Capitulo XXII Kisumu, las fuentes del Lago Victoria
Miércoles, 11 de abril de 2012
Eran más de las seis de la madrugada, la hora concertada para reunirme con Calvin en el recibidor del hotel. Tras bajar con mi pequeña maleta, me extrañó ver el recibidor despejado, tras la mesa de recepción tampoco hay nadie, eso sí, escucho el bullicio en la estancia al fondo. Al asomarme al comedor observo decenas de personas desayunando alborotando frente a una especie de bufet, donde los platos se llenan de huevos fritos, frijoles y salchichas grasientas. Aunque ni pista de mi nuevo compañero, tras lo cual decido salir a la calle, allí apoyado sobre el pilar encuentro a Calvin, con su pequeña mochila negra cargada en su espalda y con una apariencia diferente, más juvenil, la cual le hacía mostrar una sonrisa placentera, un nuevo y expectante semblante.
__ Buenos días Juan__ me comenta Calvin, con cierta impaciencia, aunque con apariencia de satisfacción__ ya está todo preparado, ¿vamos?
No hizo falta recibir respuesta, eso caracterizaría de aquí en adelante nuestra peculiar relación, ya que con simples gestos comprendíamos uno del otro como actuar en cada momento, con la sobriedad del intercambio de nuestras miradas, como en una indescifrable familiaridad, lo cual facilitaba nuestra forma de comunicarnos y predecía el siguiente paso a realizar. Marchamos calle abajo en completo silencio, desviándonos hacia el camino a la izquierda, el cual desembocaba en una gasolinera repleta de gentío. Al llegar nos sentamos en un banco frente a una oficina de autobuses, rotulado con el nombre de la agencia: The Guardians. Por ello intuía que nuestro destino a Kisumu se libraría en un cómodo autobús.
__ ¿Entramos?__ le pregunté a Calvin señalando la puerta de entrada a las oficinas.
Me mostró su negación con un leve balanceo de cabeza, mientras se dirigía a uno de los numerosos vendedores para pedirle un refresco. El chiquillo corrió unos veinte metros hacia una caja metálica, apoyada a un tenderete, del cual sacó un botellín de un zumo colorado, anaranjado, que le entregó a Calvin.
__ ¿Quieres?__ me ofreció Calvin su botellín cortésmente__ es zumo de mango, tiene muchas vitaminas.
Le acepté la invitación, probando el brebaje dulzón y fresco, el cual repuntaba un sabor tropical e intenso__ ¡buff!, es demasiado para mí, casi que preferiré esperar a tomar un exquisito té.__ las risas de Calvin brotaron repentinamente, yo las compartí con gusto. Continuamos ociosos, mirando la animosa cháchara de los tenderos con sus fugaces clientes; el discernir de agricultores caminando aceleradamente, con sus grandes botas de goma, las cuales les llegaban casi a las rodillas; las carreras de los niños porteadores, los cuales empujaban pequeños carritos de madera, con dos ruedas neumáticas, a modo carretillas; el lento transitar de señoras y jóvenes que subían y bajaban de los diferentes autobuses y matatus que aterrizaban en las dos orillas de la carretera. Por fin me sentía uno más de esas personas que viajaban anónimamente por un terreno singular, donde mi única dificultad radicaba en el color de mi piel, distinto al de todos quienes me rodeaban. Tras casi dos horas de espera, ya no me impacientaba, comprendía el ritmo de los latidos del tiempo que vapulean estas tierras, además al echar un vistazo a Calvin reconocía mi íntima impresión en la tranquilidad de su porte.
Sin esperarlo tuve que reaccionar rápidamente, Calvin me dio un leve codazo mientras se levantaba con velocidad, alzando su mano derecha en dirección a la multitud que pululaba frente a nosotros. Me invadió una sensación de desconcierto, trotando hacia adelante sin rumbo seguro. Por fin, Calvin paró a la puerta de una furgoneta adornada con los símbolos y fotos del Real Madrid y sus jugadores, paradojas del Sur, donde la falta de muchas cosas no impide el logro de las ilusiones del fútbol. Tras unos minutos de conversación de Calvin y el copiloto, una leve sonrisa suya me confirma que el trato está hecho, Calvin me indica estirando el brazo, que penetre en la parte trasera del matatu futbolero, compuesta de cuatro filas de silloncitos, donde caben cuatro, o incluso más personas en cada fila. Quedo en silencio y quieto, observo la distancia de comodidad para mis rodillas, y aunque hoy me avergüence en reconocerlo, di a entender que mis piernas me crujían, solté un estruendo de sufrimiento, me eché manos a mis recién lesionadas rodillas, mostrando signos evidentes de mi imposibilidad de penetrar en la parte trasera del matatu. Un comprensivo chófer con dos palabras, en perfecto suajili, hizo bajar a una señora de su lado, subiendo en la parte trasera. Mi ingenioso plan había surtido efecto, Calvin subía en la tercera fila, con evidente expresión burlona, alucinando por mi jugarreta. Sin tiempo para más el matatu tomó marcha precipitadamente.
El viaje contratado nos iba a deparar una sorpresa climática tremenda. Tras decenas de kilómetros sobrepasando una cadena montañosa boscosa, con praderas cultivables repletas de plataneras, trigo, fríjoles, maíz y otros cultivos minifundistas que rodeaban casetas y chozas aisladas; sin espera comenzamos un prolongado descenso, el cual elevaba las temperaturas paulatinamente. La ventanilla abierta mitigaba el calor que comenzaba a ser visible en todo nuestro entorno. Las montañas dieron paso a unas tierras llanas, donde las cosechas de caña de azúcar se entremezclaban con grandes extensiones de estepas, zonas arbustos, plantas leñosas, y pequeñas charcas de agua en las proximidades de la calzada. En pocos kilómetros llegamos a un acampado donde se dejaban entrever infinidad de tenderetes expuestos en el suelo o en cutres mesas de madera, donde mercadeaban con frutos, hortalizas y un sinfín de enseres de segunda mano. Justo en lo que parecía un cruce de caminos se abalanzó el matatu hacia el arcén derecho, produciéndose instintivamente un intercambio de pasajeros anónimos, unos bajaban, mientras otros subían sus pertenencias al techo del matatu, para unirse a nuestro viaje. A pocos metros los conductores de las vistosas pika-pika ofrecían sus servicios a los recién llegados. Girando mi cabeza hacia Calvin le comenté__ Que sitio más curioso, ¿Dónde nos encontramos?
__ Esta es la ciudad de Ahero__ me repuso con certeza__ es una ciudad importante ya que el gobierno de la región tiene distintas dependencias en sus afueras.
Sonreí cínicamente, confundí por un campamento lo que se desvelaba como una bulliciosa ciudad. De ello hice cuenta en otros viajes, en los cuales me alojé en el único hotel de la ciudad, en realidad el único edificio de dos plantas de la enorme extensión de casetas, chozas, chabolas y demás sitios con un plástico como techo. En dichos viajes tuve el honor de entablar relación con Leonard Abara, el jefe de la comunidad Wawidhi, con su esposa, su hermano el pastor anglicano y su otra mujer, la maestra soltera, la cual vivía en una choza mucho más humilde, a las afueras del territorio Wawidhi. Estas tierras eran zonas de pasto, con enormes problemas de canalización de las aguas; y además con zonas dedicadas a diversas cooperativas, donde predominaba la caña de azúcar y las plantaciones de arroz. Esos viajes extendieron mis historias por estas tierras, así como un sinfín de anécdotas que en otro tiempo relataré.
En la corta espera, una sensación de desasosiego me invadió, tras lo cual comenté__ ¡Dios!, Calvin, ¿Cómo puede hacer tanta calor?, me estoy abrasando.
__ Ja, ja__ la risa suelta de Calvin precedió lo que comentó__ es verano sabes…, aquí estaremos a más de cuarenta grados.
La breve explicación de Calvin me sirvió para bajar rápidamente de la pequeña ratonera, tras lo cual miré a todos los ocupantes del matatu, quienes mostraban sorpresa por mi desesperación. Tras media hora, proseguimos viaje hacia nuestro fin de billete del matatu: la ciudad de Kisumu, la turística ventana hacia el Lago Victoria. Llegar al Lago Victoria parece a primera vista lo idílico de llegar a un prístino lago virgen, florido y con su fauna autóctona, nada más lejos de la realidad. Alquilamos un pequeño tuk-tuk, con el cual comenzamos a cruzar la ciudad de Kisumu, adentrándonos en sus barrios de chabolas de cinc atiborradas de gentes, en los tenderetes apostados en las orillas de las plazuelas, en la suciedad de sus calles y en ese aroma polvoriento de cualquier pueblo africano. Tras el casco urbano llegamos a la zona industrial, donde múltiples keniatas ociosos divagan sin rumbo alguno, entre naves sucias y obsoletas, las cuales debemos de bordear para llegar a una calle que desciende entre basuras. Con los vaivenes del tuk-tuk descendemos calle abajo, cruzando una abandonada vía de tren, hacia un montón de chabolas adosadas, casetas metálicas con una especie de terraza abierta al lago, llenas de mesas y banquetas. Los lugareños denominaban los locales chiringuitos, allí donde unos venden y otros comen la tilapia a la brasa, pescado autóctono del Lago Victoria. Las mujeres a puertas de los restaurantes chabola gritan descaradamente, solicitando nuestra presencia, para probar sus deliciosos manjares colgados en una red de varillas de hierro, infestadas de moscas.
__ Vamos Juan, hay que reponer fuerzas__ con gran vitalidad Calvin muestra una sorprendente ilusión por un plato de tilapia recién sacada del brasero, junto a unas escuálidas patatas fritas que embadurna con el bote de tomate frito. Es más que constatable el carácter festivo que siente Calvin con tan envidiable banquete. Era el momento de distanciarme un poco, permitiendo a mi gran compañero charlar con otros lugareños, reír sus gracias, adornarlas con gratas conversaciones, y disfrutar de la agradable afinidad que para ellos representaba dicho festín.
Todo lo narrado gozaría de la normalidad vigente en tantas y tantas ciudades africanas, de no ser por lo que acontece en el otro lado de la costa. En nuestra parte del lago, la multitud de humildes muchachos con distracciones diversas predomina. Por un lado los vendedores ambulantes de candelabros, ceniceros y joyeros de madera, nos invaden. Por otro, un espectáculo, que ofende mi sensibilidad puritana occidental, me atropella por la incomprensión que siento ante la impunidad de convertir las orillas del lago en un inmenso lavadero para los coches y las motos típicas de Kisumu, los cuales lavan sus entrañas con la pasividad y curiosidad del impasible y distraído gentío. La suciedad, la basura y el lodo, son elementos habituales del paisaje de este lado de costa.
A la izquierda, al fondo, se abre la inmensidad del gran lago, cuya vista alcanza hasta el horizonte. Su inmensidad sirve de punto fronterizo entre Kenia, Uganda y Tanzania.
Lo curioso ocurre en la parte frontal de esta pequeña franja costera. El espectáculo es visible desde cualquier punto de la costa, aunque mi sensibilidad fue especial testigo de ello unos años después, al dirigirme junto a dos compañeros de viaje keniatas, al aeropuerto de Kisumu, para recoger a mi ya viejo amigo keniata, Isaac, el cual llegaba desde Nairobi para reunirse conmigo. Bordeando la orilla, por una pequeña carretera, llegamos al otro extremo, allí un espectáculo dantesco para mis sentidos, me mantuvo en la desolación del silencio. El hecho es simple, e incluso aceptable por la mayoría de los lectores, quienes probablemente no comprendáis mi disgusto. Un grupito de africanos bien vestidos y enorgullecidos por su posición social, juegan tranquilamente al golf, en un maravilloso bosque habilitado para ello, con su pedazo de playa completamente limpia y su orilla bordeada por aguas cristalinas. A todo ello se suma el comentario desagradable del taxista— Usted, ¿también juega?— Mi indignación creció hasta la ruptura del silencio— ¡Estúpidos!— fueron las palabras que repetí de forma brusca, ante la perplejidad, y posteriores risotadas de mis compañeros keniatas.
Sorprende como ante la fastuosidad del lujo y la comodidad del dinero, nos olvidamos de los problemas que nos rodean. La solidaridad nunca debe de entenderse como sinónimo de caridad, o del errático concepto sobre la compasión; y el luchar por un mundo mejor nos debe de llevar a superar los clasismos e intereses particulares. Es lamentable observar como el modelo económico occidental de competitividad y elitismo, que tanto daño nos hizo a los amargados que viajamos a África por las irracionales inquietudes interiores, se transmite de forma tan modélica en los Países del Sur, donde las desigualdades sociales son lógicamente mayores que las nuestras. Propugnamos por un mundo de igualdad, pero ofrecemos un modelo económico donde la gran mayoría de los africanos van a encontrarse abandonados a la miseria, donde la competitividad solo va a permitir ascender social y económicamente a unos pocos de ellos, a los más privilegiados. Hablamos de Cooperación al Desarrollo, sin denunciar que el atropello a los derechos humanos es trasladado a los países del Sur por nuestro propio modelo de vivir la vida, o sea por nuestras propias democracias. Igualdad no significa que todos debemos de ser iguales, no me refiero a esas ideologías que esconden falsas fraternidades. Igualdad significa que todos somos seres humanos: yo, Calvin, el propio taxista, mi amigo Isaac, y los africanos que pululan por los dos lados de las orillas. Igualdad significa que todos deberíamos de disponer de las mismas posibilidades, de los mismos recursos para poder prosperar y vivir de una forma más digna. La dignidad del ser humano debe de comenzar con la posibilidad de poder vivir mejor, sin tener que renunciar a nuestros principios, a nuestros ideales. En todos mis viajes he constatado que la mayoría de los africanos en general, y los keniatas en particular, disponen de habilidades, de capacidades que les permitirían desarrollarse de forma muy fácil, si dispusiesen del acceso a los recursos, a la técnica y como no, a la educación universitaria para todo aquel cuyas capacidades se lo permitiesen. Pero claro está, todo ello se omite debido al recelo de los privilegios, dicho recelo ciega al ser humano, el cual al posicionarse económica y socialmente, deja de observar a la enorme masa de población desfavorecida, vive en el eterno olvido de su esencia. Lo más cómico de ello es que el olvido no es consciente, más bien es completamente irracional, como el tronco que se desliza accidentalmente por el curso de un barranco recientemente inundado y desbordado por el torrente del poder.
Finalizado el banquete, Calvin me reclama, gritándome, tras mirarse su pequeño reloj de pulsera, similar a un reloj de juguete con correa de plástico. Su semblante cambia bruscamente, adquiriendo cierto tono de nerviosismo.
__ Juan, debemos marchar rápidamente, el viaje es largo y el autobús ya va a salir.
Levanté inmediatamente y le seguí sus apresurados pasos. El conductor del tuk-tuk nos esperaba arriba de un pequeño altiplano de tierra y gravilla. Tras las indicaciones de Calvin marchamos con gran premura calle arriba, hacia el interior de la ciudad. Ya en el entramado de sus calles el conductor golpeaba el claxon estrepitosamente en innumerables ocasiones, sobresaltando y provocando sustos a los viandantes despistados. La visión del autobús que señalaba Calvin, frente a nosotros, tranquilizó mis ánimos, permitiéndonos abandonar la incómoda jaula en que se había convertido el enloquecido y diminuto tuk-tuk.
Nuestro nuevo transporte, un gran autobús, marchó inmediatamente, dándonos un breve instante para acomodarnos. Calvin apostó la mochila sobre su estómago, abrazándola con moderada tensión. Marchábamos hacia la comarca de Siaya, más concretamente hacia Simur, un emplazamiento en Siaya, a pocos kilómetros de la vecina Uganda. Abandonando la bulliciosa ciudad de Kisumu sorprendía una enorme industria hormigonera, la cual ensuciaba el paisaje sosteniblemente. En pocos kilómetros penetramos en una zona de la sabana africana, más boscosa, la cual iba a perpetuarse todo el largo trayecto. Tras dos horas llegamos al destino esperado por mi amigo, descendimos muchos de los ocupantes, dispersándose todos presurosamente.
Calvin se acercó a dos moteros, con sus pika-pika, acostados en la cuneta en espera de los próximos clientes. Tras una escueta negociación subimos cada uno en la parte trasera de las coloreadas motos, iniciando una vertiginosa carrera por los arenosos caminos que nos adentraban en la comarca de Siaya. Calvin levantaba las manos en señal de victoria, mientras soltaba sonoras carcajadas al ver mis apuros para no caerme de la inestable motocicleta. Tras diversas revueltas, cruzamos dispersos riachuelos, y algunas aldeas donde los ancianos sentados en curiosos asientos de madera nos observaban con talante serio y expectante. Por fin llegamos a un recinto blindado de vegetación, en cuya entrada pararon nuestros audaces conductores. Calvin bajó risueño, yo le seguía a escasos metros, mientras salió a nuestro encuentro una anciana con aspecto agradable. Se besaron, tras lo cual Calvin me presentó a su abuela, con quien marchó hacia una caseta con techos de paja y cañizos. Entre tanto aproveché la ocasión para visualizar todo el cercado, el cual se componía de cinco casas, de muy distinta calidad de construcción, las cuales rodeaban una plazoleta despejada, con suelo de arena, en la cual habían unos vallados de madera con varias cabras en su interior. También atisbé, tras la primera caseta, dos vacas, simplemente atadas a una estaca clavada en el suelo. Calvin me llamó desde el interior de la caseta donde había penetrado, se trataba de una casa de aperos y utensilios agrícolas, con una especie de cocina a ras de suelo y una mesa con cazuelas y otros enseres. Saliendo de la caseta Calvin me señaló la gran casa situada a su lado, se trataba del hogar con mejores condiciones, una construcción sólida con rejas en las ventanas, la cual contrastaba notablemente con el resto del conjunto.
__ Esa casa es de mi tío, el hermano de mi padre fallecido. Mi tío es un hombre rico.
__ Qué curioso__ le repuse, pensando como las desigualdades entre comunes se producen incluso a nivel familiar__ ¿está en casa?
__ Que va…, él no vive aquí__ la respuesta de Calvin adoptaba una moderada sinceridad__ tiene una gran casa en Kibera. De vez en cuando deja que mi madre la habite. Ah, ves la casa a su lado, ¿te gusta?
Me mostró una pequeña cabaña medio derruida, la cual tenía los ventanales corroídos y sus paredes de barro mostrando sus endebles cimientos de madera. Creí que se trataba de una broma, por lo cual contesté con ligereza__ que pena, creo que sería mejor tumbarla, no creo que se pueda reformar.
__ Es mi caseta, Juan__ me contestó con presuntuoso orgullo__ aquí voy a venir a jubilarme. Pero bueno…, para eso aún falta. La caseta que está enfrente de la de mi tío, es de mi madre Fathiya. Es pequeña, yo le quiero construir una casa más grande, como la de mi tío.
El aspecto de Calvin adoptaba un carácter de orgullo, comprensible por la añoranza familiar. Luego dimos la vuelta al recinto, nos entretuvimos llamando a las cabras, mientras Calvin corría tras unas gallinas que se encontraban sueltas por el recinto. La ubicación era idílica, allí donde el sonido de los numerosos pájaros en los cercanos árboles mostraba una melodía de bienestar.
La llamada de la abuela de Calvin nos dirigió hacia la quinta caseta, el hogar de sus abuelos. Al entrar nos sentamos en un sillón bastante cómodo, donde quedamos Calvin y yo, en completo silencio. En la tranquilidad de la espera me sorprendió el gran número de retratos antiguos, entre los que se distinguían varias fotos de la misma pareja joven, con vistosas y elegantes vestimentas, de un tiempo pasado. Entendí inmediatamente que se trataba de los recuerdos de sus abuelos, los cuales convivieron en épocas más prosperas a las actuales. Tempus fugit, en realidad no todo tiempo pasado fue mejor, aunque tampoco el presente es el mejor de los tiempos, y ello era relatado con la franqueza de escasas imágenes y la crudeza del nivel de vida actual. Tras varios minutos entró un anciano con un sombrero de paja, su arrugado rostro y delgada figura, no desmerecía la altura de su porte y la severidad de su semblante. Me estrechó la mano, tras saludar tímidamente a Calvin, sentándose en una silla frente a nosotros. Tras él entró una señora mayor, aún con un rostro agraciado, y una enorme sonrisa, a quien intuí reconocer.
__ Mamá, este es mi amigo, con quien he viajado para visitaros__ comentó plácidamente Calvin.
Al poco rato entró la abuela con una gran cacerola que dejó en una mesita pequeña, al quitar la tapa nos mostró un guiso de pollo, mientras Fathiya, con una leve sonrisa, me acercaba un barreño, para que me lavara las manos, con una pastilla de jabón. Tras hacer los honores, apoyé en mis rodillas un plato con dos trozos de pollo, aunque denegué el cortés intento de mis anfitriones al entregarme un pedazo de ugali, lo cual provocó en Calvin una espontánea risotada. Mientras comía, el silencio se apoderaba de la estancia, lo cual me indujo a preguntar__ ¿y cómo se llaman tus abuelos?
__ Mi abuelo se llama Otieno, mi abuela se llama Amondi__ empezó a relatar Calvin distraídamente__ es muy curioso ya que el salir del día se juntó con la noche. Amondi es un nombre luo que significa “quien nace al amanecer”, mientras Otieno es otro nombre luo que significa “quien nace al anochecer”. Mi abuela cuando era muy pequeño me contaba que lo imposible se logra cuando lo dictamina el destino. Y aún con muchas adversidades siempre fueron un matrimonio feliz.
Las agradables palabras de Calvin me bastaron para vivir uno de esos instantes en los cuales, en la lejanía de los míos, me reencontraba con todos. La velada estaba finalizando, me levanté para salir de la casa, ya en la entrada Calvin se abalanzó hacia mí con unas palabras enigmáticas, que no alcanzaba a comprender.
__ Juan, mi madre te espera en su caseta__ me dijo con parcas palabras y un cierto nerviosismo__ está agradecida, y quiere que entres,
Alucinaba ante sus palabras, cerré fugazmente los ojos, intentando interpretar el extraño postre que se me ofrecía. El extraño postre, pensé, me resultaba gracioso el descifrar que en estas tierras, realmente en toda tierra, cuando haces algo por alguien se espera una compensación. La tosquedad de la situación, y a la vez su naturalidad, me impidieron enfadarme. Me sentía un hombre nuevo, sin orgullo, sin manías, redescubría el concepto tantos años olvidados del humorismo de la vida. Sí, del encontrarme ante las circunstancias desnudo de prejuicios y abierto de mente, con el suficiente sentido común para permitirme rechazar la invitación, sin ofender a mí ya íntimo amigo, a aquel capaz de enternecerse y empatizar con los humildes niños de las chabolas. Tras mi discreta negación, la despedida se produjo con extrema rapidez, ya que los motoristas nos esperaban en la entrada del recinto. Calvin cabizbajo, sonreía levemente, como mostrándome una leve vergüenza, la cual desapareció ante las nuevas carreras y piques de nuestros experimentados conductores. Ya subidos en el autobús, a la vuelta de todas mis peripecias y desventuras de tantos días en estas tierras, se me hacía evidente que una etapa de mi vida terminaba, y que muchas otras iban a surgir.
La enorme energía del Ka ya era reconocible por mí. Lo sentía con total plenitud. Sayed tenía razón, la vida se presentaba frente a nosotros para disfrutarla, para beber de ella, para entender la complejidad del mundo.
Volvía a la contemplación del maravilloso retrato “El regreso del hijo pródigo”, de Rembrandt, con total claridad. Era una imagen nítida, donde por fin se desvanecía la figura del enojado y ofendido hermano. Más aún, la presencia del bondadoso y compasivo padre también desaparecía entre borrosas nebulosas. En mí, tomaba por fin protagonismo el hijo pródigo, aquel perdido entre anhelos e inquietudes, aquel que marchó para vivir más, perdiéndose en el abismo de la desesperación. Aunque también aquel que regresaba, que reconocía en su particular eterno retorno la realidad de su expiación, una verdadera posibilidad de liberación.
Por fin, el espejo se me hacía prescindible. Mi búsqueda llegaba al encuentro de mis esperanzas. Me reconocía en los frondosos árboles, en la aridez de la sabana, en el salvaje desierto, en las lejanas montañas boscosas. Mientras permanecía quieto, sereno, expectante, vivo.
La claridad de mis pupilas, sus tonos verdosos, me dejaban intuir el objeto de mi largo caminar. Mi conciencia me sorprendía por su vigor, por su quietud; podía sentirla alerta y relajada; expectante, a la vez que en calma.
La lucha violenta que motivaba mis penosos desvaríos, musitaba las más bellas alegorías de las pasadas hazañas. Vivimos en un mundo triste, como hormigas adormecidas, donde el recuerdo de la pequeña lumbre es tenue y fugaz.
Lo observo avispado, excitado por mi sensibilidad y renovado candor, las personas despiertan del sueño nocturno con el ansia que lleva el renovado Sol. Todos bailan al ritmo del zigzag, un movimiento predestinado, la danza ancestral que marcan los inalcanzables.
La sangre, la educación, las relaciones son los prescriptores de nuestros adolescentes actos. Enmarañan nuestro ser en una suerte de ficción, nos vapulean tal cual barca a la deriva de los rápidos del río.
Ese es el fin, el comienzo y el andar. Fui torpe y cogí el sendero largo, tortuoso y con elevada pendiente. Ello me hizo más fuerte, ya que continué escalando hasta llegar al borde del precipicio, allí donde solo la fe describe la frondosidad del paraje, allí donde los sanos, los fortalecidos, encontramos la felicidad (…), en un mundo triste.
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