Noveno: Kibera, siempre Kibera.
Autor: Raúl Estañol Amiguet
Miércoles, 28 de marzo de 2012
Amaneció en Nairobi, desayunamos a muy temprana hora, en el patio de la casa. Con una temperatura agradable, desfilamos por el pasillo exterior que conducía a la casa donde residía Anders, el cual nos esperaba antes de alcanzar la puerta de entrada, junto a su esposa y un criado keniata, para entregarnos un vaso rojo de plástico duro, de los de antaño, con el ribete tipo oreja, para no quemarnos ante el hirviente té con leche, que tomamos al más puro estilo británico. El acoplarnos a nuestra nueva vida se notaba inmediatamente, en todos los detalles a nuestro alcance, ya que el té se servía con un plato con pan tostado, un poco de mantequilla, dos salchichas cortas con un peculiar aspecto grisáceo y sabor fuerte, y un huevo duro.
Tras mordisquear los manjares, Paul se puso de pie, comenzando a hablar al grupo de voluntarios que nos dispersamos alrededor de él. Enseguida tuvimos nuestra primera reunión informal; éste es el primer día que toqué fondo, y fue por el idioma, ¡¡o no!!, el inglés es necesario en Kenia, me encontré desolado ya que Paul no mostraba la más mínima concesión, y con un inglés hablado rápido, con el acento cerrado irlandés, nos dio instrucciones precisas sobre la primera jornada en Kibera.
Al salir de la casa, sin haber entendido nada, me situé junto al grupo, en el preciso momento que se acercó la mujer de Paul, risueña a saludarme__ disculpa Jésica, ¿Qué ha dicho tu marido?
Ella me contempló sonriente, con la serenidad de quien desea dar armonía al momento__nada hombre…, vais a conocer Kibera, y luego vamos a visitar littel school, el parvulario, donde están nuestros niños huérfanos becados, luego frente al parvulario prepararemos en un gran almacén las camillas, ya que allí estaremos unos días montando una clínica itinerante.
__ Uff!! Gracias. Bueno me deberé de adaptar, para ello nada mejor que pasear por toda la barriada.
__ Disculpa Juan, pero debo de marchar a llamar al aeropuerto, esta tarde deberían de llegar los dentistas, desde Madrid, y no está claro lo que les ha podido ocurrir.
Era todavía temprano, el Sol continuaba su imparable ascenso, deslumbrándome al atravesar la puerta metálica que nos alejaba de la seguridad del silencioso callejón. Salimos todos dispersos, conversando en pequeños grupos, con Anders de guía, quien a paso firme y decidido nos dirigía por el camino de tierra polvorienta y firme. Precipitadamente entramos en la primera calle repleta de tenderetes diseminados, a borde de las chabolas. Anders se detiene observando uno de esos tugurios, como abiertos por la parte frontal, para insinuarse al humilde cliente del mercadeo diario. De repente, Anders se separa del grupo acercándose a una ventana con barrotes, donde con escasas monedas compra una bolsa de tabaco para liar, junto a una pequeña bolsita con ramitas verdes. Es muy curioso el otear la alegre y frenética vida en los tugurios de África, ya a tan tempranas horas. Todo el mundo está despierto, todos viven, se mueven, conversan, andan ajetreados, como si la luz del Sol les proporcionase la energía necesaria para afrontar la esperanza de lo que el día les fuese a deparar.
Kibera se construyó desde y para la miseria, una buena novela que leí: El Jardinero Fiel, ya me dio muchos indicios de la problemática que surge en esta vasta extensión de terreno. En principio debo aclarar que dicha extensión de terreno nace donde por lógica se acumula toda la mugre, la inmundicia, que sobra en todas las ciudades del mundo. O sea, en el interior de un gran barranco, en el cual personas humildes, personas venidas de las distintas partes de África, pululan, vagan, hasta conseguir construirse una vivienda digna, bueno ello debe de matizarse, ya que se trata de casetas de zinc, cubiertas por plásticos, cartones, chapas metálicas, gomas y todo invento que propicie la protección de la cabaña. Chabolas de dos por cuatro metros aproximadamente, sin agua potable, sin lavabos, ni inodoros, con la única satisfacción, en el más grato de los casos, de un sofá de tres cuerpos, una mesita donde apoyar el plato de comida, una pequeña palangana de plástico para lograr asearse. Todo el conjunto pegado a una cortina que esconde una cama litera, sin almohadas, donde duerme toda la familia. Y en el rincón de la pequeña dependencia, normalmente limpia, de un hornillo de gas, mediante el cual poder echarse a la boca, calentado con antelación, los restos de aquello que se haya podido pillar.
Chozas donde se hace insostenible la vida, cuando sale el Sol. Cabañas que expulsan a sus inquilinos hacia la calle, debido a la agonía calenturienta del transcurrir del día. Todo ello sólo se puede mitigar por artificios metalúrgicos inventados para dar aperturas, para airear sus hogares. En la calle, otro de lo mismo, aunque matizado en distinto color. La tierra es polvorienta, de un color rojizo; la cual cambia su nombre en época de lluvias, “tierra de chocolate”, por lo fangoso de su lodo, por lo contaminante de su “calzada”. Calzada para pies desnudos, para las patitas de tan numerosos niños que distraídos vagan entre las numerosísimas y estrechas callejuelas de tan inmundo cenagal.
Deambulamos más de una hora por el único camino asfaltado que da la vuelta al barranco, aunque instintivamente Anders nos reagrupa, indicándonos con la mano derecha en dirección al interior de las entrañas de los tugurios. Penetramos en sus estrechos caminos de tierra y fango, hacia un inhóspito enjambre de chozas apiladas, observándolas brevemente, ya que lo más importante es la seguridad de ver donde pisamos, por lo pedregoso y desigual del terreno que recorremos. A pocos metros, prestamos atención, atónitos, como se abre un espacio a los carriles del ferrocarril. Luis, divertido, corre hacia los rieles, desde los cuales nos indica, a brazo alzado, que le sigamos. Continuando la caminata por dentro del raíl nos encontramos, a su vereda, con vendedores ambulantes, más pobres si cabe, que los vendedores de las chabolas, los cuales colocan sobre una especie de estores, unos zapatos usados, otros bisagras metálicas, otros unas piezas de carbón,…Tampoco podemos ser indiferentes a las grandes montañas de basuras e inmundicias que se apilan sobre paredes a medio derruir, cuyo hedor y fetidez provoca nuestra repulsa más agónica, ante la precipitada falta de respiración.
__How are you?__nos gritan divertidos los niños a nuestro alrededor. Ante el júbilo de sus miradas intento acercarme con la mano extendida, sobre todo hacia los niños más pequeños, para que me saluden con un simpático golpeo de manos, a lo cual huyen despavoridos al grito unísono__ ¡musungu!,¡musungu!
Llama mi atención que los niños pasean, juguetean, revolotean normalmente solos, pululando en el exterior de sus hogares, sin la atenta atención de nadie, con la complicidad de la indiferencia de toda la mugre que les rodea.
A orilla de los carriles del tren, a mano izquierda, divisamos sobre una pequeña altiplanicie artificial una chabola metálica azul, en su entrada se observa claramente el nombre de la organización sin ánimo de lucro: Fast Help. Este insignificante hecho me mantuvo un breve instante paralizado, recordando los numerosísimos carteles de organizaciones sin ánimo de lucro, sobre todo anglosajonas, que había percibido en el largo paseo del día. Todos ellos expuestos en las puertas de entrada de muchas chabolas que transitamos.
__Víctor, escucha…__intenté llamar la atención de mi amigo, ante lo que rápidamente se dirigió hacia mí, con un simpático trote__¿Es lógico el gran número de organizaciones que hay en Kibera?
__Aquí hace mucha falta la ayuda humanitaria__me repuso con solemnidad__ya te irás dando cuenta…
Sin tiempo para más comentarios se abrió la puerta de Little School, mostrándonos la entrada una keniata obesa, de edad avanzada. Entramos sin mayor dilación en el pequeño patio, donde había dos puertas, la de más a la izquierda nos comentaron que era la cocina, donde se guardaban numerosos enseres. La otra era una chabola más grande repleta de niños, sentados en pequeñas sillas. Esta sala se encontraba pintada, con objetos y animales, con sus nombres en inglés como títulos. Los niños empezaron a sonreírnos y a alborotar, ante lo cual la profesora, una chica de mediana edad, en la cual destacaban su elevada estatura y la belleza de sus enormes ojos almendrados, que provenía de Wendstland, en Nairobi, los hizo callar con un simple gesto. Tras la presentación de todos los presentes, uno a uno, se presentaron también los niños. La profesora se dirigió a los niños para que nos detallasen los avances que iban aprendiendo en inglés, fue un acto muy simpático, el cual agradecimos todos los voluntarios con elocuentes sonrisas e innumerables fotografías. Por mi parte observé extrañado que los niños solo nombraran en inglés las palabras pintadas en las paredes, lo cual me sorprendía, aunque mi pretensión era más de observar, que no de poner trabas al trabajo que estaban realizando. Tras ello los niños salieron al patio y comenzaron a jugar con nosotros. Fue muy emotivo ver como niños extraños, aunque muy alegres, comenzaron a posar frente a las fotos, a abrazarnos, a sentarse entre mis piernas. Sentí la paz de entrar en contacto con algo maravilloso, lo reconfortante de sus pillerías, la grata curiosidad de la niña, la cual de pie en la bancada donde nos sentábamos me tocaba curiosa los pelos del cabello, queriendo hacer trenzas. Los chiquillos haciendo payasadas, en pos de la recompensa de unos pequeños caramelos que les ofrecíamos. Pasaron varios minutos y cada vez más nos embriagábamos de una cándida felicidad ante los gestos y los mimos de esos inocentes mozalbetes africanos. Quien más eufórico se mostraba era curiosamente Toni, muchacho corpulento que dejaba a los niños le saltaran encima, poniendo en tensión sus grandes brazos y levantando hasta a tres a la vez, como si de plumas se trataran. Los ojos de Toni rezumaban ternura, a la vez que ilusión.
Hoy era nuestro primer día en terreno, nuestro día libre para adaptarnos al ambiente. Tras salir del pequeño parvulario, justo enfrente entramos en un gran almacén destartalado, donde debíamos de preparar la clínica itinerante para comenzar a trabajar al día siguiente. El techo era de chapa metálica, cumpliéndose la lógica del lugar, aunque las paredes, hasta los dos metros eran de obra, tabicados y pintados en blanco, bueno eso fue en el pasado, ya que la pintura estaba desgastada, las paredes sucias y desconchadas a doquier, con falta de pintura, masilla e incluso cemento en los tabiques; para más inri, las ventanas tenían todos los cristales rotos y se protegían por endebles barrotes de hierro. Estuvimos sobre una hora, todos al unísono, recogiendo trastos, amontonándolos en la parte trasera, tras unas cortinas blancas, barriendo el suelo, mientras Andrea, Luz, Marta y Víctor tomaban notas para repartir el terreno útil de la nave, entre las distintas estancias imaginarias: una a la entrada, para el triaje, la zona inmediatamente posterior para los médicos, enfrente en una estancia más grande se situaba la zona de curas, donde las enfermeras deberían de atender las heridas, en la parte posterior derecha la zona de osteopatía y masajes, mientras que la zona de dentistas a la izquierda, en una estancia más ajustada.
La jornada en Kibera ya finalizaba, había pasado el mediodía sin reparos ni cuenta alguna, aunque en verdad con una sensación nueva y molesta, la cual no he sabido nunca a que achacarla ¿al Sol, al polvo del terreno, a la suciedad?, los síntomas eran claros: garganta seca, un encapotamiento en la parte superior de la cabeza, nauseas leves, y la alegría del marchar donde el asfalto es más firme. Y ese era el nuevo itinerario, ya que nuestro nuevo plan era ir de compras y a cambiar dinero, al centro comercial Prestige, situado ya en la entrada de la ciudad. La jornada iba a deparar más novedades, ya que subí en algo nuevo para mí, el más útil medio de transporte de Nairobi, el matatu, esa furgoneta pequeña, en la cual una vez llegué a divisar a veintidós personas apiñadas en su interior. El matatu es la alegría del transporte, la vitalidad del comercio, un desenfreno de subir y bajar pasajeros que hormiguean de un lugar a otro, simplemente por veinte o treinta céntimos de chelines tienes acceso a diversos modelos, colores y formas de trasladarnos sin titubeos y apretujadamente, por todos los registros de Nairobi.
Al entrar por primera vez en los grandes centros comerciales de las megaurbes africanas, lo primero que nos sorprende son las grandes medidas de seguridad, como si de un aeropuerto se tratase. Luego, ya dentro, se pueden observar las mismas formas arquitectónicas que en Europa, aunque con unos elementos decorativos más simples y arcaicos. Sin embargo, en la áspera vida en África el penetrar en un complejo comercial, aunque solo sea para las compras en el supermercado, representa para los africanos el momento de ocio y disfrute, lo cual se transmite en sus ropas elegantes y en el maquillaje de sus mujeres. Es totalmente paradójico, ya que el centro comercial Prestige se encuentra a orillas del comienzo de chabolas y polución. Al entrar volvemos, psicológicamente de facto, a nuestro acostumbrado concepto de seguridad y bienestar. En la planta baja nos introdujimos en el enorme supermercado, con nombre Nakumat, donde en verdad compré muy pocas cosas, galletas, zumos y nada más. Luego subimos a la zona de restaurantes, en la primera planta, donde disfruté de una fruta de la pasión con la agradable compañía de Maria Vicenta y su hija Susana, quien se deleitó, pajita en mano, del famoso banana-choc.
Tras una leve espera frente al centro comercial, volvimos a subir a un matatu, de vuelta a las profundidades de kibera. Desde la ventanilla se observaba el oscurecimiento de las formas, la confusión de los caracteres, la finalización de la jornada, ya que el Sol comenzaba a desaparecer dando paso al desmontaje de los tenderetes, a la danza que escenifica el recogimiento de las dispersadas almas hacia sus humildes hogares, con el abatimiento de su cansancio, aunque con la suavidad y serenidad de un ritual. Una ley no escrita se imponía en la aspereza de Kibera, la caída del Sol anunciaba el obligado retiro del honesto africano, ya que la ley que rige la noche es más salvaje, más violenta, fraguada por los inmensos males que atenazaron estas tierras desde la época de la colonización europea, y por sus estériles y monstruosas consecuencias.
A nuestra llegada al alojamiento, tuvimos la satisfacción de ver unas grandes cazuelas hirviendo en el pasillo que unía el patio con la gran casa. Se trataba de una cena típica congoleña, la cual devoramos con ansia, sentados, como siempre, en las sillas desmontables en el patio. Por la puerta de entrada a nuestras dependencias se asomaban divertidos dos muchachos que no lograba reconocer. Tras varios titubeos salieron alegremente, presentándose como los odontólogos de la expedición. El más alto y delgado se llamaba Javier García, un joven de impresionante porte, quien acudía a su tercera expedición médica. Por otra parte, más distraído y gracioso Ignacio Márquez, Nacho para los amigos, mostró inmediatamente su talante alborotador, conversando distendidamente con todos los miembros del grupo.
Al finalizar la cena, Anders, de pie, mostrando una gran sonrisa, a la par que hurgándose, con cierta violencia, los dientes con un palillo, nos presentó a su amigo keniata Isaac Ouma. Isaac era un joven negro, recién llegado a los treinta años, bajo de estatura, bien vestido, muy parlanchín, cuyo rasgo más peculiar era su marcada sonrisa y la energía que imprimía a sus gesticulaciones. Inmediatamente Isaac logró ser el punto de atención de todos los presentes, ya que su visita no era casual, más bien acudía con el empeño de convencernos para que los últimos tres días, los cuales eran libres, en lugar de ir a un safari convencional, gozásemos de su compañía en una económica acampada en Tanzania, en unas cuevas rupestres muy interesantes, donde dormiríamos a la intemperie, cerca de los chacales. Tras el relato del safari los ánimos en los voluntarios crecieron, llegando a oírse vítores de alegría. No llegaba a entender la excitación del grupo, aún sin haber comenzado la cooperación, ya se regocijaban en el premio a su empeño. Curiosos somos los occidentales, que acudimos con los sentidos vírgenes, las emociones abiertas, al incierto deparar del influir en la vida de seres humanos que viven en la más profunda miseria, pobres desgraciados que aún deben de considerarse agradecidos, como espectadores, a todo aquello con lo cual el ingenio occidental les pueda atiborrar y sorprender. Aunque no nos engañemos, Kenia, junto a su vecino Tanzania, son los países típicos de los grandes safaris, donde el peculiar y turístico pueblo masai campa a sus anchas por las extensas llanuras de los grandes lagos, junto a la extensa fauna salvaje que habita en sus parques naturales. Hecho el cual no cae en el olvido de los voluntarios esporádicos en la cooperación, los cuales ansiosos de aventuras, suspiran por realizar el safari más interesante posible.
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