El Tejo en busca de un nuevo saber
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El Tejo, en busca de un nuevo saber
Autor: Raúl Estañol Amiguet
En mis múltiples viajes, uno de los lugares que más gusto tengo de visitar es el Principado de Asturias, donde suelo residir por vacaciones de descanso y estudio. Concretamente, suelo hospedarme en una zona muy poco conocida, aunque paradójicamente esté ubicada en el centro de Asturias, entre el camino de Oviedo al Parque Nacional de Somiedo, allí se encuentran concejos tan encantadores como el de Bárcena, donde se ubica la aldea de Buidea, asentada sobre un convento templario, donde suelo residir, a los pies del Macizo de Ubiñas.
Entre las numerosas excursiones a realizar hay dos que me encantan: la ruta de las Xanas y la ruta del Oso; esta última es tan larga, que podemos realizar hasta 72 kilómetros; aunque yo suelo conformarme con el trayecto entre el embalse de Valdemurio y Proaza. El paseo es maravilloso, sin abandonar la carretera comarcal, nos adentramos en bosques, en zonas húmedas, en la ribera del río Trubia, en grandes grutas esculpidas penetrando las inquebrantables montañas. Pero bueno, lo sorprendente de todo ello, como en tantas veces me ha ocurrido, apareció de repente, sin esperarlo, con la sorpresa que sólo puede experimentar quien está permanentemente abierto a aprender; ya que lo importante no es observar cosas nuevas, sino descubrir cosas nuevas en aquello que observamos todos habitualmente.
Allí se encontraba, enorme, donde el murmullo del agua del río se podía escuchar mejor, por su proximidad. Allí se encontraba, fascinante, ese gran árbol, ese árbol tan emblemático en aquellas tierras: el Tejo. Allí se encontraba el gran Tejo con las entrañas de su viejo tronco abiertas, con ramificaciones nacidas a posterioridad, las cuales se encontraban copadas por sus hermosas hojas. Allí se encontraba el Tejo con su gran tronco humedecido, enmohecido con tonalidades de musgo, entre un verde claro lumínico y un verde oscuro opaco. Allí se encontraba el milenario Tejo, aquel que se ha mantenido inmóvil, ajeno a las inclemencias de su entorno; rodeado de un halo de perennidad, de atemporalidad el cual engrandece su porte, ennoblece su tallo.
Allí me encontraba yo, humilde ser humano, con mi única condición de rebelde aprendiz, de aquello tan curioso como es la vida. Allí me encontraba yo, ante el histórico Tejo, ante su perennidad, mi estado de ser humano caduco, sí caduco, ya que la mayoría de nosotros subsistimos menos de ochenta años; edad infantil para el viejo Tejo.
Ante la grandiosidad del Tejo, descubrí la pequeñez del ser humano, actualicé pensamientos que aún no considerándolos extraños en mí, si que el recuerdo de ellos me llenaban de la añoranza de las inquietudes olvidadas; por un momento vi a la especie humana como “cursi” debido a nuestra pequeñez ostentosa, a que pretendemos aparentar más de lo que somos, aunque eso sí, no de forma Kitsch, artificiosa, ostentosa, más bien de forma cursi, diminuta pero habitable, llevándonos a un ridículo que solo puede ser justificado por nuestra tremenda ignorancia.
Ante la belleza del Tejo, me indigné por la soberbia que caracteriza al ser humano, la soberbia nacida en el siglo de las Luces, en aquel maravilloso siglo XVIII, el cual llevó al cambio de paradigma del conocimiento humano, el cual desembocó en un antropocentrismo repleto de prejuicios que hoy asumimos como verdaderos, nos distanció inexorablemente de la naturaleza, nos imposibilitó observar el viejo Tejo. El siglo de las Luces llevó al triunfo de la RAZON, a considerar al ser humano diferente a cualquier otro ser vivo de este planeta; ya que nos convenció de que somos superiores al resto de la naturaleza, de que la naturaleza simplemente es buena si nos sirve como recurso; así el viejo Tejo será valorado simplemente por el coste de su leña, o la belleza estética del típico tejo a las puertas de una iglesia románica asturiana.
Ante la vejez del Tejo, ante la perfección de formas de todo su conjunto, reflexiono acerca del evolucionismo lineal y positivista que surgió tras el triunfo de la RAZÓN, el cual quita sentido a las evoluciones distintas a las del ser humano, quita sentido a la hipótesis de que nos encontramos en una época cíclica, con un acontecer sorpresivo. La Razón dice que siempre evolucionamos positivamente, lo cual es cierto en algunos ámbitos, como las ciencias, y más concretamente la tecnología; aunque podamos haber evolucionado negativamente en otros ámbitos, como en arte o metafísica; en realidad, nos pudiésemos encontrar en una evolución cíclica y distinta, según los ámbitos de los que tratemos.
Ante todo esto el viejo Tejo se mantiene inmóvil, sólido, como aquel espectador que tantos nuevos acontecimientos ha observado, los cuales no le corresponden ni le comprometen, en modo alguno.
Yo, por otro lado, me sumo a la silenciosa desesperación de un mundo que ha perdido su rumbo. Un mundo nuevo, donde el conocimiento debería de haber llegado a las grandes masas, donde hipotéticamente triunfó la Razón; aunque donde dicha oportunidad está siendo arrojada al más profundo de los barrancos, ya que a la dificultad del conocimiento, se le suma el inmovilismo de muchos seres humanos, los cuales prefieren mantenerse en una posición cómoda, siguiendo muchos de los prejuicios generados interesadamente, tanto por los medios de divulgación de conocimiento, como por los medios de información, como por los medios de poder, e incluso por ellos mismos. El pensamiento único disfraza fácil, ya que es más llevadero y nos permite vivir y aceptar nuestros errores, tanto propios como ajenos, sin tener la necesidad de cambiar nada.
El pensamiento único en la Edad Media era inducido por la religión, por el temor a Dios; el pensamiento único en esta época es inducido por la ciencia, por su paradójica evolución, la cual considera sagrada cualquier teoría general cuyos hechos no sean falsacionados por la experimentación. Sin embargo cuando se produce la refutación de cualquier teoría general que tuvo validez en décadas anteriores, se lleva a la eliminación de dicha teoría general, como si nunca hubiese existido, sin dar valor alguno a su vigencia temporal. Si a ello le unimos que en el paradigma de la ciencia y de su empirismo, muchas de las hipótesis y condiciones iniciales, se consideran axiomas, no permitiéndose su puesta en duda; podríamos plantearnos la incoherencia del paradigma de la ciencia vigente en la actualidad, o como mínimo generar dilemas que nos llevasen a observar con más detenimiento la realidad.
El viejo Tejo me inspira una esperanza, una esperanza que tras ser pensada me lleva al tortuoso sendero de transmitirla. Pueden haber otros modos, eso sí no fáciles. Ya que la única forma de mejorar, nos debe de alejar del pensamiento único, nos debe de llevar a una pluralidad de ideas, la cual nos permita prescindir de los actuales prejuicios que nos rodean. Todo ello se puede lograr poniendo en duda no sólo las teorías generales que rigen la ciencia. Tampoco sólo con la experimentación de dichas teorías generales, buscando su falsación tras el análisis de los hechos. Sino además buscando posibles hipótesis y condiciones iniciales distintas que permitan poner en duda las teorías existentes. Mediante la creación de otras teorías, de otros sistemas. Y mediante el contraste de las múltiples teorías generadas, tanto las actuales, como las de tiempos pasados, aún considerando los más antiguos; sin despreciar ninguna teoría a priori. Pensando que sólo desde el contraste y la pluralidad de ideas podamos avanzar por un progreso con sentido común.
A todo ello debemos de añadir que el conocimiento debe de transcender desde las élites culturales a las grandes masas, para que el triunfo de la Razón sea real y no elitista, para lo cual debemos de denunciar su principal enemigo: el interés. Tanto el interés de las clases elitistas, culturales, sociales y económicas, las cuales pretenden mantener el status quo, para de este modo seguir logrando mantener sus intereses. Como el interés ciego y acomodado de las grandes masas, ya que individualmente los seres humanos tenemos una tendencia a la comodidad y a la simplificación de las ideas; situación la cual nos facilita el vivir en un mundo donde impera el pensamiento único, ya que de este modo evaden las responsabilidades, y lo desesonocido que el conocimiento verdadero nos pudiese deparar.
Recordáis mis palabras, el árbol estaba cerca del río, ya que oímos su murmullo. Yo, humilde mortal, morí, y un loco estudió algo sobre mí. Sabéis lo que descubrió…, en verdad… no encontró el Tejo, en esa senda nunca existió o sí? Él sonrió al observar árboles que crecen próximos al río: abedules milenarios, hayas milenarias; que más da. Lo importante siempre es el camino.
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