Primero. Caín. El bueno que solo espera a peores que él, para no sentirse miserable.
Me disponía a coger el tren, marchaba de mi nuevo hogar, en Valencia. Mi amigo Caín decidió acompañarme en el breve recorrido que destinaba mi nuevo porvenir. Él estaba de forzosas vacaciones, su restaurante cerrado a cal y canto, por lo que acudió a recogerme con la premura de quien desea conversar plácidamente con quien formula bien sus pensamientos, con quien controla lúcidamente todas sus exposiciones. Ante la hora que marcaba mi despertador oí sonar el timbre, observé y supe que ya venían a recogerme. Tras los pertinentes saludos invité a mi Caín a tomar un café, un cortado más bien, en la cafetería al lado de mi pequeño apartamento, de mi acomodado refugio. Era hora de comidas, aunque sin embargo el bar se encontraba vacío, hecho curioso que no dejó de percatar mi amigo, incidiendo en ello con posterioridad. Las circunstancias de la vida nos abocan a situaciones dispares, provocadas únicamente por el azar del tiempo vivido. En aquellos momentos, época de una agobiante crisis económica, el gentío de los barrios se escondía al consumo, ante el miedo a la pérdida del dinero.
Salimos del local y mi amigo, tan sincero como hablador, me comentó un pensamiento íntimo__ Me sabe mal decirlo, aunque en verdad me alegro de que este bar se encuentre vacío— todo ello fue dicho en un breve suspiro, como si los malos pensamientos de cualquiera de nosotros pudiesen exponerse sin ningún tipo de inconveniente, como si las acciones no tuviesen su contraparte. La crisis en la que se encontraba inmerso el país degastó muchas energías, gestó muchas injusticias, aunque lo más deplorable era la autocomplacencia a la que muchos sucumbían.
__ Que barbaridad dices, ¿cómo puedes envenenar tus palabras con el deseo del mal ajeno? — le dije reflexionando en las causas que en este mundo nos mueven a tan descabelladas reflexiones— ¿tal vez odias?
__ No por Dios, odio son palabras mayores— me respondió con la serenidad de quien no incurre en pecados— tan solo me tranquiliza el saber que si yo tengo el restaurante cerrado, debido al poco trabajo existente, lo mismo le ocurre a otros.
De camino a la estación dejé de conversar con mi amigo. La desesperación que arrastraba días atrás, cuando intentaba entender el significado de un libro que permanecía encima de mi mesita de noche: Los Hermanos Kamarazov, a esperas de ser finalizado, me volvió sumiéndome en una profunda reflexión. ¿Por qué me sorprendió tanto la actitud de mi amigo?, ¿Por qué realmente su actuación me conmovía lo más mínimo?, ¿Por qué es tan normal en este mundo en el cual vivimos, siendo el mejor mundo posible, el que deseemos el mal ajeno? ¿Será posible simplemente por odio, por ansiar el mal de alguien en concreto? No adivinaba la realidad con la suficiente claridad de ideas, aunque a la mente me vino una duda, un angustioso discernir. ¿Podría venir tan mal pensamiento provocado por aliviar?, y si fuera así, ¿es más moral el desear mal por sentirse uno mejor, que no el desear ese mismo mal por el hecho de odiar? Piensen ustedes lo que deseen, yo en aquellos tiempos repudié exacerbadamente dicha actitud ya que consideraba más valiente, más honroso el sentimiento de odio que no el vil sentimiento de sentirse mejor. El que odia es capaz de transmitir, de destruir, de actuar, por muy errados que sean los móviles que le conduzcan a dichos pensamientos. Mientras que quien siente alivio en el mal ajeno realmente piensa solo en el consuelo de sus penas. Es el más cobarde de los seres, no es digno de ser considerado hombre ya que se refugia en su complejo de inferioridad a la espera de enaltecerse traicioneramente por meras comparaciones. Es un signo de debilidad, de vileza, es extremadamente contagioso. Más diría, dicha actitud repudiable debería de ser acometida únicamente por esas detestables criaturas que viven en lo más profundo del fango, en tierra estéril.
Noté como Caín me observaba, postrado en el auto sentía su sudor seco, percibía ese ambiente cortante que se produce en el fatal momento del choque entre dos amigos, en la frialdad del desencuentro, en la incomprensión de nuestras palabras. Ante estas situaciones decidí hace mucho tiempo optar por el más sabio de los consejos: el silencio. Toda explicación, toda narración fundamentando mis sentimientos resultarían inútiles ante la embestida de quienes son como son, porque así son, y por que ello es normal en el mundo en que vivimos. A todo ello, ya llegábamos a la estación, y como quien pretende endulzar el momento, pero sin encontrar el instante, ni el lugar adecuado, mi amigo se decidió a liberar la tensión, a apaciguar el momento. Lo presagié unos segundos antes, ya que hay personas predecibles como los niños en su más temprana edad.
__ Ya estamos llegando, amigo, espero que tengas un buen viaje—me comentó, observando con el rabillo de su ojo derecho mi reacción. Al ver que no inmutaba mi rostro, prosiguió con su conversación, aunque más osada en sí, ya que buscaba en mí cierto tipo de reprobación, o como mínimo de animosidad— ya sabes que soy buena persona, que tengo muy buenos sentimientos, que si veo a un niño llorando enternezco de repente, así como si me encuentro con una anciana andrajosa siempre le doy unas monedas, como quien no es capaz de resistirse ante las penas ajenas, reblandeciendo mi corazón en todo momento— enmudeció esperando en vano respuesta, ante lo cual me resigné a asentir con un leve balanceo de cabeza, tras lo cual prosiguió— entonces entenderás que lo dicho antes es algo normal, ya que así es la vida y si a uno le va mal, es plausible el tranquilizar la conciencia al observar que otros...
Con franqueza no llegué a atender sus últimas palabras, palabras que se enmarañaban en lo peligroso de que una justificación pudiese terminar en un alegato final de acusación. Sí, no era la primera vez que observaba tal conducta, conducta propia de personas dóciles en principio, aunque personas que esconden la sospechosa ambición del vividor, de quien saca partido de cualquiera de sus acciones, de aquellos que hacen lo que hacen, por provecho futuro, por una ganancia que consideran siempre meritoria. Por mi parte, fatigado me encuentro de contemplar tantas actitudes, situaciones y conversaciones que solo derivan en justificar, alegar, sentenciar, legitimar, argumentar todo aquello que en realidad es insignificante en los aconteceres de la vida. Aunque no sé el porqué retuve en mi mente cuando comentó sobre sus buenos sentimientos y sobre el niño, la anciana, y todo lo que de palabra era capaz de hacer. Reflexioné cada una de sus palabras, como mínimo me convencía a mi mismo de que dichas situaciones eran verosímiles, de que la posibilidad del acontecimiento se pudiese recrear. Jugaba mentalmente con la coincidencia de que la mujer andrajosa fuese quien llorase y el niño quien diese las monedas a mi amigo y que todos nos encontrásemos sentados en la vacía cafetería. Reflexioné sobre el sentido de tantas historias inventadas, sobre las fantasías que pueden gestar quienes nunca se han encontrado en situaciones límites, en situaciones donde la bondad se pudiese encumbrar con total certeza. Todo este juego me llevó a un nuevo pensamiento, un pensamiento surgido de la religión, aunque un pensamiento arraigado incluso por aquellas personas que se consideran a sí mismas como ateas. Dicho pensamiento me remontaba al concepto de misericordia, tanta lástima tiene el mundo por los demás, que nos hace aterrizar en dar limosna, en dar la sensación de apaciguar los inevitables males de nuestro mundo, en un acto que relativice nuestro pesar, que nos permita sentirnos mejor, bajo la falsa apariencia de haber cambiado algo, de haberlo mejorado. Con la entereza de quien se reconoce aliviador de los males ajenos y encumbrando la antorcha de la misericordia acude perenne, aguerrido a la pesada lucha de rescatar a la humanidad de su penoso dolor…
Tanta elucubración no estaba exenta de cinismo, ya que en realidad no creía en ninguna de las palabras dichas. La misericordia es un pecado, sí, un pecado capital; esa ha sido siempre mi máxima, mi alegato ante el altar de la bondad. El “buenismo” de nuestra sociedad occidental, está basado en un complejo de superioridad incierto, en un inteligible conglomerado institucional, construido para dotar a nuestra sociedad de un sentimiento colectivo de civilización, para tranquilizar las conciencias de quienes vivimos sobre asfalto y disponemos de toiletes para depositar nuestras excreciones en la forma más evolucionada posible. En mi más íntima convicción, la bondad solo puede reconocerse en actos heroicos, en hechos que evidencien el desapego individual, de cada uno de nosotros, ¿Cómo que dar moneditas?, ¿Por qué no permitir que un niño endeble llore? Por Dios, más entereza, más firmeza ante un mundo tan afeminado como este en el cual vivimos. Nos creemos existir en el mejor mundo posible, en la transcendencia de la era del progreso; aunque hayamos olvidado nuestra verdadera esencia, nuestro verdadero humanismo. Las palabras de mi amigo me aborrecían, me daban nauseas, no resistía el hallarme encerrado en su vehículo, exhalaba aliento con el ansia de quien, con el valor suficiente, aguarda la libertad, tras la repugnancia a lo superfluo.
Aunque tantas son las vergüenzas que pesan en nuestra conciencia, las decepciones auto infringidas, los desaguisados instantes que la vida nos vapulea, que resté importancia a todo este disparatado y repentino infortunio. Me despedía de mi ciudad de acogida, Valencia, para emprender un nuevo viraje en mi vida. No era la primera vez que me impregnaba esta sensación de escapar, siempre la misma inquietud, la desolación del inconformismo. Rememoraba los instantes de mi última huida, de mi vida pasada en el pueblo que me vio nacer. Siempre el mismo episodio, aunque antaño, todo era más difícil, ya que las personas que me rodeaban eran amigos de colegio, de niñez. Testigos de la despedida de mi pubertad, de esas inocentes y vergonzosas experiencias que nos depara el tránsito de nuestra época de mozalbete, abrazados de nuestra inexperiencia, de las primeras y torpes relaciones sentimentales, del primer beso, del revolcón en el parking de la discoteca, de la borrachera indecorosa y los ahogados vómitos en la madrugada.
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