La guerrilla y las trincheras:
Autor: Raul Estañol Amiguet
El gallo cacareaba su primera sonata, a la madrugada los primeros resplandores del Astro Rey posaban sobre el rocio, el cual se desvanece en el tránsito de la mañana. Aurora, la madre de Juanito le acaricia la mejilla, el niño duerme plácido, refugiado entre mantas de lana— mi niño, despierta ya, hoy vas de excursión.
Juanito baja la escalera peldaño a peldaño, oliendo las brasas de la chimenea del hogar. Su madre Aurora tararea un pasodoble, mientras sirve la mesa de la cocina con rebanadas de hogazas tostadas, tomate, jamón serrano, queso y tazas calientes de chocolate para Juanito y de café con leche para su obeso padre, D. Juan, el director del banco, quien sale presuroso con maletín en mano, como quien sus ocupaciones le asfixiasen. Un escueto beso paternal deja al niño ensimismado en sus infantiles pensamientos— a las diez tenemos que estar, mochila en mano, en la plaza.
Pablito el más puntual, aguarda con ojos ansiosos, Oscar impaciente, sentado en el escalón de la Fuente, quien junto a Lidia, observa cómo se acercan distraídos los dos novios de diez años, el tímido Juanito y la revoltosa y divertida Laura. El encuentro cubre el espacio de risotadas e infantiles salidas de tono y burlas, mientras emprenden el camino hacia el roble milenario. Tras dejar atrás el imponente árbol, comienzan la fatigosa subida por el sendero hacia la ermita. Una vez allí, toman el camino de la izquierda, sendero estrecho y pedregoso el cual confunde, ya que tras un leve descenso, se encarama por el lateral del peñasco, tomando altura, dejando entrever la profunda garganta que la naturaleza modela, entre pinos y arbustos, mientras los niños van ladeando la montaña. Las horas transcurren entre bromas y juegos de palabras.
— Mirad!!— grita Oscar sorprendido— esas piedras son el linde, más allá no llegue nunca. Mi padre me advirtió que tras estas piedras ya nada es seguro.
— Bien...— esbozó satisfecha la traviesa Laura— ahora comienza la aventura...
Y con el garbo que caracterizaba a Laura, tomó la delantera seguida por sus infatigables amigos.
Tras un tiempo de caminata, Juanito grita sorprendido— Mirad, ¿¿qué es eso??— todos acuden rápidamente, mientras Oscar recoge del suelo uno de los objetos señalados— que pasada, Laura!! Son casquillos de bala de pistola.
— Que bruto eres— le reprendió Pablito— son casquillos de fusil, de los que se usaban en la guerra.
— Guerra?? ¿¿En que guerra??— preguntó Lidia intrigada.
— Ja, ja— repuso Pablito, poniendo cara de suspense— mi padre me lo contó una noche de navidades, por estos montes luchaban peligrosos rebeldes, que no tenían miedo a la muerte. Que pasada, sigamos, que más encontraremos.
Pararon tras un largo rato, para descansar y comer los bocadillos que sus mochilas resguardaban, mientras observaban en lo alto como los buitres leonados se aproximaban, con el descarado instinto que el hambre da, perdiéndoles el respeto.
— uf!!— comentó Lidia conmovida y reculando precipitadamente— mi tía siempre me advierte sobre las bestias que acechan...
Ya lejos del pueblo, la proximidad de lo conocido se pierde, allí los niños se observaban, notándose en el ambiente un glacial temor, como ese miedo que de improvisto nos invade desde las tripas, irracional como el repentino viento, estremecedor como el frío que hiela. — Volvamos ya— comentó Juanito— Tras lo cual viraron hacia atrás, acelerando sus pasos, sin entender el porqué.
A la vuelta los caminos se bifurcaban, con la duda de si tomaban el correcto sendero, revisaban los alrededores desconociendo los entornos, su preocupación se acrecentaba, cuando de repente, a escasos diez metros un hombre enorme, con gran barba blanca y ropa desastrada les salió enfrente, ¿¿con los brazos y manos abiertas les gritó violentamente— niños que hacéis aquí??
¡El vocerío de los niños no fue menos sonoro, resaltando Pablito— el maqui!! el maqui!! ¡¡Corramos!!— y todos en tropel marcharon montaña arriba, arañándose entre los matorrales, cayendo Lidia golpeada en una piedra, ayudada por Pablito en levantar, lanzándose en una torpe carrera que los llevó al resguardo de unas paredes de piedra.
Oscar lloraba sin poder controlarse, Juanito mirando atrás tiraba firmemente del brazo de Laura, gritando— ya viene, ya viene, debemos subir esta endemoniada pared que parece que no tiene fin— miraba el muro a la distancia, el cual se adaptaba al terreno, siendo sustituido por grandes rocas, salientes de la falda de la montaña. Ante la urgencia se dieron cuenta que las piedras de la pequeña muralla permitían apoyar pies y manos, sorprendiéndoles, con sufridos esfuerzos, la rápida escalada. Ya arriba, ilusos creyeron fácil saltar, aunque la caída al otro lado delataba una desagradable sorpresa, ya que el terreno se encontraba excavado en una especie de pasadizo, por lo cual la caída fue más accidental y dolorosa.
— Dios!!— gritó Juanito, observando estupefacto a sus amigos dispersados en el pasillo abierto artificialmente en el terreno— que leche me he pegado!!
Doloridos y con sangre en rodillas, codos y brazos, se observaban asustados. El atardecer comenzó a oscurecer todo en rededor, sin comprender nadie lo ocurrido se deslizaban lentamente, a tientas, buscando una ilusoria salida. De repente, Pablito se levantó— claro esto son las trincheras de la guerra.
— Que guerra Pablo? — repuso perpleja Lidia— aquí nunca ha habido ninguna guerra.
— Mi padre lo contaba el otro día, “como en nada, perdemos la memoria de nuestras vergüenzas”— Pablito tenía aire de disgustado— también lo decía hace una semana D. Antonio, nuestro maestro, “la guerra civil nos obligó a luchar, a matar padres de unos a padres de otros”. Mi abuelo fue fusilado por los rojos.
—Jo!! —replica Laura sorprendida— mi padre es comunista, del sindicato...
— Qué más da— repone Juanito— política de tierra quemada, hambre, pobreza y mil males más.
Con ganas de conciliar, Oscar concluye— Mi padre siempre dice, ¿¿“quien fusilo primero?? Y qué más da... La pena fue tanta muerte...”
La oscuridad invadía ya todos los rincones, los niños tras gatear decenas de metros por el pasadizo de las trincheras, cayeron extenuados, apoyados en las irregulares paredes, con respiraciones jadeantes y entrecortadas.
Los intensos reflejos de una misteriosa linterna, a lo lejos focalizan espacios abiertos, mientras se acercan rápidamente, una cruda voz resuena en la oscuridad, la voz temblorosa aunque enérgica muestra la amargura del desespero, la fortaleza del salvador— Niños os encontré, volvamos a casa!!— tras el grito ronco de Pepe el Enojado, les envolvió con sus fuerte brazos, regresándolos a sus moradas en un recuerdo infantil del vuelo de un águila imperial, que les retornó firme y en vuelo raso hacia el confort de sus moradas.
Tras el desespero de tan trágica jornada se recuerda una silueta varonil, allí en lo más alto del gran peñasco de Cañizar del Olivar, arriba de la Peña Negra. Ante el violento y frío cierzo, Pepe el Enojado soportó las inclemencias con desgarradores gritos, llorando la injusticia de tantos muertos, hermanos de sangre, aunque ignorantes aldeanos confundidos por banales ideales de libertad y justicia, los cuales tan solo sembraron heridas entre tan vasto pueblo.
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