Una Nochebuena más
Autor: Raul Estañol Amiguet
En Cañizar del Olivar, como en todos los reinos del mundo, también existen las cenizas, efímero destino de todo ciclo, tal como la hojarasca que comienza a acumularse en pleno otoño, aquellas hojas secas que caen caducas derrotadas por la fuerza del cierzo, secándose, desintegrándose en el tránsito del tiempo. El duro invierno llega súbitamente a tan áridas tierras auspiciando nuevos finales, ya que las horas de oscuridad, de la noche, han ganado terreno a las horas de luz, del debilitado día.
Allí donde las fuerzas se debilitan despierta temprano Antonio, jubilado ya más de diez años, quien con sus endebles piernas posadas sobre la alfombrilla de noche, jadea un leve aliento, un vivo recuerdo de sus pasados tiempos de siembra y de júbilo, mientras besa cariñosamente el retrato de su amada, ya ausente. La blancura de su pelo, la arruguez de su rostro, la mirada perdida, el leve masaje a sus mentones, delatan la disposición de supervivencia de quienes se aferran al presente, como la única realidad conocida. El claxon suena, algo le requiere en el helado callejón.
Antonio entra pausadamente en la destartalada furgoneta, en el mismo instante que su amigo Cebrián intenta arrancar su viejo citroen “dos caballos” amarillo, el cual emite un desagradable ruido— grrrr, grrr.
— El motor de arranque patina, ¡¡fijo!!— le comenta Antonio, frotándose las manos, mientras observa fijamente la luna delantera empapada de vaho.
De repente el motor arranca, con desagradables ruidos inarmónicos, mientras Cebrián, con voz carrasposa, ¡¡comenta— Dios!!, lo admirable es que marche...
En breves virajes, la vieja furgoneta deja atrás las calles iluminadas de Navidad, tomando la carretera nacional doscientos once, en sentido Alcorisa. A escasos cinco kilómetros otearon a lo lejos un control de la guardia civil qué alertó a Cebrián— puñetas, espero que la tierra se nos trague, ¡¡¡bah!! si mi hijo se entera, voy de cabeza a vivir con Martin a los dichosos “Los Jardines”.
Un guardia civil, tras hacerles el “alto”, les solicita la documentación, mientras Antonio interrumpe— buen hombre, a estos años todo se olvida, la documentación estará en casa, como el bueno de Cebrián dice, un despiste...
Los agentes hablan entre ellos, tras lo cual, el más joven y amargado se dirige incriminando a Cebrián— sin documentación, ni permiso de conducir, deberemos inmovilizar el vehículo, y a ustedes también.
Los dos viejos se miran con rostros cansados, pero cómplices, la treta no les sale a su gusto, pero en peores “embolados” han estado. Cebrián le levanta la mano, a modo de saludo, a la pareja de la guardia civil del otro lado de la carretera, mientras uno, con pelo canoso se decide a cruzar la vía.
— Mi sargento— con saludo marcial los dos agentes reciben al recién llegado.
—Nada, nada. — espeta el sargento— Hola tío Cebrián, feliz navidad, que..., ¿¿de paseo por estos lares?? Por Dios señores, más respeto, que aquí es un peligro, dejadles marchar a escape...
— pero... — el joven guardia civil empujado levemente por su compañero, retrocede cediendo el paso a la maltrecha tartana que emprende camino, con las risas de los viejos.
— Ya de niño el sargento tenía vocación, recuerdo cuando él y su padre venían conmigo al mercado, y trajinábamos borregos a dos duros. — ilusionado por el desenlace Cebrián conversaba excitado— antes si que eran buenos tiempos, y los chicos callaban y respetaban..., pocos habían con cabeza, aunque el padre del sargento era pillo, si disfrutamos...
— Y Martin...— rememoró Antonio— el más listo de clase en aritmética y geografía, ya ves..., Martin valía igual para un roto que para un descosido. Y ya ves ahora... En Andorra, no de compras, sino la Andorra de nuestra tierra.
— En media hora, si esto aguanta, llegamos al dichoso “Los Jardines”. El reencuentro merece la pena. Je, je, y la fuga será mejor. — Cebrián trazaba mentalmente un plan, mientras Antonio desdoblaba una hoja cuadrangular, arrancada a una vieja libreta, para repasar una serie de rayajos trazados en la página.
“Los Jardines” no era ningún lugar exótico, ni tan siquiera bosque o jardín, era más una agrupación de ladrillos y cemento, en estas fechas con alguna luz navideña, donde acuden jóvenes y mayores de los “reinos de taifas” de alrededor, o más bien de las aldeas cercanas, a despojar a sus viejos, los cuales adquieren el nombre de ancianos, con encadenadas rutinas que les marcarán, irremediablemente, el camino hacia el nicho. Lo más curioso es su organización, la cual en todos los reinos es parejo, constando de cuatro anillos similares en tamaño, dispares en contenido. Un anillo lo ocupan los viejos que han pasado a la ancianidad, los cuales disfrutan de hábitos regulares, organizados al estilo de internado, como un parvulario. Lo más desconocido son sus otras tres partes, más lógicas en sí, por ser el motivo real de estos centros: el segundo anillo de huéspedes lo conforman enfermos de Alzheimer, curioso encontrar tantos amigos por allí repartidos; no más curioso que otra planta entera repleta de ancianos, con la marca de trastornos de conducta; en estos dos anillos también aparecen los “dependientes”, ancianos que ya no se orientan, a los cuales se les obliga el cuidar; por último, hay otro anillo de seres humanos englobados en “salud mental”, lo paradójico es que hay personas de dispares edades, toxicómanos, ludópatas
y otros trastornos. Como decía mi abuela: una tarta con muchos sabores.
Ya en la puerta del geriátrico, los dos viejos se abrigan rápidamente, Antonio se pone su gorra plana de lana negra, Cebrián su sombrero negro fedora de ala ancha.
Entran en recepción, donde encuentran a una señora obesa en demasía, la cual sonríe complacida, devorando la imagen de la televisión, Cebrián con discreción, se acerca y observa el motivo de la ocupación, el programa “Sábado de Lux”, imposibilita a la recepcionista atender a los recién llegados a tan altas horas. Con gesto descuidado les indica que esperen unos minutos.
La facultad más notable de Antonio era la calma y su sentido de observación, virtudes que alimentan la prudencia y el conocer. Tras muchos años de colombaire, adquirió la facultad de ver “columba”, o sea palomas, en todo lo que le rodeaba, así como descifrar los gestos, las miradas y los objetos que pudiesen manipular. De este modo, oteaba distintas estancias: en la recepción, el recibidor del comedor social, la armariada acristalada repleta de medicamentos. Antonio volvía a frotarse el mentón, escribía en su hoja cuadriculada, bajo sus dispares rayajos: ¿¿Adelanta Retard, mientras pensaba— que puñetas será ese Adelanta??
— Antonio corre!!— Cebrián harto de la espera, aprovecha la salida de una enfermera y un señor con bata blanca, para inmovilizar la puerta de seguridad que les separaba del comedor social, entrada al interior del geriátrico. — Por ese pasillo llegamos a las habitaciones, está en la 13.
— Corre Cebrián, ¡¡que la gorda está chillando!!— excitado y con un rejuvenecido brillo en los ojos, Antonio mira atrás, y ve un sillón, en la sala del comedor, frente a un gran ventanal, un anciano calvo con escaso pelo blanco en los lados de su cabeza, ensimismado, con la mirada perdida, parece desconectado de la más sutil realidad. Antonio parando en seco, reconoce a su antiguo amigo, mientras levanta el brazo, señalándolo— mira Cebrián, ahí está Agustín.
Los tres amigos se reencontraron, acercándose a menos de dos metros, paralizados, Agustin adormecido, sin reconocer su entorno, con la saliva cayéndole por el lado derecho de sus labios, babeando inconscientemente, Antonio observándolo, no dando crédito a la imposibilidad de su rescate, mientras Cebrián acalorado, ¡¡¡apretando sus puños gritaba— puñetas!!! Feliz Navidad Martin.
Volver