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Historias de Juan Nadie » Capitulo. XX El lago Turkana, el eterno retorno. »


Domingo, 8 de abril de 2012

 

 

Despertamos de madrugada, el nuevo día nos iba a deparar una nueva actuación médica, en la cercana localidad de Kalakol, un pueblo aislado hacia el noroeste, allí donde los ancianos del lugar nos comentaban que el polvo y la arena del desierto lo invaden todo. Aunque lo que más me atraía ante el pronto amanecer era la posibilidad de acercarnos al  enigmático lago de Turkana, a sus orillas, sus claras aguas, allí donde leyenda e historia se unen a los prístinos orígenes de la humanidad. Al salir de la habitación sentí una agradable bocanada de aire fresco que la noche nos retenía, una sensación de satisfacción que mis sentidos descubrían como nuevos. Apreciaba como mi obstinado carácter de antaño, huraño en las formas, cambiaba, se endulzaba ante el cúmulo de las experiencias vividas. Por fin sentía deshacerse el nudo de mi estómago, notaba como una silenciosa serenidad me invadía. Me percibía pequeño, a la vez que dispensable. Pensaba en los días que había dejado atrás, en las penurias sufridas, en las injusticias que alcanzaban a tantas gentes humildes, a tantos niños indefensos y desaliñados. Aunque recogía dichos pensamientos con una inesperada calma, con el saber del mundo en el cual vivimos, y sin pretensiones absurdas que nos legitimen para nada. El saberme y sentirme hormiga me permitía adoptar una posición distinta, donde el sentido común de nuestro verdadero tamaño no mengüe nuestras vitales posibilidades.

 

Una sorprendente noticia madrugó en tan solitarias tierras. Por fin la puntualidad se aliaba con la expedición. Nada suele ser casualidad, ya que a ello se unía el cambio de chófer, por un keniata más joven y con la vista sana, a quien se dirigían con el nombre de Karani. El joven keniata de rasgos suaves y nariz alargada respondió a mi cordial saludo al subir al autobús, con simpatía y un porte orgulloso__ Buenos días, soy karani, de la étnia Kikuyu.

 

__ ¿Karani?__ le pregunté al no entenderle por la rapidez de su alocución.

 

__ Si Karani__ contestaba resuelto el agradable conductor__ Karani es un importante nombre en mis tierras, significa “niño rebelde”, lo observó mi abuelo en el firmamento, la noche que nací.

                       

El autobús circulaba rápidamente por el sucio asfalto de la carretera que nos adentraba hacia el interior de Turkana. En poco más de una hora nos topamos de improvisto, como la continuación del arenoso paraje, con algunas casas dispersas, caladas en blanco, cerradas a cal y canto por viejas puertas de madera. En breve espacio de tiempo, las diseminadas casas daban paso a dos curiosas calles que se escapaban por el horizonte. Las dos calles eran paralelas, con grandes porches tejados de cemento pintado en blanco y cilíndricos pilares pintados en verde. Sus casas eran pequeñas viviendas adosadas, cuya salida daba a los porches tejados. La apariencia del lugar me recordaba las viejas películas del oeste americano, con grandes calzadas de arena limitadas por las pequeñas casas adosadas. Un cartel oxidado, con fondo en blanco, nos mostraba el lugar, a la vez que nuestro destino: Kalokol.

 

En breve descubrimos donde íbamos a instalar nuestro campamento médico, en una especie de corral de la Pacheca, se trataba de un pequeño terreno semiasfaltado al aire libre, entre las dos calles paralelas, el cual me daba la impresión de un pequeño campo de baloncesto, aunque sin líneas, ni palos de canasta. Lugar que no reúne las condiciones higiénicas necesarias, con suelo de tierra, y donde los médicos no tienen suficiente espacio para trabajar. Mientras montábamos las camillas y delimitábamos las zonas de intervención, me paré a observar la suciedad del suelo, nuestra fragilidad a la intemperie. Entendía la necesidad de actuar en estas condiciones, debido a la necesidad de superar el momento que vivíamos. Aunque ponía en duda el porqué de nuestra intervención, o sea el sentido que nos habilitaba a crear dicho espectáculo. Yo, hábilmente, observo una terracita, donde me ubico, cómodo y fresco a crear una línea para administrar de vitaminas a los niños que curiosos se acercaban, con la ayuda de Jorge.  El calor era tan aterrador como en el campamento de refugiados keniatas.

  

  A mitad mañana, descansaba observando como Casimiro atendía a diversos enfermos. Casimiro era un científico de la Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud de Barcelona, a quien el día a día en terreno le había afectado visiblemente. Un gran personaje empequeñecido por la dureza de las condiciones en las cuales atendían a los pacientes. Por ello, y siguiendo un renovado instinto que me lanzaba a hacer y decir lo que sentía sin atender al deber y el decoro al actuar, invité al dr. Casimiro y a su compañera Alicia a tomar un refresco.

 

__Que gracioso eres Juan__ contestó Casimiro con rostro sorprendido__ ¡por Dios! Cuanto daría por una coca cola fría.

 

__Bueno…__ le afirmé posando mi mano sobre su hombro__ yo sigo mis sueños, algo tan sencillo es posible con un poco de pateo. Me seguís…

 

__¡Vamos!__ exclamó Alicia con alegría, mientras se quitaba la bata de servicio.

 

      Les acompañé en un camino que ya conocía, esa era la ventaja de quien danzaba por las calles buscando enfermos y suministrando vitaminas a niños. Entramos en una casa, la cual nos abría un mundo como los de antaño en nuestras tierras, se trataba de un almacén de ultramarinos, donde se mezclaban entre sus elevadas estanterías productos de perfumería, con alimentación, ferretería y otros artículos de uso cotidiano. Tras el mostrador nos recibió un keniata obeso, de gran talla, avanzada edad, con el porte de regentar esas dependencias, quien nos saludó efusivamente. Inmediatamente nos entregó unos refrescos fríos, surgiendo en el momento una agradable conversación.

 

__¿Conoce usted el glaucoma?__ le preguntó Casimiro, ante lo cual asintió afirmativamente el avispado dependiente, tras una breve reflexión, Casimiro prosiguió su curiosidad__ ¿Cuánta población está afectada por la enfermedad?

 

__Uff! Casi todo el mundo, la gran mayoría. __ irrumpió de repente el dependiente__ Ustedes son médicos, ¿no?

 

__Bueno, sí, ellos, sí__ respondí con la humildad de quien se considera un mero espectador.

 

__Saben…, cuando la malaria nos visita, llega la fiebre, los escalofríos, los vómitos__ comenzó a exponernos quejas, con un rostro de preocupación que ciertamente nos conmovió__ y peor aún, quedamos molidos, ya que los dolores en todo el cuerpo no nos permite trabajar en meses, a no ser que muramos. Saben…, es complicadísimo dar de comer a la familia. ¿Cómo trabajar en esas circunstancias? ¿Tienen algo para mí, para mi familia?

 

Otra ocasión en la que nos pedían un imposible, ya que realmente no estábamos tratando patologías muy problemáticas. Aunque Casimiro me sorprendió sacando del bolsillo una tableta de pastillas, que le entregó sin mediar palabra. Al salir, desde la puerta escuchábamos las bendiciones que nos procuraba el dependiente, tras ello giró Casimiro, indicándole__ es cloroquina, tómelas solo cuando note los síntomas, le ayudarán…

 

Salimos despacio, marchando pausadamente hacia el campo médico, tiempo suficiente para reponer mi curiosidad, preguntándole a Casimiro__ ¿glaucoma? No tenía noticias de su problemática, ¿tan ruin es?

 

__Es una patología muy fácil de tratar, si te fijas en sus ojos vidriosos la apreciarás enseguida, ya que pierden la visión pole pole__ explicaba Casimiro, como un libro abierto__ el problema aquí versa en que es una enfermedad endémica.

 

__¿Endémica? Ah, o sea, generalizada, y ¿no hay solución?__ pregunté con curiosidad.

 

__Claro que sí__ paró girando su cara para sentenciarme, con cierta moderación__ pero requiere de un plan nacional de tratamiento, de suministrar unas simples gotitas, durante escasos meses. Con los problemas que tienen, ¿crees que interesa preocuparse por una enfermedad que mata tan poco a poco?

 

La pregunta de Casimiro, con la sonrisa cómplice de Alicia, me permitió el no corresponder con ninguna palabra vacía, innecesaria ante unos problemas que francamente nos desbordan. El rápido regreso al hospital itinerante, nos imbuyó a cada uno en tareas diversas, dejándome la sensación de finalizar una conversación inacabada, aunque sin frustración alguna , más bien esperando con ilusión retomar mi curiosidad sobre la vida, como un alimento con el cual lograr ampliar mis límites, mis concepciones sobre la infinita realidad. Una realidad muchas veces amarga y cruel, una macabra realidad que tanto nos impacta en estos países del Sur. Aunque, ¿es posible que todo lo que entendemos como miseria y pobreza, como dolor y sufrimiento, sea una distorsión de nuestras pueriles sensibilidades y de nuestra limitada visión?

 

Por fin se apiñaban la multitud de enfermos frente a la mesa de triaje. Triste circunstancia motivada por la lejanía de quienes esperanzados acudían a recibir la medicina del hombre blanco. Provenían de todas partes, de los lugares más dispersos del desierto de Turkana, de allá donde no llegan las carreteras, ni los caminos, ni los senderos. Acudían tarde, la llamada les había llegado con retraso, así y todo, se mostraban animosos, sin comprender que eran las tres de la tarde, y que nuestra prioritaria intención era marchar a visitar, pasear y disfrutar del lago Turkana. Los turnos se aceleraron, con el renacido vigor de la juventud de nuestros cooperantes. Con extraordinaria voluntad atendimos al unísono a todos los pacientes, agasajando a los niños con el premio del caramelo, a los mayores con una sonrisa de satisfacción y a los ancianos con la caricia del aprecio, un valor tan ausente, y a la vez, tan bien recibido.

 

Salimos rápidamente de Kalokol, hacia el paraje que tanto deseaba apreciar. El lago Turkana se me representaba como un mar refugiado tras la inaccesibilidad provocada por el rudo desierto. Nuestro viejo autobús surcaba caminos, donde el asfalto se perdía bajo el polvo y la arena, a través de valles calientes y el caos de piedras volcánicas. La crudeza del ambiente me da a entender lo complejo y paradójico de la vida en estas tierras, donde solo las especies más resistentes pueden pervivir, y ello me provocaba una efusiva emoción, ya que el ser humano, a quien yo mismo siempre he considerado un ser endeble, nació en estas tierras, viviendo sus primeros balbuceos en las orillas del espectacular lago. La paradoja se me aparecía al observar a ese primitivo humano, el cual surgió del polvo, en la costa del lago, ese ser antaño tan fuerte que desafió a las condiciones adversas, comenzando un sinfín de migraciones, que todavía en nuestros días se producen, sin la comprensión, ni la empatía de quienes llegaron antes a la tierra que, por motivo o casualidad, busca cualquier emigrante. Y mi suerte recaía en que el día de hoy había logrado observar de cerca los sobrios, oscuros y arrugados rostros de esas gentes auténticas, de quienes han debido de desarrollar un magnífico instinto de supervivencia, para subsistir en tan austeras condiciones.

 

El paisaje que se me anteponía era espectacular, de una belleza serena, con los restos de antiguos torrentes de lava, compartiendo lugar con palmeras y una densa vegetación arbústea. Por fin, las orillas del lago Turkana nos recibían con su perenne elegancia, unos niños africanos, tomando el baño desnudos parecía que nos recibiesen con sus gritos y risas, salpicando el agua turbia del mar que se nos presentaba con gran majestuosidad. El mar de jade era tan extenso que el horizonte rompía junto a su agua, sin observar fin alguno, y con la bendición del río Omo, el cual desde Etiopía ejercía como morador y revitalizante cordón umbilical. En el fondo, a ambos lados, muy lejanos se encontraban sendas formaciones montañosas. Frente a la orilla, a cien metros, un pequeño estanque nos recibía repleto de una especie de flamencos, con pico ancho; aunque más que estanque parecían charcas que se intercalaban alternamente al borde del lago, en lo que nuestra vista nos permitía alcanzar.

 

Ya en el atardecer, me encontraba distanciado de mis amigos, en cuclillas, con la mirada perdida en la inmensidad del paraje. Como un acto reflejo, motivado por la paz que experimentaba, saqué de entre mi cartera de piel una pequeña foto, la de mi padre, Paco el pastelero, con su carita redondeada, su ancha frente, su plácida sonrisa picarona, sus ojos astutos, los cuales en su avanzada edad, brillaban de un modo especial, como anticipándose a todo lo que le rodeaba. Trajeado y con la corbata de tonos verdaceos, me observaba con orgullo, curiosidad y preocupación. En el tiempo del retrato ya estaba fatalmente enfermo, diabético y dialítico crónico, se codeaba sin miedo con Tanatos y las Keres, en una idílica danza, no exenta de dolor. Postrado en la cama del hospital, exhalando sus últimos momentos, ya en el día de su viaje sin retorno, me llamó, me cogió delicadamente la cabeza con sus anchas manos y me dijo complacido: “intelectual…, tu mente nunca para”. Sonreí por las curiosas palabras que no llegaba a comprender, disimulando mí pesar, ante la fatalidad del momento. Sus últimos años tuve la oportunidad de pasear junto a él, conversando distendidamente, entendiendo sus preocupaciones, escuchando las múltiples alabanzas que el orgullo de padre susurraba hacia toda su prole, aún más, compartiendo sinceras confidencias. Todo ello me llevo a creer que mi conciencia se había preparado para el trágico desenlace. No fue así, la memoria de su pérdida hizo mella en mí, me mantuvo largo tiempo aletargado, desesperado, frustrado por la incomprensión de tal injusticia. ¿Una injusticia? Bueno pues sí, una injusticia venidera para cada recién nacido.

 

Ahora todo había cambiado, finalizando mi peregrinaje por estas tierras, la calma me invadía plenamente, sintiendo la serenidad de la naturaleza. Este fue de esos momentos en los cuales los sentidos se abren todos, dejando paso a una paz interior, al roce fresco de la brisa, a una reflexión duradera e intuitiva, sobre los tiempos pasados, olvidando el pesar de lo mundano, incluso mi sensación de cansancio, apreciando mi ser sereno, con la calma que me permite sentir la comunión entre cuerpo y alma, con revitalizada espiritualidad, con una extraña y agradable sensación, de intimar con lo auténtico y atemporal.

 

Tras la llamada de aviso, regresamos a Lodwar. Para cenar esa noche, nos acercamos a una pequeña cabaña, donde Paul nos tenía preparada una sorpresa. Unos braseros chispeantes, con la belleza del centellear de sus brasas, se llenaban de percas del Nilo, un pescado típico del lago Turkana, de tamaño grande y gusto fabuloso, el cual me recordaba a las interminables historias sobre lo lejano y lo mítico, lo revelado y lo místico, que relataba mi amigo Sayed, en la nocturnidad de los cafés en el gran bazar Khan el Khalili, en El Cairo. Cené cerca de Paul y Jessica, quienes continuaban con la impresión de que el grupo de voluntarios es conflictivo, todo ello motivado por lo ocurrido días atrás. Yo les intenté persuadir de que se trata de un gran equipo, muy compacto trabajando, aunque sí algo crítico, pero en sentido positivo y arrastrados por sanas inquietudes de mejorar. A lo cual Paul me respondió__ en verdad son como un grupo de turistas, que solo esperan que todo vaya perfecto.

 

Ya relajados, la conversación se tornó más agradable e interesante, comentándome Paul la labor que habían realizado años atrás en Pokot, con diversas aldeas diseminadas en su desierto. Como siempre, todo ello con el apoyo de Kikoech, un pastor protestante, cuyos celos tornaron las tuercas de la cooperación, ya que el buen pastor no aceptaba el orfanato que Paul había logrado construir en Kericho. Tras el malestar y la oposición motivada por Kikoech, fue imposible que Paul volviese a ayudar en la zona de Pokot. El humorismo del tema radicaba en que la antigua secretaria de Fast Help, discutió con el modo anárquico de Paul, sobre cómo organizar las expediciones, tras lo cual dimitió de sus cargos, creando otra ONG rival, a la postre inglesa, con la cual les había quitado la clientela de desdichados. Aires de revolución, donde bien esconde un profundo sentimiento de protagonismo. Sí, la ayuda está en desuso, las personas de nuestro mundo solo somos capaces de observar nuestro propio ombligo. Pero si tú eres quien salvas vidas, eso es otra cosa, eso ya merece la pena. Nuestro ego se llena de la carnaza que nos sacia.  

 

Otros aires de revolución se filtraban también en esta expedición, otro posible hurto de bolsas de pacientes se estaba originando. Por desgracia yo participé con mi beneplácito, aunque sin conocimiento fehaciente, en este último atropello. Ello ocurrió en Kakole, una barriada humilde de Nairobi, donde el aprovechado cura católico, Tony Amisha, desplazado de Ruai a la bulliciosa barriada de Nairobi, con su agradable sonrisa, alió fuerzas pidiendo compasión: “many, many keeds need your help in Kayole”. Es curioso como conjugan al azahar necesidades distintas, ya que varios de mis amigos, hartos de ser conducidos sin orden ni concierto, aprovecharon una ocasión de identificarse en un proyecto propio. Mientras Tony ampliaba las actividades sociales de su parroquia, con total gratuidad. Y por último, Paul quedaba solo, abandonado  por muchos de quienes más le idolatraban. Todo ello aconteció unos años después, cuando unos, convencidos de la nueva aventura; otros, frustrados por sus experiencias pasadas; todos al unísono, humillaron y maldijeron a Paul, el pobre santurrón.

 

Entre el grupo congregado en la apacible conversación, frente a las apagadas brasas, tras la espléndida cena, se había generado un cierto momento de expectación, durante el cual interveníamos narrando experiencias, expresando con aireada sinceridad nuestras sensaciones y anécdotas. Entre mis recuerdos, la agradable Unnur comenzó a relatar un episodio curioso__ Un chico huérfano, sentado en una fogata en un rincón del campo de refugiados, a las afueras de Lodwar, contaba balbuceando en suahili, con palabras vacilantes, combinándolo con un excelente inglés: “Me crié en Kibera, en el orfanato de unos padres italianos”. Me interesé rápidamente en su historia, sorprendiéndome el hecho de que su madre realmente estaba viva, también sus hermanos y hermanas, con los cuales mantenía escasas relaciones. Con ceño alegre le insté a opinar sobre la validez del orfanato. A ello tardó en responder, aunque una lágrima en su mejilla presagiaba su angustiosa respuesta, que transmitió con entrecortadas palabras: “Es fácil para el africano desprenderse de una carga, si el corte de raíces se produce en pos de la caridad de la acogida en un orfanato, y si es religioso, más fácil aún…”.

 

La historia me conmovió, sin entender cómo. Somos seres sensibles, que reaccionamos ante cualquier estímulo de muy diversos modos. Las lágrimas rozaban mis ásperas mejillas, mientras evocaba mi infancia, en momentos también de pobreza y falta de recursos, en mi Nules natal, ese pueblo rural que a finales de los años setenta vivía en la humildad de quienes solo tenían para comer algo más que un chusco de pan. Recordaba mis dulces días en el cobijo de mi trabajadora madre, responsabilizada en mi educación, y la de todos mis hermanos; con la satisfacción y los mimos de mi simpático padre, al regreso de su pastelería, tras largas jornadas de trabajo, sin queja ninguna, aunque tuviera una mella mortal en su salud; y al amparo de mi abuela Consuelo, con su delicado pelo blanco, quien se balanceaba levemente en su vieja mecedora, junto a sus adorables gatos, mientras yo retenía en mis pupilas su rostro complaciente, sus suaves arrugas, su delicada sonrisa. Aquí, en África, se actuaba de otro modo, ante la gravedad de la pobreza, diversas instituciones actuaban excesivamente y en total desorden y desajuste de tiempos. Para ejemplo, Naciones Unidas pregona que el orfanato debería de ser la última posibilidad para la protección de los derechos del niño. Pero cuidado con las ideologías que mueven las cosas, ya que Naciones Unidas y otras muchas instituciones, con su ideario programado, ha antepuesto como mejor condición la adopción internacional, con el peligro de la impunidad, para actuar en los países pobres, de las organizaciones “supuestas” sin ánimo de lucro. Una caridad que esconde, en Europa y América, otros intereses, el de padres estériles e ideologías interesadas. Todo ello me fue curiosamente ratificado momentos después, por el más tímido de nuestros amigos.

 

El viento del este refrescaba el ambiente, mientras muchos amigos se despedían, retirándose a sus moradas, nosotros continuábamos, con breves anécdotas, nuestra íntima tertulia. Ya solo quedábamos Paul, Jesica, Unnur, Anders, y a mi lado los intérpretes indígenas, quienes nos escuchaban con una curiosa solemnidad. Al observarlos uno a uno, no pude evitar dirigirme hacia su enigmático silencio, deseando romper algún grito verdadero, de quienes realmente se codeaban diariamente en estas ásperas tierras__ y vosotros, amigos, ¿sentís que actuamos bien?, ¿creéis realmente que nuestro cobijo puede traeros cosas buenas en el futuro?

 

Calvin suspiraba levemente, junto a él Judah sonreía desahogadamente, mientras el introvertido de Isahia nos sorprendió con sus suaves palabras__ En estas tierras no hay fronteras, cada uno andamos de un lugar a otro en busca de algo mejor. Yo nací en un pueblecito del Índico, entre las costas de Lamu y la bulliciosa Mombasa. Un cuento me contó un tío mío, uno de esos que solo existen porque se transmiten de forma oral, como una anónima realidad que nació de los labios de un viejo guarda masai, de severo rostro: Allí un hombre venido de vuestras tierras, de Europa, en un lugar de África que no citaré, luchó estoicamente, con la sensibilidad de un poeta occidental, por construir un orfanato, con los niños que recogía de entre el sufrimiento de las gentes de las cabañas. Sufrió, trabajó duro y construyó un gran orfanato, donde se suponía que iban a vivir los niños felices, para siempre. Claro está, África es tierra de fuertes contrastes y duras condiciones. El tiempo transcurre con la calma del calor sofocante. El Sol marca la alegría de la vida, la noche el recogimiento y el miedo. Se casó con una hermosa muchacha de un poblado cercano. Año tras año, sus bellos pensamientos se transformaron, debido a cruentas necesidades y emociones nuevas. Comenzó a recibir a las gentes de vuestros países, mostrando sus logros, las pequeñas escuelas, las habitaciones de los críos. En la intimidad les relataba las ventajas de los hogares europeos, les explicaba como muchas familias sufrían por no tener hijos, con la inevitable necesidad de buscarlos en otros lugares, para acogerlos con amor paternal y protector. Así, en nuestra sufrida África, el sudor esperanzado del cansado luchador, protector de niños, poeta occidental, el cual eligió un campo de batalla áspera y real, se convirtió en un suspiro de escape, en la desaparición y el hurto de muchos niños, cuyas sonrisas y chillidos se dejaron de escuchar.

 



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