Las sombras de la epidemia
El viento levanta un leve susurro: “os mentiré, cambiaré de amigos, incluso de conocidos. Repudiaré la sangre de mi familia, romperé con mis raíces. Estigmatizaré a mi pueblo, burlándome de mis fieles seguidores. Todo el mundo empobrecerá...
¿¿¿Porque se busca en mí una culpa??? Simplemente sobrevivo, con la satisfacción de cantaros lisonjas, que os permitan la ilusión, el hermoso espejismo de la abundancia, del infinito progreso que conquistar. Y yo, si yo, vuestro salvador, continuaré espléndido.”
El viento pasó a ventisca, el viciado aire olía a muerte. Mientras tanto, los nuevos dueños de la caverna se protegen. Comienzan los incendios que arrasan las evidencias, las injusticias con la intención de barrer a los héroes, de olvidar los tiempos funestos.
Los cortesanos, jóvenes de frágil rostro, danzan alegres y confiados, arriba del torreón las ventanas se cierran a cal y canto, únicamente traspasado por la dulce melodía del salón. Quienes antaño desfilaban complacidos por las majestuosas escaleras, expulsados hoy, observan desde la ribera del camino, en la profunda nocturnidad.
En el gran salón las carcajadas de los nuevos inquilinos resuenan tronadoras, la música de la citara no cesa, mientras desfilan bailando jóvenes imberbes con escasa ropa de sedas finas, los bufones no pierden su oportunidad de lucirse con burlonas muecas que deleitan a los nuevos señores, ataviados elegantemente alrededor de la gran mesa llena de bandejas con suculentos manjares: cordero, ternera, frutos exóticos y jarras repletas del mejor vino de la campiña. Todo discurre con absoluto desorden y relajada embriaguez, lo cual siempre conduce a la futilidad en las conversaciones. Momento el cual, el más anciano de los comensales, Bono el Ancestral aprovecha para disertar:
— Una epidemia nos amenaza, llena de oscuridad nuestras tierras, así muy bien lo predicen los sabios ancianos, ¿deberíamos alertar certeramente a nuestro pueblo?
A solo tres sillas de distancia, Pablo el Rebelde, mirándole con desdén y desprecio arremete— esos que llamas sabios, no lo serán tanto si se asientan en taburetes, a hurtadillas, en cabañas mediocres. La misión es nuestra y el pueblo debe escuchar nuestros certeros designios. ¿O piensas que la providencia nos encumbró para escuchar miedosas súplicas?
Frente a el, Salvador el Negligente abraza a una bailarina semidesnuda, mientras grita entusiasmado— claro que ayudamos a nuestro pueblo, que harían ellos sin nosotros, Pedro, excelencia, ¡¡explícales las buenas nuevas!!
El rostro de Pedro el Espléndido se muestra emocionado, mientras se levanta ceremoniosamente, agitando las manos y provocando el repentino silencio— las nuevas ordenanzas ya están escritas, un trapo en la boca salvará a nuestros conciudadanos de la enfermedad, y para evitar discordias mejor que no se arrimen, decretare un toque de queda que les obligara a retraerse en sus chozas.
— ja, ja, ja— reía el alegre bufón Rufián, provocando el desenfreno de los señores— este es país de envidiosos, ahorraremos en guardias ya que ellos mismos se denunciarán, el que no lleve el trapo: al calabozo. Debemos culpar también a los mesones y tabernas, a los negligentes de sus dueños, a los borrachos y miserables que les visitan.
Bono, con actitud contrariada y sin evitar gesticular con gravedad, ¿espetó, pero medidas al aire libre? ¿Prohibirles respirar sano?, cerrar tabernas y terrazas?, recluidos, todos ellos, ¿en sus miseras cabañas?, ¿¿y la higiene??
La risa sarcástica de Rufián zanjó la discusión— acógeles tú en tus aposentos, necio hipócrita.
Y la fiesta continuó, en el olvido de las inhibiciones y el encuentro con el jugo de los placeres terrenales.
De improvisto, un ruido ensordecedor estremece el mundo. Todos salen despavoridos, los unos y los otros se miran con desdén. Observan la montaña nevada, en la cual se prolongan devastadores aludes, rocas, nieve y lodo descienden violentamente, despejando un ancho camino, de los cuales surgen huesos, esqueletos, cadáveres, enterrados un tiempo atrás, todos ellos, los ancianos y viejos del lugar.
A pocos kilómetros, en una modesta cabaña, emplazada en medio de un páramo, abre la puerta la vieja Esperanza. Ella lo otea todo, su rostro arrugado, su mirada plácida, inspira a la vez la ternura de lo posible, la frustración de lo cotidiano. Mientras pronuncia unas palabras en voz baja “cuando aprenderán...”
Los cuerpos descompuestos de los ancianos surgen a la luz, mientras los pastores que recogen el escaso rebaño vivo, rehuyen mirar los cuantiosos despojos humanos.
Esperanza, con sus cientos de años, piernas hinchadas y moratones en las caderas, arremete la subida por la abrupta montaña. Su amigo Sabiduría, baja a su encuentro, totalmente desfallecido, las fuerzas le han abandonado, su abrazo muestra ternura. Conversan sobre la mediocridad de los gobernantes en otros reinos, sobre la vil mentira cubierta de hierba. Sus amigos del ejército imperial se revelan ante tan graves injusticias. Será suficiente su dignidad, o caerán ante la falta de cordura de los jóvenes déspotas.
Es medio día, fin de aquellas húmedas noches, momento propicio para que la escarcha se desvanezca ante la implacable irrupción de los rayos del Sol. Bajando la ladera se dibuja una sinuosa calle de barro, que comienza a atravesar casas dispersas, logrando ser más recta en la profundidad del poblado. Casas de piedra con techos de teja roja, portalones de madera abiertos de par en par, unos desprendiendo el olor a pan, otros a salazones de mojama de atún y bacalao. Enfrente el sonido estridente del golpe en la fragua. En todo el pueblo se honra el trabajo duro, aunque los elevados impuestos han generado una nueva casta de bribonzuelos, los cuales prefieren mendigar en las puertas del torreón, antes que aprender un oficio. El sacrificio queda en manos de los viejos, de los agotados padres y abuelos.
El caos se intuye en el ambiente, una desbandada de urracas alerta a los vecinos. A lo lejos, golpes de cascos de caballos al trote provocan una enorme algarabía por parte del ocioso pueblo, a la vez que se desmoronan los ánimos de los protectores del gran torreón, cuyos arqueros, encaramados en la parte superior de la gran muralla que separa los torreones del exterior, tensan los arcos, elevando al cielo el sentido de las puntas de las flechas. En el interior los cortesanos revolotean sin dirección definida, reclamando la atención de los gobernantes anonadados.
Hermes, el gran general, detiene su corcel negro frente a las puertas del torreón. Tras él, miles de soldados blanden sus defensas en posición marcial. Las cornetas suenan, la puerta del torreón se entreabre en señal de paciente sumisión. Su capitán eleva al cielo un grito tronador “las deudas se pagan”.
El silencio se hizo omnipresente, de la puerta del torreón salían los gobernantes cabizbajos, con serviles miradas e hipócritas sonrisas. Miserables sombras de aquellos bellos rostros, que en sus
fastuosas recepciones y sus bacanales banquetes tanto presumían, tratando con tanta ignominia al honroso trabajo de su pueblo. Hermes extendió su brazo derecho, ahí donde se posó su bello halcón negro. Con la mano izquierda propuso detener la comitiva, el tiempo ya se había agotado, las palabras sobre tantas fechorías tomaban el significado de la agria bilis. La venganza es fruto del orden ultrajado. El elevado precio de la irresponsabilidad cayó como castigo divino. El ejército imperial había sido instruido, las órdenes definidas estratégicamente recaían sobre los ciudadanos De la Villa, que con tanta curiosidad se acercaban al desfile. Con gestos precisos y sigilosos, los soldados armados solicitaban a los adultos artesanos que se despidiesen de sus familias, que les entregasen sumisamente sus pertenencias y herramientas, las cuales se colocaban en enormes carromatos de carga, que enfilasen ordenadamente tras el séquito armado, para marchar a tierras lejanas, y así como castigo, que dejasen precipitadamente huérfana la industria del reino.
En las escarpadas montañas, aquellas que se alzan solemnes, con sus picos nevados, allí donde besan y penetran las grisáceas nubes, decenas de grutas y cuevas asoman aguardando un sutil secreto. Un peregrino encapuchado, resguardado de la acuciante ventisca, que golpea incansable el borde del inconmovible macizo, asciende sorteando las numerosas rocas que despuntan en la inclinada pendiente, hasta llegar a una zona con mayor espesor de arbustos, donde los pinos surgen victoriosos, sobre el suelo pedregoso. Abriendo el gran abrigo que le envuelve extiende sus enormes brazos tensados, para con una agilidad inusitada, retirar una maraña de espinosos matorrales, la cual ocultaba una gruta muy similar, a las otras cuevas más perceptibles a simple vista.
Decidido, entró en las mismas entrañas de la montaña, mientras se despojaba de su capucha, mostrando un rostro severo, con alargadas mejillas, marcadas por innumerables arrugas, surcos que descubrían la marcada agitación de su larga vida.
Tras varios metros de oscuridad profunda el pestañeo de leves llamas le daban la bienvenida, mostrando una bóveda misteriosa adornada de bellas estalactitas. Allí se encontraban reunidos, en acalorada conversación, tres hombres y tres mujeres, de edad también avanzada, quienes con plácida mirada saludaron al recién llegado.
— Hermano Sabiduría, te esperábamos hace ocho años. — El más anciano de todos, un hombre alto con gorro blanco, vestido gris, alargado y apaciguado rostro, se dirigió presurosamente hacia el recién llegado.
— Cuantos males se hubiesen evitado...—clamó Sabiduría— pero estaba escrito en los anales del pasado, del presente y del futuro, que este pueblo sufriría por su dejadez y desventura.
Las palabras, los gestos, parecían reclamos, recriminaciones a la desfachatez de otros. Su experiencia regia la responsabilidad de sus cansados ánimos. No entendían como sus allegados, sus antiguamente protegidos, actuaban con tanta desfachatez, con la ignorancia de los recién nacidos, con la desidia de los convencidos de que sus duendes, sus protectores siempre les salvarían.
Vociferaban venganza, reclamaban justicia, modestia y rectitud. Los dados, de hueso de perro, ya habían caído al suelo. El tiempo transcurrido era de imposible retorno. El mal gobierno de sus amigos del Sur había abierto heridas profundas, una serie de cataclismos desencadenados que atemorizarían a todos sus vecinos los próximos años, incluso décadas, arrojándoles a la miseria, a la engañosa limosna.
Dos hileras de corceles negros irrumpieron en el corazón de la pequeña aldea, atravesando la vía principal con ritmo vigoroso. Una anciana con sus manos arrugadas, retira presurosa a dos niños de medio la calzada. Juan el herrero, enorme de cuerpo y de mente estrecha, recrimina, brazos en alto, la premura de la anciana, mientras se sube su grueso cinturón por encima de su enorme tripa, sonriendo, complacido, a la espera de la comitiva. Las humildes familias salen pausadamente de sus miserables chozas, cabañas endebles de barro, con escasos tableros de soporte y techo de cañas secas.
Ya han pasado meses de la visita del general Hermes, los ánimos en las calles De la Villa vuelven a la normalidad. Los cortesanos, a espaldas de las necesidades de su pueblo, se han atrincherado en el interior de los torreones, a la espera que la niebla del olvido elimine el rencor de huérfanos y viudas. Un domingo del inicio del otoño, las puertas del torreón se abren de improvisto, la comitiva real marcha adentrándose en el poblado, la muchedumbre se aparta al paso de los caballos, ¡¡aunque un grito seco detiene la comitiva— Alto!!— todos los soldados quedan inmóviles, expectantes, ante dos jinetes que les sobrepasan al trote. La anciana se cruza en su camino, provocando la irritación de los equinos, los cuales levantan sus patas delanteras, provocando el desconcierto de sus enojados jinetes.
— D. Pedro, está bien.
— Mierda, claro que bien, ¡¡que hace está vieja loca!!
La anciana, paralizada en medio de un charco de fango, cabizbaja y con mirada tensa, levantó su mirada hacia quienes le hostigaban— siempre igual, siempre igual...
La multitud de soldados enfurecidos blandían sus espadas, mientras los lugareños, muchos de ellos humildes agricultores y comerciantes, estaban atónitos ante la extraña actitud de la anciana, a la cual nadie reconocía.
— Estúpida!, ¿soy Pedro “el espléndido”, no me reconoces? Aparta de mi camino, tengo que comunicar palabras importantes a mi pueblo.
La anciana, sin amedrentarse, con el rostro sudado y encolerizado, levantó su brazo derecho, elevando su índice — Disculpa muchacho, mi nombre es Esperanza, tras de mí vendrán muchos otros, vuestras espadas cederán... Dejad de atemorizar a vuestro pueblo, ellos no deben pagar vuestros errores con su miseria. ¡Dejad ya de engañar y robar!
En las terrazas de las tabernas disputan hombres de pinta humilde, mal afeitados, entre insultos e inferencias a la honradez de sus compañeros de mesa, entre sorbo y sorbo de grandes jarras de vino. Las despampanantes mozas de taberna, con escote generoso, rellenan generosamente las jarras, con tinajas que manipulan con sus recios brazos. El tumulto, sentados desordenadamente, entremezclándose en las conversaciones de sus vecinos de barra, a la busca de gresca, se notan clamorosamente exaltado.
Clama a lo lejos el tambor, cornetas con sonido agudo vibran al soplido de sus boquillas. La calle se llena de pueblo, familias enteras salen de los portones abiertos de los humildes hogares de una planta. Entre el gentío camina con paso agitado una anciana vestida de negro, aunque con la apariencia de dignidad que tras su juventud no se desvaneció. Esperanza estaba nerviosa, tras mirar a su alrededor lanzó un grito desgarrado— ¿dónde estáis los viejos del lugar?
Distraídos los niños, mozalbetes callejeros, reían correteando alrededor de ella. Un caballero bien vestido, les alertó: ¡¡niños molestad a los vuestros!! Y con un leve saludo respetuoso comentó— La comitiva Real se arrima a la Catedral, se dispensarán honores y luto por los no vivos.
A caballo desfilaba el monarca, acompañado únicamente por el general Hermes, ante la ausencia de los gobernantes del reino, aquellos que más sabían, aquellos que más ocultaban. El cardenal esperaba en lo alto de la escalinata, acompañado de un cortejo de seminaristas y frailes imberbes. El peso de la mirada de Esperanza se posó en él, atenazado por el sombrío recuerdo de tantos muertos escondidos.
—Donde está Pedro el Espléndido? Y su jorobado bufón de corte— clamaban los vientos.
Una tromba de personajes de negro se acoplaba a la espaciosa tienda construida expresamente para este evento. Eran unos veinte hombres de todos los pesos, y edades maduras, lucían una leve barba, que les delataba. Sus rostros judíos mostraban un expresivo disgusto. Blandían en sus manos cientos de bonos reales, papel sellado, marca del compromiso de algunos gobernantes irresponsables.
La epidemia había mermado las arcas del enorme reino del Ibero. Un conjunto de poblados del Sur, donde su ignorante plebe recelaban entre ellos, como considerándose mejores que el pueblucho distante en 300 kilómetros. Aunque curioso era el paradójico odio que en ocasiones sentían hacia los habitantes de aldeas mucho más cercanas, vecinas muchas de ellas, incluso de las cercanas pedanías.
El odio olía a rencor, a sentimiento de venganza, la cual provenía de las impactantes imágenes que se repetían en sus nocturnas pesadillas, de campos fangosos repletos de despojos humanos, de bestias de todos los tamaños, carroñando por doquier. Aún peor, en las granjas de acogida de los viejos, las cuales olían a descomposición, a una irrespirable putrefacción que lo envolvía todo, de un ambiente nauseabundo.
Sin embargo, los cortesanos seguían de fiesta. La orgia y el desmadre nunca saciaban a los amigos de Pedro el Espléndido. Sentían el poder del privilegio, de ser dueños de su lujuria, la cual nunca tenía fin. En la gran librería del castillo se reunían los principales, enormes aplausos de complacencia se escuchaban. Allegados ideológicos del gobernante, entre los cuales destacaba un ser magnífico, quien aunque con una chepa visible, conjugaba el brillo de sus ojos, sus agudas palabras, la seguridad de sus gestos y la determinación de sus acciones, hasta el punto de embriagar las mentes del resto de la comitiva, dándoles el arrojo suficiente que les permita ignorar el dolor de su pueblo, más aún que les dote del confort de sentirse garantes, de algún maldito artificio, el cual les respalde como arquetipos del principio de justicia, o como mínimo de bondad.
Legiones de soldados salen a caballo, raudos y feroces siguiendo las órdenes de la corte. Su misión la recaudación, de lo que marca la costumbre, de los deberes del vulgo. De todos aquellos despistados, que deben sentirse orgullosos de la bandera que les corresponde besar. Esta vez la campaña militar en tierras propias es más difícil. En ningún momento deben sonar trompetas de rebelión, la sustracción de los bienes del pueblo se promete abundante y sigilosa. ¡El plan está tejido, Pedro el Espléndido es un ser victorioso!! “aplaudid y cantemos laudes por nuestro salvador”!!
A trote se acercan siete jinetes encapuchados, recorriendo un sinuoso camino que les adentra en las entrañas del bosque, tan frondoso que los rayos del Sol son casi imperceptibles. En el corazón de la densa vegetación aparece un estrecho riachuelo que juguetea con pequeñas cascadas en un sendero rocoso, al lado en un descampado solo cubierto por el espeso follaje de un enorme tejo, aparece una hermosa cabaña, con techo de cañizos. Los caballistas se detienen, baja una enorme silueta que al desprenderse de su capucha muestra su noble rostro. Así Sabiduría entra corriendo, tras golpear con fuerza la puerta. Se acerca a la cama, cogiendo la frágil mano de la anciana Esperanza, quien yace postrada en la cama.
Y así el mundo...
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