con la diminuta cocina, mientras un breve recibidor sirve de entrada a la habitación invadida por una gran cama y un solitario armario, allí donde un cuerpo semidesnudo, el fabulador, dormita entre leves espasmos y sonoros estertores.
El sueño, mezcla de recuerdo y alma, dibuja formas y situaciones no ajenas, más bien añoradas, o como ahora, fruto de la vergüenza y la desesperanza.
En lo espeso y borroso de lo observado se vislumbra una niña poco agraciada. No era fea, no, su único mal radicaba en que no se creía guapa. Con cabellos rubios modelados por dos grandes coletas recogidas, mirada triste, alta y delgada en demasía, aunque con frescura de gestos, gran coraje de corazón y un verbo exquisito.
Iba de regreso, nadie la esperaba. Entraba en un largo pasillo, siempre con apuro quedaba paralizada, y tras breves segundos quieta, corría veloz hacia su dormitorio, a su refugio seguro, donde dejaba discurrir las sobrias tardes de otoño, mirando por la ventana. Ventisca remolina la densa hojarasca.
Su padre se llamaba Pepe, hombre de faz pálida y de plácida mirada, le susurraba a su niña historias pasadas, nobles, príncipes y humildes campesinos que vivían en total armonía en un mundo feliz, donde los prados eran extensos, grandes casonas con enormes chimeneas humeantes, y en todas ellas habían cercados de vacas, cerdos, gallinas y cabras. Pepe era camionero de largos viajes. Una imagen se entremezcla, fuego, humo, confusión... Hace ya cuatro inviernos que marchó y no volvió. Las noticias de la tele relataron un gran accidente en el puente de Vizcaya, allí chocaron cuatro coches y un camión volcó, la imagen de la tragedia se congeló en una muñeca de trapo, con un hermoso vestido de princesa, echado en la cuneta.
Su madre Alba, era sumamente obesa, con dificultad de movilidad, cuyo carácter introvertido y taciturno la enclaustraba permanentemente al sofá de la pequeña salita, frente al televisor, sobre un pequeño brasero de bronce, que le apaciguaba las frías tardes, distrayendo todo tiempo con las encadenadas series latinoamericanas.
La vida de Lidia transcurría con total soledad, aunque el peor momento era cuando se juntaba con su madre a comer o cenar. El silencio escondía el dolor de un alma deshecha, de una vida despedazada. Lidia observaba el severo rostro de Alba con un cariño inconmensurable, con una devoción admirable. La desgracia se había cebado implacablemente en sus vidas, las circunstancias parecían hundir toda esperanza, agravar lo funesto del día a día. Pero Lidia no se afligía fácilmente, su rostro serio escondía un tumulto de optimismo, solo quien la conociese mucho la entendería. En la serenidad de su mente erradicaba el verdadero tesoro, el cual se puede vislumbrar en el tenue brillo de sus ojos pardos.
El sueño emplazaba otro escenario, la sirena del colegio Lope de Vega suena estrepitosamente, como todos los lunes a las dos de la tarde, alarmando a los viandantes despistados. El colegio era una gran mole de dos plantas con tejados rojos, paredes color melaza y grandes rejas negras, rodeado por dos grandes patios de esparcimiento. Rápidamente la aglomeración de padres y madres envolvía la gran verja de entrada, la enorme expectación diaria semejaba a la salida de los toriles en fiesta grande. Revoltosos niños corrían abrazando a sus progenitores, provocando la desbandada de los familiares, a son de claxon o largas caminatas. Rezagados, chicos juegan en el recreo, mientras Lidia sale discretamente de los lavabos, cruzando el patio, sin el deseo de ser vista. Una pelota vuela golpeando a la chiquilla en la testa, todos ríen la gracia, mientras Lidia dolorida acacha su cuerpo al suelo, como deseando desaparecer de tan infesto escenario. Mientras a tropel, todos los imberbes disfrutan rodeándola, dándole violentas palmadas y a grito vivo:
— bruja! Bruja!— corean los necios peques— bruja! Bruja!
El torso de nuestro fabulador, completamente en tensión, levanta impetuosamente, mostrando el horror en sus rasgos faciales. Herencia de vergüenzas pasadas, del peso insoportable de la conciencia.
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