Capítulo XVI. Un largo paseo por el valle del Rift
Catherine, Jesica, Rebeca, Verónica, María, Lucy, Linette, Cecile, Maurice, Kadija,…
Niñas inteligentes, fuertes y sensatas, para quien las conozca. Niñas desconocidas, para la gran mayoría. Son hijas de la áspera tierra ecuatorial de Kenia. Unas viven en pequeñitas chabolas remendadas, frente a las grandes cities: Nairobi, Mombasa, Kisumu. Otras en idénticas casitas recauchutadas, aunque en zonas rurales, donde la nada solo esconde miseria.
Su característica común es ser madres solteras, jóvenes y viejas a doquier. El despropósito es mayúsculo, por la insensatez de los hechos. El problema curioso, ya que, en nuestro mundo, intelectualizado según nuestra propia concepción de él, pensamos inmediatamente en hechos detestables que provocan esta situación: la falta del uso del preservativo, ante la irresponsabilidad de las Iglesias; la promiscuidad masculina, que persigue e insiste en la consecución de actos sexuales, con la accidentalidad del embarazo; las macabras violaciones sexuales, chicas abocadas al descrédito de su sociedad más cercana. El drama de hechos está expuesto en nuestro mundo occidental.
Por el contrario, los mundos diversos, conciben las ideas de forma divergente, creando realidades sorprendentes y dispares. Ya que, aunque la Iglesia pueda ser criticada por desidia, en la toma de decisiones; aunque la promiscuidad masculina africana existe, es criticable e irracional; aunque las agresiones sexuales estén al orden del día; otros males son origen de la multitud de madres solteras, que proliferan por las tierras keniatas.
La mente de la niña africana nacida, como todos, para integrarse y ser valorada socialmente, urde un plan, un despropósito. Su medio, el embarazo, su objetivo, su ascensión de rango social, por su necesidad de identidad, de reconocimiento y de progreso.
El comienzo de un martirio, la precipitación de la madurez, la desproporción de lo vivido; aboca a miles de mujeres africanas a la perpetuación de su condena, a la desesperación de su carga, a la fuga sin control.
La mujer africana es fuerte e independiente, aunque sus prematuras cadenas la abocarán a la perdición. Muchas de ellas practicarán la prostitución, sin duda alguna, ya que aman a sus hijos y su porvenir, ya que descubren el poder de la seducción, el valor de su género. Las demás simplemente se dejarán vencer por el azar de las circunstancias, el cual les marcará el despropósito de una vida de dependencias y carencias.
Miércoles, 4 de abril de 2012
Despertamos a las 5 de la madrugada, justo al comienzo del canto del gallo, el ajetreo era desconcertante, todos levantándose en el mismo instante, como a toque de corneta, motivados por el nuevo día, por la excitación del nuevo reto que íbamos a vivir. Víctor me observaba sonriente__ Animo Juan, hoy es el día que marchamos hacia tierras lejanas, El Doret, Pokot, Turkana, nos guardan con sus arenosas tierras y sus cielos totalmente despejados.
__Ah!, y no lo olvidéis__ repuso Paul, coincidiendo que nos escuchó al atravesar el pasillo__ podremos observar el fantástico valle del Rift, ladearemos las montañas que albergan el lago Navasha, nos acercaremos al parque nacional de Nakuru,…
__Si, Si__ contestó el pequeño Luis con fervor, mientras se ponía una curiosa gorra de explorador, de color selva, con una larga cola de tela que le cubría hasta la espalda__ Ya estamos preparados para la gran aventura.
Salí aturdido a la terraza, con gran rapidez puse mis pocas pertenencias en el macuto que cargaba con agilidad en la espalda, parándome ante los destellos del Sol que me cegaron momentáneamente. Una sorpresa salió a mi encuentro, frente a mí aparecía el decidido Judah, y tras él, el introvertido y discreto Moises, y el cordial saludo del agradable Calvin, tres de los guías que conocimos días atrás, intérpretes de suahili y originarios de la profunda Kibera; los cuales se mostraban alegres, ya que el salir de Nairobi les representaba unas maravillosas vacaciones, durante las cuales nos iban a acompañar en el angosto pasaje. Sentimientos contradictorios me impregnaban, rehuía la presencia de Judah, quien me intimidaba con la superioridad que imponía su mirada, tras lo cual mostraba un rostro cándido, que no me inspiraba confianza, dándome a entender que algo oscuro escondía la cordialidad de sus gestos y carantoñas. Por el opuesto, saber que Calvin nos acompañaría me dio una bocanada de aire fresco, fue como si me insuflaran oxígeno, el cual agrandaba mi pecho, proporcionándome una formidable satisfacción.
No cabía duda posible, este era el día del traslado, el día en que nos íbamos a apresurar para realizar un largo viaje de más de seiscientos kilómetros, y de duración incierta, hasta el lago Turkana. A las seis de la mañana ya estábamos todos preparados en la entrada de casa Ánders, Marta, con su jovial sonrisa, aunque de actitud pocas veces habladora, en estos momentos iniciales de espera, hizo una predicción__ sobre las 11 de la mañana saldremos, más o menos.
Las palabras de Marta fueron tomadas divertidamente, aunque la advertencia fue deslizándose por las entrañas del grupo: Toni, Jefrey, Nacho y Javier buscaron bultos donde poder acomodarse en la espera. Anders salió tranquilamente por la puerta metálica como de paseo, junto a Unnur, algo que me extrañó ya que había recibido la grata noticia de que nos iban a acompañar en el viaje. Paul había desaparecido de la escena. Luz, María y Rachel, tras varios minutos, cogieron varias cajas de medicamentos y los fueron llevando hacia el interior de la casa, procediendo a iniciar lo que me parecía un inventario de existencias. Casimiro se refugió en el dormitorio, mientras Andrea, de pie, mostraba la apariencia del guardián de la caverna, con la perene sobriedad de su rostro. Mientras tanto, Maria Vicenta, Susana y la siempre voluntariosa Jesica, se deslizaban de persona a persona, animando el ambiente y conversando sobre las más divertidas anécdotas de la clínica itinerante, en días pasados. Tras varias horas de absurda espera, los ánimos paulatinamente se iban exasperando, ya que aún acostumbrados a los retrasos africanos, nuestra mentalidad occidental volvía a apenarnos ante el largo camino que nos deparaba. Era de agradecer como los siempre atentos muchachos Keniatas, intérpretes de la expedición, tatareaban canciones en suahili, como si de nanas ancestrales se trataran.
__Tranquilos muchachos__ gritó a todos vientos Víctor, con su típica sonrisa amagada entre dientes__ la marcha esta próxima…
Debíamos de creerle ya que el doctor Víctor era el miembro de la expedición más experimentado, siendo esta su tercera expedición. Así pues, tras otra larga hora llegó un viejo autobús rojo oscuro. Todos aplaudimos, e inmediatamente nos atareamos en cargar las cajas de medicamentos, aunque de improviso se nos ordenó que dejásemos de cargar porque no había acuerdo en la negociación. En escasos instantes apercibimos que no nos dejaban subir. Sorprendentemente Paul comenzó a discutir con el chófer, no dando pie a vaticinar nada bueno, por lo que descargamos las escasas cajas subidas. De repente, el conductor se esfumó, en el autobús se cerraron violentamente las puertas, arrancando marcha atrás, sin pasajeros ni esperanza, desapareció por donde había venido.
Tras unos instantes de desconcierto, Unnur y su sirvienta Aloisa, trajeron unos sándwiches que muchos engulleron zafiamente, por los nervios de la expectación. Mientras Anders me comentaba__ el autobús no era bueno, por sus dimensiones no servía para tan largo viaje, tendrán que traer otro más grande.
La actividad de Paul, el antaño santo de apacible mirada, adquiría un arrebato de nervios, furiosas increpaciones y mirada ausente. Su aura se había vuelto frenético, deambulaba con su móvil discutiendo desesperadamente. Según me comentaba Víctor el problema devenía en la negociación del precio. Mientras tanto la espera se perpetuaba, hasta el sonido de un claxon, todos nos pusimos alerta, al abrir la gran puerta penetró un gran y anticuado autobús, nuestro compañero de tan sorprendente viaje.
Salimos a las once y dos minutos de Kibera, ante la satisfacción de Marta, la nueva pitonisa. En nuestra partida dejábamos atrás a Elizabeth, la osteópata alemana, ignorada por todos, quien a causa de su enfermedad no pudo proseguir el viaje de la expedición, eso sí le quedaba el consuelo de la confirmación de que no era malaria, ni cólera, el gran gripazo que tenía. Recuerdo la subida de los cabizbajos voluntarios al autobús, sentía como todo lo vivido en estos días les presionaba como una loza en su pecho, por lo cual me precipité a abrazar a Susana, María y Casimiro, quienes con semblante triste agradecían el apoyo de una tan reparadora, como necesaria sonrisa. María Vicenta, tras mirarme con ojos maternales me dijo__ Que fuerte eres Juan.
No respondí, no era preciso, preferí tomar asiento en la parte delantera, con la suerte de situarme en ventanilla, mientras todos se acomodaban en sus puestos, allí donde expectantes mantendríamos la incertidumbre en tan largo pasaje. El caduco autobús al arrancar expulsaba grandes bocanadas de humo gris, mientras sonaba su forzado y estrepitoso motor. Marchando por el rudimentario camino de kibera hacia la ciudad pudimos apreciar el desgaste de los amortiguadores, el cual nos elevaba incómodamente ante el paso por los profundos baches, sintiendo el leve crujido de nuestras costillas. La salida de Nairobi fue lenta, incluso a estas horas el tráfico es denso y la actividad del comercio callejero incesante. Por fin retomamos la carretera A104, que une Tanzania con Uganda, la cual desde nuestro punto de salida en Nairobi nos dirigía hacia el noroeste, permitiéndome observar como las realidades latentes en las entrañas de los africanos más empobrecidos se mantenía en todos los rincones del mundo rural, con un chabolismo más rudimentario que se arrinconaba en las veredas de las carreteras. El paisaje ecuatoriano de un otoño tan cálido, en marzo, nos mostraba a primera vista una explosión de colores: el rojo de los frutos en ciertos árboles frondosos, el color azafrán de las hojas caducas, las flores lilas brotando entre árboles dispersos. Los ojos cansados se cerraban y abrían dejándonos topar con nuevas realidades, el suelo se mostraba más yermo, a nuestra izquierda se veía un gran desnivel, como si la tierra se hundiera a nuestros pies, era inmenso y se perdía a nuestra vista, la fascinación del hondo valle crecía a momentos. De repente el autobús se detenía frente a unas cabañas de souvenirs, curiosidades de madera, marfil y minerales extraños que vendían los ancianos del lugar.
__Bueno, este es el momento propicio__ exclamó Paul tras descender del vehículo, quien no desdeñó en revelar su trabajo actual en Europa: guía turístico__ estas son las mejores fotos del Valle del Rift, disfrutar y llevaros tan sublime recuerdo.
Fotos no tomé, aunque quedé petrificado, apasionado por el encuentro con la naturaleza más áspera posible, con la brisa que asomaba a lo alto del camino, la cual traía tras de sí la más absoluta nada, el vacío del abismo. Mientras a lo lejos, en lo imperceptible de la arena arrastrada por el quebrado viento, aparecían sombras de humildes cabañas diseminadas, acacias dispersas en la inmensidad del baldío terreno, rastros de pequeños rebaños de cabras pasturando en la lejanía.
Poco a poco llegaban los últimos voluntarios, cargados de bolsas negras que ocultaban las reliquias adquiridas tras un incesante regateo con los vejetes tenderos, y sin tiempo a sentarse, con la emoción de enseñar la mejor ganga adquirida, arrancábamos decididos a intentar recuperar el retraso de la mañana. Después de más de una hora de trayecto, en el cual anotaba mis más hondas reflexiones, cerré el bloc de notas, para observar al viejo conductor, un señor panzudo que vestía de modo muy corriente, con la camisa manchada de grasa, casi desabrochada, dando una impresión de dejadez total, a la cual no ayudaba su canosa barba corta de más de una semana sin afeitar. Sus ojos me parecían cansados, con unos enormes párpados los cuales le caían sobre unas pupilas vidriosas que denunciaban un acelerado glaucoma. La velocidad de un camión adelantándonos delataba una lentitud alarmante, más aún cuando tras las pendientes ascendientes, nos acercábamos a otros lentos camiones cargados, a los cuales acompañábamos durante largos y duraderos tramos del trayecto. Paul se acercaba con frecuencia a la luna delantera, observando incesantemente tanto la carretera como su reloj de pulsera. Así y todo, lo peor del viaje se encontraba bajo de nosotros, ese asfalto mal construido que generaba grandes baches en el terreno, los cuales provocaban incluso cortes de varios kilómetros donde la carretera se transformaba en caminos pedregosos, donde los irregulares boquetes sorprendían a nuestro torpe conductor, provocando golpes en el terreno, que nos elevaban al aire, cayendo nuestro trasero como proyectiles que golpeaban en los incómodos y rígidos sillones. Muchos instantes de dolor, sorpresa y resquebrajo de espaldas, que no permitían reposo en la larga espera del encuentro con el firme y plano asfalto. Aunque la carretera regular también llegaba, en largas rectas entre la hermosa sabana africana, propia de los trópicos que pisábamos, con formidables llanuras cuyos confines se perdían a nuestra vista, donde se encontraba permanentemente vegetación herbácea, a las que acompañaban arbustos, matorrales, y diseminadamente las elegantes acacias y los milenarios baobabes, que hacían las delicias de los amantes de las fotografías. Cuando la tortuosa carretera lo permitía, y gracias a la lenta conducción, nos podíamos recrear en las maravillosas vistas, con la sorpresa de los graciosos babuinos, los cuales acechaban a los conductores despistados desde las veredas arenosas de la vía, siempre dispuestos a poder hurtar cualquier enser o alimento a la mínima ocasión posible. El descaro de los babuinos me asombraba, así como su andar indiferente por el lateral del asfalto, con sus bebes correteando alegremente alrededor, mostrando sus traseros coloreados con cómica dignidad.
Cansados por el sinuoso trayecto, paramos en el municipio de Naivasha, una ciudad mercado, es decir un emplazamiento creado para los turistas del lago de Naivasha, ello lo percibimos inmediatamente tras el despliegue de decenas de comerciantes que nos inundaron por todos los lados, mostrándonos sus llamativas mercancías, de madera, marfil, hueso y otros materiales transformados en collares, pulseras, anillos, joyeros, mapas, reproducciones de animales, cuadernos en suahili e inglés, y mucho más. Lo extraordinario de la inquietud del comercio, y del propio ser humano, es su poder de adaptación, ya que solo con observarnos varios africanos comenzaron a hablarnos en italiano y español, tras lo cual, gracias a nuestras entrecortadas respuestas, descubrieron rápidamente que nuestros rasgos latinos se ubicaban dentro de la península ibérica, permitiéndoles poder comunicarse mejor, para maximizar las ventas de sus artilugios. Me reía con pensar los ásperos prejuicios de conocidos míos europeos, convencidos de la torpeza de los negros africanos en aprender y emprender. Que zoquetes quienes heredando una tradición que les permitió un nivel de educación y de bienestar tan grande, se creen privilegiados por sí mismos, ególatras engreídos que nunca entenderán del verdadero sentimiento de generosidad, de dar las gracias por aquello que somos, y que con el esfuerzo y el desarrollo de tantas generaciones pasadas, hemos logrado.
Entramos en una gran sala, con numerosas mesas, donde los africanos montaban una gran algarabía, mientras degustaban platos de comida. En la gran barra de enfrente pedimos para comer medio pollo con patatas, cuya carne era muy prieta, servidos con un poco de col hervida y los condimentos de tomate con o sin piri piri, que con tanto gusto conjugaba para enriquecer el sabor de todo lo que degustaba. Tras la breve estancia en este pueblo de paso, observé como Sarah, la osteópata inglesa, la locutora amateur de una radio inglesa, esa señora mayor de pelo canoso y atractivo rostro que me sorprendió por su fuerza y simpatía, se despedía de todos nosotros, incluso de su hijo Jeffrey. Su próximo destino es mejor relatarlo sobre sus propias palabras, entresacadas de entre las íntimas conversaciones que escuchábamos en la tenue oscuridad del crepúsculo, en el patio de casa Anders: “lo hermoso de África está en sus tierras, en sus gentes, en los puntos más dispares. Su riqueza se debe de buscar en lo todavía auténtico de su naturaleza, tienen zonas tan hermosas como el lago Naivasha, ese prístino paraíso donde la fauna sobrevive agonizando ante los nuevos problemas que se les presentan. La mayoría de las flores del mundo nacen allí, lo que debería de ser una suerte, con la sobreexplotación de las empresas europeas se convierte en el comienzo de un caos de lodo y plástico de invernadero. Muchos poblados itinerantes se montan en estas tierras, zonas de chabolas, asentamientos nómadas, de seres humanos humildes que sirven como mano de obra barata. La belleza persiste, pero… ¿hasta cuándo? Yo voy a contemplar lo que la vista me permita.”
El autobús arrancaba sin una leve carga, ya no llegábamos al paso de caravanas del desierto, por lo cual teníamos que hacer noche a mitad del trayecto. La expedición respiraba casi al cien por cien español, salvo Cris, Jeffrey, nuestros invitados Anders, Unnur, y los amigos keniatas. Seguimos recorriendo la extensa sabana africana, hasta penetrar en la capital de la provincia del Valle del Rift, la bulliciosa Nakuru, otra ciudad turística, en las proximidades del parque nacional de Nakuru, lo cual no resta el caos que representa, ya que es la cuarta ciudad más grande de Kenia, un nudo de comunicaciones que nos hundió en un enorme atasco, donde los matatus, los autobuses, los graciosos y ágiles piki piki, nos provocaron un retraso, que asumíamos con total sumisión, a no ser por el sofocante ambiente, que entrecortaba mi respiración. La suerte fue la parada en la gasolinera, para repostar, lo cual nos permitió tocar el suelo y salir del enclaustrado habitáculo. Fui instintivamente a los retretes, para despejarme, encontrando una enorme muchedumbre entre barrosos suelos que nos conducía a sucios lavabos, donde dos viejos mozos, con botes de agua y un desgastado mocho, cobraban veinte chilins por asear nuestro pase al inhóspito wáter. En esos momentos desistí de penetrar en el perfumado jardín, prefiriendo estirar las piernas en la plazuela desierta y encharcada. Tras la gasolinera, estaba flanqueada, por todos sus lados, de casetas donde se comerciaba comida guisada, refrigerios, aperos y todo tipo de mercancías, ya que las fachadas de las casetas metálicas se mostraban al aire libre, como mostrador directo para los transeúntes de la calle. Mientras, el ocaso del día hacía acto de presencia, con el poder de sus tonos grises, con una precipitada pérdida de claridad que conlleva a la confusión de los sentidos. Quedé aturdido ante las miradas de ciertos africanos con sombrío observar, quienes vestidos de harapos y con los rostros sucios, se me acercaban extrañados e interpelando palabras que no llegaba a entender, en su dialecto local, con ojos desafiantes y el deseo de tocarme, unos pidiendo dinero con sus manos, otros mediante sonrisas con desdén y gestos desafiantes. Marché precipitadamente, desembarazándome del amago de agarrarme de uno de ellos, huyendo acongojado sin mediar palabra, sin dar respuesta a las llamadas vacilantes que pretendían la afrenta, la injuria que les procurase mi inconsciente regreso. Muy diferente era mi decisión, subir al autobús que me esperaba, reencontrarme con mis entrañables compañeros de aventuras, reposar sobre el duro respaldo del rígido asiento. Así lo hice y el viaje, evitando el lamentable descuido, continuó.
El autobús se desplazaba sin poder evitar el sentirnos, a esas horas, rodeados de nocturnidad. La larga jornada había transcurrido dentro del autobús, entre los lógicos nervios y tensiones de algunos miembros de la expedición, los cuales intenté apaciguar en todo momento, con calma, una sonrisa y alguna que otra broma. El desierto de Pokot estaba más cerca, aunque debíamos de ser conscientes del retraso, ya que el paso de caravanas al desierto estaba cerrado, lo cual nos impedía proseguir el viaje, por lo que Paul nos comunicó que íbamos a hacer noche en Eldoret, una gran ciudad que enlaza Nairobi con la capital ugandesa de Kampala, a orillas del lago Victoria. Eldoret también sirve de conexión con la ciudad de Kisumu, en la orilla opuesta a Kampala, y de Kitale, desde donde deberíamos de tomar la A1 que une estas dos ciudades en dirección hacia Lodwar, nuestro misterioso destino. La oscuridad invadía todos los resquicios del viejo vehículo, la luz difusa y corta de los faros se habían convertido en el ínfimo hilo que nos conectaba con la siniestra realidad, donde los sonidos del exterior provocaban la alerta ante el vasto mundo que nos rodeaba, tras la escasa vegetación inapreciable y los montículos dispersos que se apilaban a los lados de la tétrica carretera, la grandiosa naturaleza mostraba un todo inalcanzable e inhóspito. Una gacela se cruzaba fugazmente frente al autobús, motivo suficiente para que el torpe conductor redujese aún más la marcha. La proclamada llegada a Eldoret no se producía, mientras el conductor acercaba alarmantemente sus hinchados ojos a la luna delantera, intentando atisbar las líneas blancas que marcaban el camino.
Por fin las lumbres centelleantes de las chabolas que rebasábamos a derecha e izquierda nos dieron la calma deseada, Eldoret ya se encontraba cerca, poco a poco penetramos en las estrechas arterias de la gran ciudad, donde el bullicio de sus calles nos sorprendió, gentes que inundaban las aceras frente a innumerables edificios, la mayoría de dos plantas. El autobús paró al lado de uno de estos edificios, en su fachada, en letras pintadas en negro, sobre una fachada amarilla pudimos distinguir las siglas de nuestro esporádico hospedaje: Hotel Assis. Tras bajar nuestras pertenencias, con la fatiga del demoledor viaje, ya en la recepción un joven keniata nos asignó las habitaciones. Con gusto comprobé que me asignaron una habitación triple, la cual compartí con Nacho y Javier, agradables muchachos que tras aposentarnos en la habitación, intentaban convencerme, con extremado interés, en acompañarles los días libres al final del viaje, a la antigua ciudad de Lamu,
__Juan__ me comentaba Nacho__ en un artículo de National Geografic relataban que Lamu se encuentra en una isla, donde los manglares, en sus costas cercanas, convierten la zona en un paraíso natural.
__Si, y además__ reponía Javier__ Lamu es la más antigua ciudad swahili del África oriental, construida en piedra coral y madera de mangle.
__Así es__ les confirmé con una amplia sonrisa__ y dos cosas habéis omitido, la primera sus estrechas callejuelas, la hermosura de su arquitectura pintada en cal blanca, la fascinación de los burros que pasean todas sus calles, la imponente ciudadela portuguesa en el centro de la ciudad; la segunda sus gentes, ya que en esa tierra aislada, el Islam es prioritario, por lo que su cultura y religión transforman la esencia de su devenir diario, entre burkas, candelabros y aroma a especies.
Recostados en la cama, protegidos por unas enormes mosquiteras, reímos nuestra coincidencia e interés en tan singular aventura, mientras Javi susurraba__ jo!! Yo pensaba que teníamos que convencerle nosotros a él, pues nada, creo que ya está decidido
Antes de dormirnos aproveché el candor de la oportunidad que se me brindaba, para conocer mejor las sensaciones reales de tan entregados compañeros, en cuanto a las vicisitudes que vivíamos en este singular viaje. Javier ya tenía experiencia en la fundación Vicente Ferrer, en Anantapur, como cooperante dentista; así como en Dentistas sin Frontera en Nicaragua. Nacho, sin embargo, era igual de novato como yo, en estas experiencias vividas. Sin embargo, el ímpetu constante de Nacho siempre era más revelador, ya que adelantaba sus palabras a su propio pensamiento, mediante una sincera conclusión__ Fast Help trata de una ONG “de andar por casa”, con el indudable encanto de la experiencia de aventura y la bondad tanto de Paul como del doctor Víctor, como de todo el grupo en general.
Javier, con más experiencia, nos afirmó__ veo parecido Fast Help con Dentistas sin Fronteras. Aunque me extraña que Paul, o quien le corresponda, no estuviesen una semana antes para organizar la expedición. Paul llegó incluso más tarde. Es un follón tremendo la falta de puntualidad, ya ves…, deberíamos de estar en Lodwar, y nos hemos quedado aquí retenidos. Por otra parte la gran organización de fundaciones como Rural Trust Development en la India, donde no les faltaba ningún tipo de condiciones de aseo, de acomodación, de traductores, de desplazamiento,… Uf!!
__ Claro está…__repuse convencido__ Me hablas de cooperación en una región determinada, apoyando a unas familias de pobres.
__Por supuesto__ contestó Javier con un tono más severo__ Así y todo, en mis tres experiencias lo más satisfactorio es el grupo humano que participa en las expediciones, demostrándome una vez más una de mis intuiciones más intimas, el que participar en este nuevo mundo de la solidaridad, de dar sin esperar recibir, te hace conocer a personas excepcionales, o como mínimo, a personas con inquietudes que intentan mejorar y sentirse útiles de verdad.
__Cierto es…,__ aunque afirmé sus bien intencionadas palabras, no pude evitar suscitar, con grave voz, un elocuente sarcasmo a modo de preguntas__ ¿dar sin esperar recibir?, ¿personas excepcionales?, ¿mejores?, ¿útiles? De verdad creéis esas patrañas.
__ ¿Cómo?__ la sorpresa de mis agrias palabras conmovieron violentamente la sensibilidad de mis adorables compañeros, quienes me miraban atónitos.
__ Si, ¿Ayudar es dar limosna? ¿Cuidar es curar con tiritas?, ¿Comprendemos realmente a estas personas que visitamos cada día, a esos desdichados negros? Aparte claro está, el debate que nos adentraría en el enorme desconocimiento de las necesidades humanas, de sus esperanzas y anhelos, de sus miedos y frustraciones. Pero para ser sincero primeramente con nosotros mismos, me gustaría virar mi reflexión hacia nuestro mundo, hacia la realidad que nos rodea, y la fatalidad inherente de nuestras insanas decisiones. ¿En que pretendemos mejorar? ¿En nuestro modo de razonar, decidir y actuar? ¿O más vagamente, en nuestro sentimiento de identidad, de propia satisfacción, el cual nos puede hacer sentirnos útiles? ¿Pretensión de mejorar, o simplemente ilusión de sentirnos mejor, con los retos y compromisos cumplidos?
Tras un cortado silencio, la voz de Nacho no se hizo esperar__ sí Juan, nos sentimos un poco mejor, y además viajamos, conociendo cosas nuevas, viviendo experiencias, haciendo amigos en lo más lejano.
Javier no respondió, apagando la luz de la habitación. Mi pensamiento viajaba a otros confines, sin posibilidad de abandono de mi limitado ser, reposaba la espalda en el blando e incómodo somier, en busca de la adecuada posición. La luz del patio de luces se colaba con gran intensidad, por los orificios de las ventanas metálicas descuadradas. Frente al hotel, la música del bar y la bulla de ocasionales borrachos que violentamente lanzaban chillidos desbordantes y amenazantes, desvelaban mis cansados párpados. Esta noche prometía ser una de esas largas veladas en las cuales se confunden las horas despiertas, con la mente inquieta y revueltos pensamientos obsesivos, de aquellas leves ensoñaciones que aunque satisfactorias, distorsionan la percepción real de descanso. Mente aturdida, reflexiones desenfocadas, pensamientos repetitivos sin posibilidad de control.
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