Las cruces de mayo
Autor: Raul Estañol Amiguet
En la aldea de nuestro cuento, como en tiempos pasados, también rememoran el mes de las cruces. Celebración ancestral, siendo desde antaño símbolo de culturas paganas, fenicias o griegas, cultos que desde nuestra costa mediterránea debieron adentrarse en lejanos tiempos. O serían más bien los pueblos celtas, que hace más de dos mil años invadían el Aragón. Sin ciencia cierta, esta hermosa fiesta primaveral coincide con el mes de mayo, rituales totémicos en el mes en el que todo florece.
El primer domingo de mayo, en Olivar del Cañizar se celebra fiesta grande, con un ambiente alegre y jovial. Gentes todas despiertan para la tradicional romería a las ermitas de San Juan y Virgen del Oto, recorriendo el cerro de San Juan. Todo comenzaba, desde las primeras horas del madrugar, con la sonata de cohetes, petardos e ingenios en forma de diminutos explosivos, que provocaban el despertar del pueblo entero.
La abuela Encarna, divertida, barre frente a su casa en la Calle Mayor, mientras observa el corretear de los jovenzuelos calle abajo, hacia la plaza, a tan temprana hora, con el mercadillo abierto, repleto de vecinos de las aldeas cercanas, los cuales lucen sus tradicionales indumentarias mañas, así sus decorosas mujeres, con sus largas y pomposas faldas, sus bordados y mantillos.
La Iglesia barroca de Nuestra Señora de la Asuncion, con sus grandes portalones abiertos de par en par, lucía especial brillo. La mampostería y cantería de su fachada se elevaba imponente, ya dentro resaltaba la cúpula sobre pechinas, en el resplandor del Sol que se cuela por sus elevadas vidrieras; así como sus columnas corintias, con sus visibles capiteles adornados con bellas hojas de acanto.
Tras el gentío enfervorecido, que reciben la primera comitiva de la romería, y la imagen de Nuestra Señora de la Asuncion; mosen Agustin con sus acólitos cerraba la procesión para el peregrinaje a la ermita de San Juan. D. Victor, el ilustrísimo alcalde vestía su mejor traje, con el pelo engominado y plácido como si fuese el pagador de toda la juerga.
El desfile y la algarabía de los peregrinos con cañas y ramas de sarmiento mostraban el mejor rostro de un pueblo como tantos otros, que celebran fiestas por la costumbre, por el arroparse en tradiciones que se les escapan a la razón. Tras llegar a la ermita de San Juan y depositar con diversos rezos a la virgen, extenuados todos, se sentaron en dispares sitios para reponerse con bocadillos y las bebidas que cada uno estimara oportuno.
— Mosen— llamó con anhelo D. Cebrián— siéntese con nosotros, beba y riegue su gaznate con la bota de buen vino de Cariñena, que traje para este festejo.
Mosen Agustin, complacido por la invitación decidió compartir unas horas con sus buenos vecinos. Allí acomodados sobre grandes rocas y la hierba de la planicie se podía observar la ermita y el paisaje del contorno. El grupo de amigos lo completaban D. Pablo, el boticario, su madre Encarna, D. Antonio, el maestro, D. Juan, el director del banco, su esposa Aurora, Pepe el Enojado y los chiquillos Pablito, Juanito y Oscar, quienes se divertían con las cañas del peregrinar.
— Que día más hermoso para honrar a San Juan, a la Virgen del Oto y a nuestra Virgen de la Asuncion— comentaba satisfecho mosen Agustin.
Oscar, el más pillo de los chiquillos, que en ese momento andaba cerca picoteando papas y cacahuetes preguntó con inocencia— dos virgenes?
— Ja, ja, pero si es verdad...— comentó plácidamente D. Antonio— a los niños no se les cuenta que la virgen es siempre la misma, solo que con distintas cualidades que le dan nombre...
Encarna recriminando con gesto serio a D. Pablo, no pudo evitar lo inevitable, ya que su hijo, docto de por sí, debía de discursar y elocubrar...— pues si, muchas cosas no se explican, ya que tantas son tan antiguas que se pierde el rastro de sus orígenes...
Aurora, quien en ese momento cortaba en porciones un gran queso, sentía una gran simpatía por la agudeza del carácter de D. Pablo, y de improvisto indagó más aún— o sea, que hay muchos misterios que no conocemos?
En un ambiente tan idílico y relajado, D. Pablo quedó sin palabras, mientras D. Antonio salió a socorrerle— por ejemplo, estas hermosas ermitas en la antigüedad, cuando los romanos conquistaron estas tierras, las construyeron en modo distinto, las llamaban “humilladeros”.
Cebrián ya alegre con el vino, comentó con osadía— o sea que los romanos venían a burlarse aquí, je, je
— No hombre no, eran monumentos que servían de lindes— repuso divertido D. Antonio— no tenían paredes y se encontraban en cruces de caminos o delimitaban el fin del pueblo.
Encarna, curiosa y asombrada exclamó— entonces no eran ermitas? Y porque ahora si?
Mosen Agustin, hombre de paz, y sacerdote más progre de lo común, confirmó— el cristianismo recopiló antiguas tradiciones y las adaptó...
— Si es así— repuso Encarna, fiel devota de las Cruces de Mayo— la fiesta de las cruces que significan? Ya no entiendo nada...
Con gesto cariñoso, D. Antonio tomó la mano de Encarna— no se preocupe usted..., al contrario, todo evidencia realidades, aunque las formas sean distintas. Las cruces de mayo siempre han simbolizado la fecundidad de las cosechas, el sustento de nuestras tierras, al igual que la Virgen, fecunda y madre...
— Ya lo decía yo en el almuerzo del otro día— comentaba con alto tono, D. Juan a su mujer, con intención de ser escuchado— somos hijos de los romanos.
— Muy bien dicho Antonio— repuso conmovido Pepe, quien apoyado en una gran piedra les escuchaba con interés— y es verdad que tenemos sangre romana, pero también griega, fenicia, celta. Miren ese gran árbol, al lado de la ermita, los druidas hace miles de años ya se beneficiaban de sus hojas, para su magia, y nosotros ignorantes somos.
D. Pablo, como afamado boticario, y con la falsa modestia que le hacía célebre, no podía rezagar sus palabras— “taxus baccata”, como bien llamáis: el tejo, verdad es que es un árbol curioso, más bien venenoso, me sorprendes Pepe, no sabia que eras hombre de ciencia.
— Hombre de ciencia?—repuso con gesto de extrañeza Pepe, mientras se levantaba oteando el cercano paraje, la ermita y el gran árbol que la adornaba— también se me podría decir beato, por rondar tantas veces estos andurriales. No se..., cada uno se complace en modo distinto, yo veo el tejo, veo la ermita, respiro profundo, anhelo lo atemporal de esta quietud.
Instintivamente todos viraron sus miradas hacia el árbol, descubriendo otro aspecto de la tan visitada ermita, en silencio lo contemplaron. Mientras los niños más alejados, a las espaldas de sus mayores, andaban divertidos, cuchicheando en el preciso momento que Juanito señalaba a Pepe, los demás curiosos no llegaban a entender lo que el amigo les decía en voz baja— mirad, en su mano, mirad la piedra.
Pepe sujetaba en su mano izquierda, con extremo disimulo, un pedrusco redondo, plano por sus dos caras, en las cuales se dibujaban líneas geométricas, como alfabetos rúnicos, que al momento se iluminaban en veloces destellos.
Nota del autor:
“Allí se encontraba el gran Tejo con las entrañas de su viejo tronco abiertas, con ramificaciones nacidas a posterioridad, las cuales se encontraban copadas por sus hermosas hojas verdes. Allí se encontraba el Tejo con su gran tronco humedecido, enmohecido con tonalidades de musgo, entre un verde claro lumínico y un verde oscuro opaco. Allí se encontraba el milenario Tejo, aquel que se ha mantenido inmóvil, ajeno a las inclemencias de su entorno; rodeado de un halo de perennidad, de atemporalidad el cual engrandece su porte, ennoblece su tallo.”
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