La Vuelta al Tejo. Mi Esperanza
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La Vuelta al Tejo. Mi Esperanza
Autor: Raúl Estañol Amiguet
Aquí nos encontramos, otra vez en mi tierra platónica, Asturias, el paraíso verde donde todo se vuelve natural, austero y bello. El Desfiladero de las Xanas se nos presenta poco a poco, mientras comenzamos a transitar por sus escarpadas rocas. Allí, mi mujer, un presente y mi inseparable amigo andamos animosamente hacia nuestra meta, la generosa comida en Pedraveya. Al ascender la ladera, nos encaramamos hacia las grutas de la montaña, elevándonos hacia lo alto, sobre el profundo barranco. Mientras en el fondo, escuchamos el leve murmullo del agua, escondida entre la frondosidad de la vegetación. De repente, mi amigo, se detiene frente al precipicio. Él, hombre moderno por naturaleza, siente el vértigo de lo desconocido, el pesar de lo incomprensible. Yo lo observo con la delicadeza con la que se debe de observar a un hijo perdido, a quien siempre se ha deslizado entre el mundo de los débiles, del sinsentido que produce la apreciación única de lo sensible. Él, orgulloso, decide andar con paso firme, con el convencimiento de que estas vacaciones son el tránsito hacia su próxima etapa de trabajo, hacia su futura esclavitud almidonada.
Mi íntima pretensión consiste en transformarme en águila imperial (…), mientras el hombre moderno, oscuro y predecible, como siempre, simplemente se ha transformado ya en buitre, ave carroñera que subsiste de los despojos encontrados. Ser inerte que sobrevuela, para siempre, observando vidas ajenas, codiciando el mal de los otros, ensalzando su propia debilidad, alejándose de su esencia, congratulándose con la creciente manada de bestias cobardes. Las cuales se aferran a su mediocridad con el amparo y el sosiego que disponen aquellos que, por azar de nacimiento o de circunstancias diversas, siguen cualquiera de las diferentes y variopintas axiomáticas ideologías de la razón o religiones de la fe. Las cuales operan, primero elegidas, y luego razonadas; o sea, secuestras de la opción de nuestro libre albedrío. Dichas ideologías y religiones, son impregnadas por la falsa imposición de eso que llamamos era del progreso, del desenvolvimiento positivo de la humanidad, de esos cuentos fantasiosos que ayudan a sobrevivir a los fracasados, a los débiles, a los conformistas; aunque a un precio excesivo. Sí, el precio de la aniquilación total de nuestra potencia, el del bloqueo absoluto de nuestra espiritualidad.
Nos adentramos en la zona frondosa, donde la vegetación y los líquenes nos humedecen los poros. El agua se encuentra ya mucho más cerca, deslizándose entre rocas enmohecidas. Mi paso se ralentiza, se vuelve tembloroso, como el de a quien le invade una duda: ¿Por qué la gente, buena por naturaleza, se alegran del mal ajeno? ¿Será posible que ese maquiavélico sentimiento, que siempre acompaña las almas descuidadas, sea por el simple odio? No adivinaba la realidad con la suficiente claridad de ideas, aunque a la mente me vino una duda, un angustioso discernir. ¿Podría venir tan mal pensamiento provocado por aliviar?, y si fuera así, ¿es más moral el desear mal por sentirse uno mejor, que no el desear ese mismo mal por el hecho de odiar?
Piensen ustedes lo que deseen, como ya expliqué en “Un Mundo de Gusanos”, repudio exacerbadamente dicha actitud, ya que considero más valiente, más honroso el sentimiento de odio que no el vil sentimiento de sentirse mejor. El que odia es capaz de transmitir, de destruir, de actuar, por muy errados que sean los móviles que le conduzcan a dichos pensamientos. Mientras que quien siente alivio en el mal ajeno, realmente piensa solo en el consuelo de sus penas. Es el más cobarde de los seres, su miedo le invade las entrañas, no es digno de ser considerado humano, ya que se refugia en su complejo de inferioridad, a la espera de enaltecerse traicioneramente por meras comparaciones. Más diría, dicha actitud repudiable debería de ser acometida únicamente por esas detestables criaturas que viven en lo más profundo del fango, y no por quien desee considerarse ser humano.
Decidimos continuar nuestro singular sendero, continuando el sendero hacia La Herradura. Lo sencillo era bajar la cuesta hacia Pedroveya, ya que el esfuerzo de nuestras piernas debía tocar el fin. Aunque, ¿por qué el camino más fácil debe de ser siempre el que debemos de seguir? No cabe la posibilidad de pensar en el sacrificio, en el sufrimiento, como un camino igualmente aceptable, incluso más enriquecedor. Mi inseparable amigo, hombre pragmático por excelencia, creía que no. Gritaba que no--¿Por qué no vamos por el sendero descendente? Mi mujer y mi íntimo ser sonreímos, y decidimos encaramar la elevada cuesta. Al poco rato, mis piernas blandecieron, estaban cargadas, y las energías me jugaron un mala pasada. Caí en el suelo, con los brazos plegados, oliendo el fango a mi alrededor. Creí desfallecer, ya que mis músculos ya no reaccionaban al estímulo de mi pensamiento. Decidí dar pequeños pasos, pasos insignificantes, los cuales continuaron uno tras otro. El sufrimiento se apoderaba de mi, aunque decidí no desistir en el empeño. Sólo, desfallecido, padecí hasta llegar arriba del páramo, allí me esperaba pacientemente mi mujer, la cual me indicó el camino a la Herradura, cuya fuente de agua fresca alivió mi desesperación. Desesperación o superación, esa fue la verdadera incógnita, ya que el día a día nos hace desistir del dolor, y sin dolor nunca podremos encontrar la esencia verdadera de nuestro ser. De quien somos y para que podemos servir.
Tras la suculenta comida en Pedroveya, un pensamiento, nunca olvidado, volvía a mi mente. El tejo, su visión, y su esencia, me han acompañado durante los dos últimos años. Por fin volvería a encontrarme con él. Sería este el momento propicio. No sé, aunque mi intuición me impedía evitar el encuentro. Del concejo de San Adriano al concejo de Barzena pocos kilómetros nos separaban. Decidí buscarlo, decidí volver a su encuentro, decidí doblegarme a él.
Tendido bajo el tejo, rendido a su magnificiencia, me siento pequeño, inútil, imperceptible. Sus troncos, sus ramas, su follaje, sus frutos, todo me inunda. Observo el absurdo del tiempo, la perennidad de los siglos, y una intuición me invade. Ya solo espero la caída de todo el árbol sobre mí, la muerte agónica por opresión, la aniquilación absoluta. Tras varios años, el sentido de las cosas se vuelve tenue, fugaz. En realidad, al marchar del paraje, en la puerta de entrada, giro la mirada hacia atrás, hacia el tejo, el cual se mantiene inmóvil, perpetuo, bromeando sobre los tantos y tantos pobres que desearon sentirse al cobijo de sus longevos brazos.
Al regresar a la casa rural, el silencio me invade, absorbiéndome y cortándome la respiración. Algo ha cambiado, todo ha cambiado. Observo a mi alrededor, mi mujer sonríe en la estancia. No sé como explicarlo. Reconozco que no se me va a entender. Aunque ello no me importa.
Lo importante es para cada uno de nosotros, para cada uno de vosotros. Lo único que pude confirmar es que mi inseparable amigo ya no era tan inseparable, más aún, era imperceptible. Había desaparecido, fulminado, aniquilado, sin esperanza de reaparecer.
Ojala…
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