Casa Mateo
Autor: Raul Estañol Amiguet
El sombrero de ala ancha vuelve a surgir desde la entrada del edificio de fachada enladrillada, a la hora que el Sol ya anda vertical en la avenida del gran poeta. La entrada de correos, en los bajos del edificio, está abarrotada, todo un trajín de latinoamericanos, asiáticos, africanos, polacos, rumanos, y algún español hacen largas colas para mandar o recibir, para mantener el hilo de la ilusión, la memoria de sus raíces, lejanas e inaccesibles.
El mediodía ya se alejó, avatares de la vida bohemia, el Café La Cantera rezuma gentío, los botellines de cerveza cubren las blancas mesas de la terraza. A estas horas otro es el destino del caballero andante, al otro lado de la callejuela, entrada del enigmático barrio, un cartel sobresale, horizontal, en la fachada: Casa Mateo.
Sentado en la terraza Mateo “el maño”, con sus ochenta primaveras a cuesta, sonríe a D. Vicente, el farmacéutico del barrio, también jubilado. Dos ilustres del arrabal Na Rovella, Mateo de semblante rudo, aunque con el rostro que refleja la dulzura de su edad, normalmente sentado debido a su dificultad para andar por el exceso de su peso y unas caderas cascadas de tantas horas de trabajo duro en su sierra de Fonfria, en Bea, cerca de Calamocha; así como en las largas jornadas de camarero, en el asador Mateo, allí donde crio a sus tres hijos, frente a una avenida que décadas atrás era paso del Sur obligado para camioneros y transeúntes que atravesaban la vieja ciudad, desde tierras andaluzas o murcianas. Cuánto dinero paso por este humilde mesón, como pago de pucheros, carne a la brasa y decenas de viandas que atemperaban a los fatigados conductores.
D. Vicente, el farmacéutico, conoció otra avenida, años después, la ciudad se tragó este vial urbanizándolo e incorporando un barrio a los marjales, acequias y a la tierra polvorienta; con el poderío del asfalto y del hormigón armado. Allí a escasos metros edificó su farmacia. Esos años ya pasaron...
— Que bien se te ve, maño— comentó distraído D. Vicente.
— Ya ves compadre, la verdad...— respondió Mateo, rasgándose el cogote— cuánto hecho de menos la hacienda en el pueblo, ese olor a tierra, el campo y sus pocicos.
— Tus chicos ya son mayores, y a nosotros poco nos queda..., jeje, marcha a disfrutar de tu hacienda...
Mateo quedó mirando la avenida, con la vista perdida, el transitar del ruidoso pasacalle de vehículos, mientras pensaba “maldita sea mi suerte”.
Su hijo Mario asomaba por la puerta, el pequeño de su estirpe, un mozarrón de complexión fuerte, calvo con dignidad, todo un artista en las brasas, a quien el trabajo tampoco amedrentaba, fiel testigo del negocio familiar. — padre, entre que va a coger frío.
La complicidad de padre e hijo disfrazaba una eterna terna. El hijo mayor, Ignacio, prefirió desaparecer a cobijo de otras tierras y de una buena mujer, aunque hembra y madre, con la que olvidarse de los pesares de su familia, y de la mala cabeza del bueno de Mateo, arisco pero humilde, quien por linaje lo llegó a justificar todo. El motivo de la cuestión bien venía por dos malas cabezas, en anchas y decorosas espaldas. El hijo mayor Carlos, el gran emprendedor, entendió pronto que Valencia era de provincias, marchando a la capital: Madrid, a buscar fortuna, con sinuosos y controvertidos negocios que enorgullecían a su padre, quien, menos valorando el riesgo, lo firmó todo, para que los judíos de siempre le arrancasen, palmo a palmo, todas sus tierras y haciendas, en pos del bien vivir del lapilador hijo. Así y todo, restaba el bueno de Mario, quien con el mismo tamaño y apariencia que sus hermanos, era tierno, y sus pensamientos a modo de ovillo de lana, se concentraban en el cobijo familiar y el más sincero, aunque disparatado sentimiento, de justificarlo todo en pos de sus futuros hijos, su prole, su familia y su bienestar. Así es, que las ideas nunca vienen solas, sino acompañadas de los aconteceres. El bueno de Mario casó con una chica colombiana, con quien tuvo tres hijos, por amor y devoción, tragando con la herencia “alter uero qui” de su esposa: una hijastra colombiana, otra hija, de sus andanzas por el Japón; y una prole de hijos de las hijastras, emparentados con turbios personajillos; a más de padres y tíos de las tierras que nos recelan por “conquistadores”. Ahora si, tras mucho tiempo transcurrido, Mario, ya un poco más consciente, se frota la desnuda cabeza con una palabreja que amartilla su mente— “pagafantas”.
Los niños lo pueden todo, el mayor Angel ya roza los quince, con gran talento desde chico, es cabal en sus aseveraciones, consciente y adolescente, aunque niño sí; todo un ser humano que en su infancia y juventud busca un cobijo que posiblemente le sea ajeno. Mario, el chico del medio, robusto como la familia paternal, encuentra más aptitudes en sí mismo, aunque ello pueda ser la trampa que le precipite al abismo. Mientras Victor, el pequeño, el más genial en sus inventivas frases lapidarias, vence, convence, aunque parece abandonado a su suerte.
“Cuando la verdad arranca tus entrañas, toda palabra de corazón, queda en nada”.
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