Unas vistas del Lago Victoria: La desigualdad un principio de cualquier sociedad
Historias de África
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Unas vistas del Lago Victoria: La desigualdad un principio de
cualquier sociedad.
Autor: Raúl Estañol Amiguet
Llegar al Lago Victoria parece a primera vista lo idílico de llegar a un prístino lago virgen, florido y con su fauna autóctona. Nada más lejos de la realidad, ya que tras cruzar la ciudad de Kisumu, nos adentramos en sus barrios de chabolas de cinc atiborradas de gentes, en la suciedad de sus calles y en ese aroma polvoriento de cualquier pueblo africano. Llegamos a la zona industrial, múltiples Keniatas ociosos divagando sin rumbo alguno, naves sucias y obsoletas, las cuales deberemos de bordear para llegar a una calle que desciende entre basuras. Con el taxi descendemos calle abajo, cruzando una abandonada vía de tren, hacia un montón de chabolas, chabolas metálicas con una especie de terraza abierta al lago, las cuales son denominadas por los del lugar: “chiringuitos” donde se vende la tilapia a la brasa, pescado autóctono del Lago Victoria. Las mujeres a puertas de las chabolas gritan descaradamente, solicitando nuestra presencia, para probar sus deliciosos manjares infestados de moscas.
Todo lo narrado gozaría de la normalidad vigente en tantas y tantas ciudades africanas, de no ser por lo que acontece en el otro lado de la costa. En este lado descrito, la multitud de muchachos con distracciones diversas predomina. Por un lado los vendedores ambulantes de candelabros, ceniceros y joyeros de madera, nos invaden. Por otro, un espectáculo que ofende nuestra sensibilidad puritana occidental, nos atropella con la impunidad de la conversión de las orillas del lago en un inmenso lavadero para los coches y las motos típicas de Kisumu, los cuales la van sus entrañas con la impunidad del impasible y distraído público. La suciedad, la basura y el lodo, son elementos habituales del paisaje de este lado de costa. A la izquierda, al fondo, se abre el gran lago, cuya vista llega hasta el horizonte, su inmensidad sirve de punto fronterizo entre Kenia, Uganda y Tanzania.
Lo curioso ocurre en la parte frontal de esta pequeña franja costera. El espectáculo es visible desde cualquier parte de la costa, aunque mi sensibilidad fue especial testigo de ello, al dirigirme, junto a dos compañeros de viaje keniatas, al aeropuerto de Kisumu, para recoger a un viejo amigo keniata, Isaac, el cual llegaba desde Nairobi para reunirse conmigo. Bordeando la orilla, por una pequeña carretera, llegamos al otro extremo, allí un espectáculo dantesco para mis sentidos, me mantuvo en la desolación del silencio. El hecho es simple, e incluso aceptable por la mayoría de los lectores. Un grupito de africanos bien vestidos y enorgullecidos por su posición social, juegan tranquilamente al golf, en un maravilloso bosque habilitado para ello, con sus costas completamente limpias y su orilla bordeada por aguas cristalinas. A todo ello se suma el comentario desagradable del taxista— Usted, ¿también juega?—Mi indignación creció hasta la ruptura del silencio— ¡Estúpidos!—fueron las palabras que repetí de forma brusca, ante la perplejidad, y posteriores risotadas de mis compañeros keniatas.
Sorprende como ante la fastuosidad del lujo y la comodidad del dinero, nos olvidamos de los problemas que nos rodean. La solidaridad nunca debe de entenderse como sinónimo de caridad, y el luchar por un mundo mejor nos debe de llevar a superar los clasismos e intereses particulares. Es lamentable observar como el modelo económico occidental de competitividad y elitismo se transmite de forma tan modélica en los Países del Sur, donde las desigualdades sociales son aún mayores que las de los países del Norte.
Propugnamos por un mundo de igualdad, pero ofrecemos un modelo económico donde la gran mayoría de los africanos van a encontrarse abandonados a la miseria, donde la competitividad solo va a permitir ascender social y económicamente a unos pocos de ellos. Hablamos de Cooperación al Desarrollo, sin denunciar que el atropello a los derechos humanos es trasladado a los países del Sur por nuestro propio modelo económico y político, o sea, por nuestras propias democracias.
Igualdad no significa que todos debemos de ser iguales, no me refiero a esas ideologías que esconden falsas fraternidades. Igualdad significa que todos somos seres humanos: yo, el taxista, mi amigo Isaac, y los africanos que pululan por los dos la-dos de las orillas. Igualdad significa que todos deberíamos de disponer de las mis-mas posibilidades, de los mismos recursos para poder prosperar y vivir de una forma más digna. La dignidad del ser humano debe de comenzar con la posibilidad de poder desarrollarnos.
La mayoría de los africanos en general, y los keniatas en particular, disponen de habilidades, de capacidades que les permitirían desarrollarse de forma muy fácil, si dispusiesen del acceso a los recursos, a la técnica y como no, a la educación universitaria para todo aquel cuyas capacidades se lo permitiesen. Pero claro está, todo ello se omite debido al recelo de los privilegios, dicho recelo ciega al ser humano, el cual al posicionarse económica y socialmente, deja de observar a la enorme masa de población desfavorecida.
“Los derechos humanos son potestad de todos los ciudadanos del mundo. Los más pobres, por su sufrimiento, son los que más legitimidad tienen de ser considerados ciudadanos. ¡¡No los ninguneemos!!”..
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