Octavo: África, un continente que camina, a paso lento.
Autor: Raúl Estañol Amiguet
Mi llegada, una evidencia del retraso del mundo.
Martes, 27 de marzo de 2012
Dejaba atrás a mi viejo amigo Sayed, aquel con corazón joven y plenitud de espíritu. Viajaba solo, retrasado debido a mi escala en Egipto, el resto de la expedición ya se encontraban hospedados en casa de Anders. Muchos son los pensamientos que este primer día de viaje en Kenia me han asaltado. Mi única y más íntima intención es aprender, ponerme a prueba, a mí y a todas las posibilidades que puedan abrirse en este nuevo mundo que comienzo a respirar. Tengo una fe ciega en que algo nos depara el destino, siempre y cuando sepamos encauzar nuestras vidas por el correcto camino. Yo acudía a la expedición médica como humilde observador, invitado por la Ong Farst Help, ya que no era sanitario, y me disponía presto a aprender, a entender, con la desconcertante aspiración de encontrar, en mi rol, alguna función de agente de desarrollo. Albergaba en mi corazón la probabilidad de crear en un futuro algún tipo de fundación de ayuda humanitaria, o quien sabe… Aunque para mi, en esos días lo más importante era saber que existen caminos, que tenía todas mis inquietudes despiertas, que en lo más profundo de mi ser hay una pequeñita llama, una llama invisible, la cual siento más real que la vida misma, avivándose con intensidad, aunque de forma intermitente. En el cuarto de baño del avión, frente al espejo, noté que mis ojos color pardo, se aclaraban, dando una apariencia más verdosa; lo comento porque siempre he tenido la sensación de que ello me ocurre cuando mi mente se encuentra más serena, más relajada, ¿o no? Aunque no podía dejar de pensar en lo que dejaba atrás, ya que era mal momento para un viraje de veinticinco días, prescindiendo de mis obligaciones. Mis empresas no tenían suficiente liquidez para pagar los gastos periódicos, lo cual no me impidió tomar la determinación de marchar.
Por fin llegué a Nairobi, tras las enormes colas para pagar el visado de entrada a Kenia. Distraído en mi espera podía vislumbrar a grandes grupos de occidentales, animosos, con indumentaria de safari, los cuales acudían a la llamada de la selva, de sus exóticos animales y del cobijo de los resorts de lujo. No presté mayor atención al jolgorio de los turistas, afrontando de forma anónima la salida del aeropuerto, aunque otra fatal sorpresa se presentaba ante mis ojos, frente a las puertas que nos despedían de la zona internacional del aeropuerto, ya que me volvieron a parar las autoridades, dos señoras corpulentas, con pelo recogido y uniforme de policía de líneas aéreas, me obligaban a depositar mi gran maleta sobre unas bandejas metálicas. Se dirigen a mí, en un fluido inglés, imponiendo que abriese la maleta. Lo suponía, aunque esperaba que la desesperación gestada en la Torre de Babel, me alcanzase más tarde. El primordial obstáculo de mi viaje, era el idioma que más se hablaba en Kenia, el inglés, tras el coloquial suahili, y los dispares dialectos étnicos. Por mi parte, tanto en la escuela, instituto y universidad el idioma extranjero que perfeccioné fue el francés. Aunque les parezca una nimiedad, esta afrenta con la realidad lastraría irremediablemente todo mi viaje. Ante la maleta abierta, y la aparición de los medicamentos el tono de las funcionarias se elevó todavía más, solicitándome con un impreso en mano, que declarase el valor de los fármacos. Sin alterarme, les mostré los papeles de la Ong Farst Help, los cuales tomé fotocopiados, por si se producía algún altercado de este tipo, ante lo cual las briosas agentes no doblegaban ni un ápice. No me restaba otra opción que enojarme enérgicamente mostrándoles tanto los papeles, como la dirección de la embajada española, mientras les gritaba: “for the children in Kibera”. De repente, una de las funcionarias me hizo un tono cortante con el brazo, mientras las dos se dirigieron hacia el interior de un despacho. Con franqueza, esperaba lo peor, aunque al pasar unos minutos sin observar su presencia, entendí que el tiburón había soltado su presa, e intentando mantener la compostura anduve de forma decidida hacia la salida del aeropuerto.
Es de noche, una brisa agradable roza mi rostro, mientras me dirijo con decisión a la zona de taxis, donde les muestro la dirección del hogar de Anders, y un billete de veinte euros. El taxista tras reflejar cierta duda, observando aturdido el billete, accede de buen grado a llevarme, con una marcada sonrisa, tras lo cual subí al auto, abriendo la ventanilla de la puerta trasera. La temperatura comienza a descender a estas horas, son las seis de la tarde, y comienza a oscurecer, aunque una simple camisa larga es suficiente protección, debido a la suavidad del clima de Nairobi. Nos encontramos en invierno, aunque aquí en el ecuador, incluso en invierno los días son calurosos. La ciudad se encuentra sobre una enorme meseta donde la exquisitez del clima te permite soportar el calor del día, y saborear de una suave brisa por la noche. Como si se tratase de cualquier ciudad occidental, aunque lógicamente más polvorienta y destartalada, con arcenes a medio asfaltar, comenzamos a penetrar en una primera zona de naves industriales, comerciales, y diseminados centros de ocio, hasta llegar a la ciudad, donde el tráfico se hace mucho más intenso y caótico. La fluidez e imprudencia de la conducción del taxista, subiéndose a las aceras, bordeando temerariamente las rotondas, me exaspera. Parados en un semáforo el taxista se agita violentamente hacia mí, obligándome a cerrar súbitamente la ventanilla. Ante el gesto del conductor mi intuición recae sobre dos niños andrajosos que se encuentran, a escasos metros, sobre la mediana, apoyados a una farola y haciendo claros gestos de pedir limosna. Sus rostros están embarrados, roñosos, aunque otro aspecto llama mi atención, ya que sus manos no están vacías, llevan unos pequeños botes que acercan a su nariz, en señal de advertencia, como aviso de alguna extraña y violenta legitimidad. Al fijarme más nítidamente veo sus ojos desorbitados, extremadamente cristalinos, o más bien, viscosos, con una mirada perdida, con un enorme vacío, mientras esnifan la barata cola que les atrapa y les engulle. Cerré momentáneamente los ojos, recordando horas atrás, cuando en el baño del avión observaba mis pupilas, en mi imaginación mis pupilas verdosas comenzaban a vibrar, a mostrarse borrosas, aunque algo me decía que ya no eran mis ojos los reflejados, la imagen se transformaba imprevistamente en las pupilas de los niños de la medianera, en las sucias caras de los muchachos que temerariamente arriesgan sus vidas en las calles de la gran ciudad. Y comencé a llorar, lágrimas de impotencia, con un agrio ardor de estómago. Mi mente atenazada no dudaba en exclamar: ¿Dónde están esos inocentes niños africanos de dulce mirada? Llegaba a tan inhóspito lugar, harto de España y de la superficialidad que allí respiraba, sin embargo no podía dejar de preguntarme: ¿pero que hago yo, un extraño fracasado, en tierra tan lejana? Con enorme estupor, no salía de mi asombro, tanto por la imagen de sus pupilas, como por el reflejo de las mías en el avión, y lo que todo ello significaba.
La avenida se había ensanchado, a los lados las aceras sin asfaltar, decoradas de tierra, piedras y baches, se entremezclaba con puestos de mercadillo de plantas y semillas, sobre recipientes de plástico, con otros de sacos de carbón, verduras diversas y botellas de queroseno. En frente a la izquierda observé un gran centro comercial, cuyas letras me impactaron: “The Prestige”, ya que consideraba que se encontraban fuera de lugar y de contexto. El chofer dio un volantazo a la izquierda, bordeando el enorme bloque de cemento, que resguardaba la zona de ocio y compras de la ciudad. Sin dar tiempo a más, la calzada se estrechaba, la esquelética acera simplemente desaparecía fulminada. Un gran descampado a la izquierda, con unos palos que simulaban unas porterías, se dejaban vislumbrar a la caída de la noche. A los lados, el arcén era un colector inmenso de personas que marchaban con ánimo vivo, más bien diría, precipitadamente, en mi mismo sentido, hacia el interior de la barrancada, para albergarse en el cobijo de su chabola. Anocheciendo el contorno se convierte en más tétrico, lúgubre y amenazador. El bullicio de los matatus y de sus alborotados empleados era ensordecedor, mientras por diez o veinte chelines, según el trayecto, mujeres con niños en sus brazos, y jóvenes hombres, se introducían en esas pequeñas furgonetas, pintadas de los más chillones colores, atiborradas de asientos en bancadas y donde llegué a contar dieciséis almas apelotonadas. Inmediatamente pasamos el descampado, encontrándonos con una carreterita que daba la sensación de ser el único vial posible en recorrer. A los dos lados, arrimadas al asfalto las chabolas se apelotonaban a diestro y siniestro, con la amalgama distorsionada de todo tipo de tenderetes, interpuestos frente a ellas, con una simple mesita que sirviese de expositor de pescaditos crudos, o en el mismo suelo zapatos en venta esparcidos, o ruedas recauchutadas, y todo tipo de tenderete mediante el cual poder comerciar. Era tarde y lentamente cerraban sus pequeños negocios.
El taxista me señala un minarete, que sobresale, gritando alegremente__ Ayani Mosque, Ayani Mosque.
El pequeño minarete blanco que vislumbraba a la derecha, dejaba entrever la sencillez de la mezquita Ayani, la cual mostraba orgullosa su modesta construcción. Sin tiempo de más, aparece a nuestra derecha una callejuela de chabolas, donde giramos sin perder tiempo. Bordeando dicha callejuela, me percato de una chabola aislada, más grande, con barrotes de hierro en sus ventanas, y un gran cartel amarillo, con un elefante negro, con colmillos blancos, y un nombre en remarcadas letras: Tusker. Al llegar a su altura, observamos como sobrepasamos la pequeña mezquita al lado derecho, continuando la callejuela que se desviaba en diagonal, bordeando una enorme escuela protegida, como aquí es habitual, tras vallas altas y azules: Primary School, y tras aproximadamente veinte metros el auto se detiene, pitando en noche ya cerrada. Un chico Keniata, abre una pequeña puerta metálica, iluminándonos con una linternita, tras lo cual abre la gran puerta metálica, para que pudiésemos entrar. Me impactó el modo de construcción en estas zonas de chabolas, donde quien puede permitírselo reside como en el interior de una calle privada, la cual es protegida del exterior mediante una gran y alta puerta metálica, y custodiada por un seguridad, quien concretamente en nuestro rincón, se protegía únicamente con un enorme cuchillo de afilada hoja. Lo más curioso versa en la sobreprotección de las viviendas, dentro de la calle privada, las cuales también tienen la protección de rejas altas, como huyendo también del acecho del vecino más próximo.
La puerta de hierro de casa Anders se abrió en seguida tras lo cual me introduje en un gran patio que precedía a una construcción anexa al edificio principal, en la cual residían los voluntarios españoles. La alegría de mi llegada fue comedida, ya que coincidió con la hora de la cena, lo cual agradecí ya que de este modo pasé más desapercibido. Inmediatamente se levantaron el doctor Victor y su esposa a saludarme; Luis que venía de la cocina me saltó encima, con un gran abrazo. También guiñé el ojo a Susana, acudiendo a besar a su madre, Maria Vicenta. Cenando en sillas repartidas en el patio, bajo un gran árbol agitaban sus manos Toni, Luz y María, los cuales comían sándwiches comprados en el supermercado. Me senté en una pequeña silla de plástico apoyado a la pared de entrada de la casa, la cual se adornaba de unas celosías de cemento, pintadas en blanco. Quien primero se me acercó fue Andrea Sánchez, una joven catalana, treintañera, morena y de carácter firme, la cual llevaba el tema de logística de la expedición. Meses atrás, cuando entré en contacto telefónico con la organización para confirmar mi asistencia, Andrea fue quien me mostró todas las condiciones, con unos modales que me desagradaron, tras ello tuvimos unas pequeñas bifurcas y leves discusiones que se saldaron con mi acostumbrada tenacidad.
__ Bienvenido Raúl__ me comentó Andrea con amable serenidad__ toma un polo de manga larga de la organización, y la tarjeta con tus credenciales.
__ Muchas gracias Andrea__ le repuse con extremada simpatía__ tu ves…, ganas en físico, me conmueve ver lo guapa que eres.
Tras estas breves palabras, que más parecían un necesario protocolo, saludé a Jésica cuando pasaba por mi lado, ella siempre atenta se detuvo a saludarme:
__ Hola Juan, ¿el viaje bien?
__ Fabuloso, sobre todo la parada técnica en El Cairo__ le repuse con convicción y una marcada sonrisa__ ¿van a venir más voluntarios en la expedición?
__ Bueno sí, mañana vendrán Ignacio y Javier, desde Madrid, han tenido un problema en el vuelo y se retrasan un día más, son los dentistas del grupo.
__ ¿Y quien son estas tres personas que están sentadas allí?__ le señalé la parte más estrecha del patio, la cual comunicaba el patio de la entrada, con la casa de Anders, entre un murete y nuestras dependencias donde dormíamos.
__Ah, disculpa Juan, ven y os presento__con una cordialidad innata me acercó donde se encontraban Jeffrey, Rachel y Elrike, cuchicheando en inglés, al vernos acercándonos, Rachel hizo un gesto agradable de recibimiento, levantando levemente su sombrero color hueso y observándonos con interés, tras lo cual Jesica comenzó con las presentaciones__os presento a Juan, él también viene de España.
Mostré un rostro de interés, ante mis nuevos compañeros, como si me gustase conocer gente nueva. La verdad que resultaba interesante observar a otra pareja de madre e hijo, en esta aventura de cooperación: Rachel y Jeffrey, el cual prefería que se le llamase Jeff. Rachel era una inglesa, viuda, con los cabellos sueltos, dispersos entre el rubio de la juventud y la blancura de la madurez, de profesión locutora de radio y de afición aventurera, trotamundos. Su hijo era como no, rubio, de complexión fuerte y alto, el cual reflejaba en sus pequeños ojos azules una enorme sed de vivir sensaciones nuevas, más que probable contagio de la forma de ser de su madre. En cuanto a la tercera persona que acompañaba el escueto grupo, se trataba de una mujer alemana de recién cumplidos los treinta años, de nombre Elrike, era pelirroja, delgada y tenía una mirada desconcertante, como preocupada.
Ya solo, me volví a sentarme en mi solitaria silla en el patio, tras lo cual quedé paralizado, en posición de vigía, sumiso en una profunda meditación. La misteriosa persona que permanecía sentada cerca de Jésica, mantenía una extraña serenidad. Observé detenidamente su rostro, perdiendo la percepción del transcurso del tiempo. Me di cuenta inmediatamente que no era de nacionalidad española, ya que el rubio de su cabello, las formas estiradas de sus pómulos, sus claras cejas, sus pestañas poco marcadas delataban su carácter anglosajón. Era lógico, era irlandés, el novio de Jésica, a quien llamaban Paul. Paul era el presidente de esta organización no gubernamental de ayuda médica en Kenia. En ese preciso momento lo que me perturbaba era su calma, su quietud. Estaba convencido que se había dado cuenta que le observaba, más aún, en varias ocasiones me había disparado una simple y marcada sonrisa. Yo sin embargo, no podía evitar el atisbar todas las facciones de su cuerpo. En pocas ocasiones he tenido la oportunidad de conocer a alguien que me inspirase tanta confianza ciega, sin conocerle realmente. Me aparecían en la cabeza imágenes fugaces, retratos sobre historias surgidas de mi propio inconsciente, como si nos delatase alguna reminiscencia de hermandad, como si le conociese de siglos atrás. De este modo, encontramos a lo largo de nuestras rocambolescas vidas a personas hipnotizantes, las cuales disponen de un atractivo especial, impactante. Se trata de personalidades virtuosas, con la facultad de agradar, de atraer; de conseguir que sus prójimos crean en ellos y en su forma de concebir el mundo. Todo ello esconde un sutil cebo, ya que la personalidad solo marca el carácter y, en infinidad de ocasiones, la complejidad de la vida puede deparar situaciones incontrolables, las cuales requieren más templanza y menos protagonismo.
En este viaje comenzó una nueva etapa de mi vida. Cuando los voluntarios se retiraban a descansar, me decidí a acercarme pausadamente, aunque de forma risueña a Paul, quien me alcanzó una silla para sentarme a su lado. Tras las primeras palabras, en la soledad del patio vacío, donde el aire que se respiraba era propicio para una velada interesante, tuve la grata sorpresa de escucharle hablar en un correcto español, comenzando un tumulto de gestos y de narraciones de historias pasadas. Entre sus relatos me desveló cuales fueron sus humildes y dramáticos orígenes en su Irlanda natal; cómo comenzó sus andanzas asumiendo el voluntariado en un hospital en Kosovo, en pleno conflicto bélico; cómo marchó a apoyar a unas comunidades en México, en un proyecto de telecomunicaciones entre aldeas dispersas. Todo ello agasajado de presentaciones en un mundo nuevo, donde la solidaridad, al igual que sus pequeños ojos azules, parecía brillar con un fulgor incipiente. Las conversaciones con Paul eran siempre cortas, aunque intensas. Preguntaba con mucha calma por mi vida personal, mi familia, como quien se preocupa por la estabilidad de los demás. Un mundo nuevo se abría ante mis ojos y no debía de rechazarlo, a veces las novedades sirven de barandilla a quien carece de motivaciones futuras, aunque mantenga intactas sus ansias de mejorar.
Entré en las habitaciones acondicionadas para el descanso del voluntariado, impresiona el apoyo de todo el mundo adecuándose al reducido espacio que disponíamos. Hemos distribuido las habitaciones de la casa que nos acogía, instalando las mosquiteras, e intentando amoldarlas, apretujando sus extremos a la almohada, para que no restase ningún hueco por donde introducirse el letal mosquito. En mi pequeña habitación se amontonaban tres literas; donde Victor, Marta, Luis, María, Toni y un presente, nos dispusimos a compartir varios días de curiosa convivencia, por lo angosto de las condiciones vitales en las que nos debíamos de desenvolver. La habitación estaba oscura, no era todavía medianoche y ya todos dormían. Por mi inexperiencia en estos avatares me cedieron cortésmente la cama de debajo de una de las literas, arriba el vivaracho de Luís se comportaba como un educadísimo anfitrión. Después de tantas emociones no podía dormir, la cama era malísima, la fina almohada marcaba en mi cuerpo los metálicos nudos de los muelles del somier. Mi incomodidad no me permitía mantenerme quieto, mis violentos movimientos deshacían la cama, mostrando fortuitamente los huecos entre la mosquitera y la almohada, los cuales serían cómplices de la entrada fulgurante de los mosquitos, apestados de malaria. Todo era nuevo para mi, la hora de dormir, prematura para mis costumbres, tampoco aliviaba el sueño. Conmovido, aunque presto, decidí sacar de mi maleta una linternita y un cuaderno de notas, donde guardaba recelosamente mis comentarios de estudios, conferencias y escritos diversos. Tras hojear una gran pila de hojas recabé mi atención en una conferencia que di en diversas universidades, acerca de mis estudios sobre la cooperación, la cual estimo conveniente reproducir parcialmente, ya que no solo somos herencia de lo que vivimos, sino también vivimos en base al modo de nuestras convicciones pasadas. En cuestión, la conferencia la denominé: "La responsabilidad en la acción, en la cooperación al desarrollo". Decidí subrayar diversos párrafos, ya que en aquellos mis primeros instantes en tierra extraña, entendía que debía de marcar mis próximas metas, con las mayores referencias posibles. Veo interesante que dichas palabras, que en aquel entonces consideraba tan trascendentes, sean reseñadas:
“Vivimos en España, un país del Mundo Occidental. Un país de los denominados países del Norte. Aunque no nos confundamos, entre los países del Norte, también hay Sur, y España está en ese Sur.
Vivimos en un mundo global, complejo y muy dinámico, donde las personas tendemos a la individualidad, a la competitividad, a encerrarnos en nuestras propias necesidades. Olvidando las necesidades de quienes nos rodean, como no, olvidando las necesidades de los más desfavorecidos, aquellos sobre los que sollozamos caridad, aquellos que mejor, apartados, excluidos, evitando herir nuestras débiles sensibilidades.
En la actualidad la falta de valores y de principios no es reprochable, en tanto y cuanto no exceda la legalidad. La legalidad, lo escrito ha pasado a ser lo importante. La moralidad, la ética, ha pasado a ser totalmente prescindible. Ser sinvergüenza es justificable, ya que muchas veces no comporta delito. Nuestros incompetentes políticos, muchas veces nos lo recuerdan.
Dentro de esa falta de valores y de principios, nos han convencido de que nos merecemos el Estado del Bienestar, por el único hecho de nacimiento. Nos otorgamos un conjunto de derechos y de privilegios, cuanto mayor, mejor. Olvidando el natural equilibrio que debería de existir entre derechos y deberes. Olvidando la agradable impronta del “deber cumplido”.
Triunfa el imperio de la propiedad privada y de los intereses creados. Que fácil es criticar a los que disponen de los privilegios, del derecho de decidir, del poder de enriquecerse con la facilidad que les otorga el puesto que ocupan. Pero, ¿Qué haríamos nosotros si estuviésemos en esa situación?
Hoy en día la sociedad civil en general se encuentra distanciada del saber en sentido amplio, de los valores y de los principios en general. Tendemos a simplificar las diversas realidades que se nos presentan, mediante el seguimiento de ideologías concertadas, historias teleológicas impuestas, las cuales se han cubierto de la apariencia de que nos pertenecen, en modos distintos, confundiendo nuestro propio sentido crítico.
Lo material, lo que nos resulta útil, es lo único valioso en nuestro tiempo. Olvidando la búsqueda de nuestro verdadero desarrollo humano. La búsqueda permanente de lo que nos resulta provechoso a corto plazo, del placer más próximo, nos ha conducido a olvidarnos de nuestro propio desarrollo, de nuestra condición de seres humanos. Todo ello inmerso en una falta de interés de promocionar los valores básicos del ser humano: la justicia, la paz, la igualdad, la libertad y el bien común. Dichos valores sirven únicamente como sermón ideológico de aquellos que legitiman el poder. La falta de responsabilidad cívica de nuestros intelectuales y de nuestros gobernantes, es hoy en día conocida por todos.
En este mundo globalizado, la homogeneización de las diversas culturas no produce una integración multicultural, más bien produce una pérdida de identidades culturales.
En este marco, creamos organizaciones, con el atrevimiento de llamarlas “sin ánimo de lucro”. Organizaciones, algunas de ellas, que solo sirven para sacar dinero de la Caja del Estado, con el consecuente maltrecho del nombre de las fundaciones. Organizaciones, otras, que al ser dependientes de las subvenciones, para sus honorables proyectos, muestran en la actualidad una peligrosa debilidad. Organizaciones, todas, que deben de servir a los más desfavorecidos, que deben de favorecer el desarrollo humano, a todos los niveles, con unos principios y estrategias propios.
Las desigualdades se ensanchan, los trabajadores extranjeros ya no son bien acogidos por los países del Norte, o países occidentales. El paro es un peligro macroeconómico para los políticos occidentales. Hablan de cifras, no de personas.
Todo es más complejo, en la Cooperación al Desarrollo Internacional, más aún, si trabajamos con los más pobres, del continente más pobre: Africa Subsahariana. Allí nos encontramos con un entorno difícil y complicado, el estancamiento económico predomina en la mayoría de sus países. Las desigualdades en África Subsahariana son atroces, ya que el ochenta por cien de sus habitantes son pobres, viven en chabolas,… Y os puedo garantizar que son seres humanos con habilidades y potencialidades latentes.
Otro problema crucial, en muchos países de África, debido a la hambruna, a los conflictos armados, a las enfermedades; han muerto generaciones enteras. Lo cual, junto a una natalidad excesiva, eleva sobremanera el número de niños huérfanos o semi-huérfanos. Niños que necesitan de una esperanza, de una posibilidad de desarrollo.
En África, un grave problema es que la universidad solo representa el tres por cien de la educación general, lo cual no es denunciado por los Objetivos del Milenio. Se tiende a trabajar en cooperación al desarrollo internacional en África, solo con universitarios. Otra mezquindad, ya que la universidad es carísima en África, y los universitarios, salvo escasas excepciones, pertenecen a la clase privilegiada y minoritaria de África.
En la actualidad, la crisis actual está justificando que dejemos de mirar hacia la pobreza de África, con la excusa de nuestros problemas internos. No deberíamos de justificar lo injustificable”.
Toda la conferencia era una evidencia para mí, o sea mi forma de observar el entorno, lo que los demás me decían, lo que leía, mis experiencias más traumáticas, siempre estaba bañado por este modo de razonar, de recapacitar. Ello me gustaba, me reconfortaba, me llenaba de energías insondables. Aunque con franqueza, intuía que como siempre se trataba de alardes del ego, del orgullo de un discurso bien dado por un sofista profesional, un desgraciado al cual solo le queda el anhelo de evocarse, de legitimarse, de sentirse valorado por oídos ajenos. Continué leyendo y releyendo, aunque fue un párrafo el que observé caviloso, lo redondeé inconscientemente, con mi pequeño lápiz de notas. Ante la realidad de lo que yo mismo había dicho, en uno de mis alabados discursos, me extenué sobremanera, provocando un vacío en mi estomago, ante la vil trampa que urdió mi intelecto. Si, intelecto ¿para que?, ¿para sentir miedo?, ¿para ser un conferenciante hipócrita?, ¿para no entender que hacía en esta habitación oscura, con pequeñas literas con mosquiteras, en una barriada de chabolas de Nairobi? El texto subrayado, que tantas y tantas veces leí en esa noche, fue el que me abrió los ojos, y no solo los físicos:
“La lucha contra la pobreza, la lucha contra las desigualdades debe de comenzar por la cercanía con los más desfavorecidos, por la proximidad de sus problemas, de sus necesidades y de sus posibilidades de desarrollo. Solo percibiendo a los más necesitados como nuestro más íntimo compañero, viviendo como ellos, sintiendo como ellos, labrando sus mismas esperanzas, podremos comprender las complicadas realidades que les rodean”.
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