El café La Cantera
Autor: Raul Estañol Amiguet
La gracia del destino, o mejor decir, el humor que ronda al azar, llevo las veladas historias desde Cañizar del Olivar, aldea maña y casta, hasta la ciudad de Valencia, húmeda, soleada y a igual ventosa. El genuino sombrero de ala ancha “Fedora”, negro, de piel de conejo, viajó ligero, descendiendo de la árida y fría Aragón, hacia el litoral del levante, allí en la gran urbe.
El motivo de estas nuevas andanzas nos sitúan entre los barrios de Malilla y Na Rovella, que hierven a ambos lados de la Avenida Ausias March, gran poeta y caballero medieval, a quien no le sorprendería ser el eje donde girasen dos mundos tan dispares, realidades confrontadas, en tan bella localidad.
Sombrero y servidor despiertan en la parte de Malilla, barrio tranquilo, de buenas gentes, que respira el bullicio de los talleres, oficinas, clínicas y demás comercios que le dan vida en torno a la calle Oltá.
Aunque el imperio de la curiosidad, más diría la suspicacia, traviesa la avenida, para sentarse en la terraza del café La Cantera, trátese de un pequeño edificio, curioso chaflán, flanqueado a derecha por otra casona con tejas árabes, la cual alberga en su planta baja de fachada roja chillón, la sede de Caritas Inter parroquial de la Fonteta, foco de dispares colas de beneficiarios de la caridad cristiana; a izquierda un edificio viejo de tres plantas, con los balcones corroídos y numerosas fisuraciones en la fachada, muestra de visibles humedades y deterioro general del edificio que aprisiona, temerario el pequeño café.
Sirve el linde de las paredes del café como entrada del barrio Na Robella, callejón abajo. Con cinco mesas en su terraza, el local es diminuto, la barra de metro y medio, y arriba un gran comedor escasamente utilizado, aunque centro de muchos vaivenes... Paradoja del lugar una fachada de sólo una planta, rotulada arriba con un gran cartel rojo, reclamo de “mahon”, recordaba a los cuchitriles donde sirven té en la periferia de Ciudad del Cairo, y sin embargo siempre repleta de clientes habituales, con dudosa condición y singularidades surgidas de lo remoto y desconocido.
En la urbe, lejos de los montes del interior, ya no se distinguen las clases, ni los colores de cada uno. Laicos de convicción, devotos del cachondeo, vividores y buscavidas, quienes se arriman a La Cantera hablan de sus desenlaces, penas y frustraciones, en modo alguno sin llegar al libre pensamiento, ni tan siquiera al razonar. El local mantiene su rutina gracias al peculiar Jose, hombre de mediana estatura, panza prominente, aunque dóciles formas, aderezadas por su buen humor y numerosas salidas de tono, siempre en voz baja y marcada mueca de simpatía. Su hija, Raquel, chica muy poco agraciada, bajita y robusta, quien preñada por un vecino, Enrique, holgazán y borrachín; buscaba siempre el consuelo de las invisibles taras que le aquejaban.
— cariño, la vida es aventura— le comentaba Jose, sin dejar de servir mesas, con la disposición de quien, cigarrillo en boca, sabe moverse con la gracilidad de un felino.
La mirada desagradable de Raquel, transmitía su malhumor— papa, ese desgraciado ya no está, así se pudra.
Picasent era pueblo conocido por la Iglesia de San Cristobal, aunque más famoso por su penicentiaría, donde ministros y pederastas compartían mantel, junto a un chiquito de piernas arqueadas que marcó su triste historia a la de una muchacha con brújula perdida.
El servicial dueño del café siempre esta flanqueado por “amigos” que estiman su peculiar arte. Golfillos, gitanos, jubilados, parados y viciosos de los alrededores se apiñan divertidos por el aura del bar. Chupitos a doquier, cócteles y cubalibres eran rodeados por largos dedos de personajes de todas las edades. Jose se divierte ante la ausencia de su desdeñosa hija, lo cual le resulta caro, ya que la suplen dos encantadoras mozas.
La camarera de mañana, Fátima, muchacha delgada, con hermosa cadera, mirada desquiciada, más diría perdida, aunque bellas formas aderezadas por un largo cabello que posaba sobre su delicada espalda, rostro alargado, pequeña nariz y sensibles mejillas, y con suave piel color canela, la cual le dotaba de un exotismo singular. Así, en la frescura del rocio de la mañana, se provocaban largas colas en el café, donde desde primeras horas de la madrugada se sirven carajillos y sorbos de cazalla, que resucita los ánimos para afrontar el nuevo día, unos a trabajar, tantos más a golfear.
Jose suspira feliz, la cría de Fatima, recogida en su cunita portátil, es acogida con alegría, mientras su marido, marroquí y moro por convicción, amén de busca vidas, continúa desaparecido.— Siéntate tranquila Fatima, yo preparo las mesas— la dócil postura de José provoca risas, entre los habituales del lugar.
El buen Martin, encantador personaje de barba rasurada y avanzada edad, reclama— Jose, a mi no me das tanto amor!!— las palabras de Martin no ofenden al viejo hostelero. El viejo Martin ya presenta su factura, cruelmente enderezado por la vida, tornero autónomo de profesión, gran trabajador recién jubilado, separado y repudiado por sus bien educados hijos. Todo un señor, que tras perder en tantas batallas, pueda merecer el descanso que su necedad le impone.
Por la tarde las tornas cambian, Fatima marcha con la cena ya preparada, con total gratuidad; tras ella llega Odette, la camarera del segundo turno, cubana y resabiada, ya que pertenece a esa casta que saben hablar ruso, con título de universidad a cuestas, y la felicidad de haber escapado del hambre. Se trata de una chica más obesa, un poco bruta, aunque sensata, trabaja más sentada que sirviendo, copa de vino en mano, aunque a José ello no le provoque resquemor. Odette le ríe al público, a quien goza de sentarse en la terraza del bar, y a muchos de los que se esconden dentro, como esperando pertenecer a alguna cofradía secreta, mientras Jose haciéndose el despistado sube arriba con alguna amiga a vérselas venir.
Como decía el arcipreste: “iba con los de la feria y volvía con los del mercado”
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