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Historias de Juan Nadie » Capítulo XVIII. Lodwar, las frías relaciones sociales en un pequeño pueblo fronterizo. »


Viernes, 6 de abril de 2012

 

 

El despertador de mi teléfono móvil, resonaba desde las siete y media de la mañana, mientras cada cinco minutos, mi brazo caía pausadamente sobre su pantalla, al punto de postergar mi salida del mundo del cautivador Hipnos, del lugar donde crecen abundantes amapolas. En lo más profundo de mi intermitente sueño anhelaba el tacto de las suaves manos de la adorable Selene, mi princesa tostada. Apasionadamente nos observábamos con el rabillo del ojo, con la consecuente dificultad de poder apreciarla en plenitud, aunque con el fugaz roce de nuestros cuerpos. El  lugar era frío, gélido, con un viento fresco y húmedo, igual de abrumador que el viento del cierzo, aunque las inmediaciones eran diferentes, era evidente que nos encontrábamos en una gran ciudad, la prolongada avenida que transitábamos, las bulliciosas tiendas repletas de clientela, la variedad étnica de sus dependientes, los enormes rascacielos que nos invadían, escondiendo el esplendor del cielo azul, y al fondo el frondoso bosque del mítico Central Park. Mientras tanto, nosotros paseábamos abrazados, cogidos de la mano, suspirando por nuestro merecido tiempo juntos, ese breve espacio del viaje robado el cual se nos escapaba, el cual tocaba a su fin. Selene se desvanecía, sin dar el menor rastro, lo cual provocaba en mí estrepitosa pena, una profunda ansiedad que inmovilizaba mi respiración. Y luego, mi niña, aparecía de la nada. El desconcierto, la desesperación estriaba mis propias entrañas, provocándome un sufrimiento sudoroso, con olor a sangre, el cual era necesario finalizar, siendo irremediable el despertar. Despertar, esa decisión inquebrantable que me negaba a atajar. Se imponía la comodidad de mantenerse dormido, de vivir a expensas del azar, lo cual siempre me ha confundido, en mis decisiones relevantes. No llegando a comprender si mi auténtico destino era controlado por mi pensamiento, mi intuición, o peor aún, mis desenfrenadas emociones, alimentadas de las tormentosas experiencias vividas, esas que apenan nuestra conciencia, de vez en cuando, esas que despiertan nuestra vergüenza, sin previo aviso, dotándonos de una sensación de ridículo y exasperación ante la memoria de lo vivido.     

 

La reunión del grupo era en la calle, frente al comedor del hotel, allí donde nos servían la degustación: unas tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesa, un pan soso e insípido, con una crema pringosa de un amarillo fosforescente y una pegajosa salsa enrojecida que no sabía a nada. A las nueve de la mañana Paul, con evidentes signos de cansancio, nos comunica la ausencia de un local para trabajar. Bueno, esto es África, allí donde el tiempo adquiere su propio ritmo, mediante los suaves latidos que se sienten a la salida del Sol, los cuales llenan las calles de una frenética actividad de vehículos y seres humanos, con sus rudimentarias mantas coloridas echadas al suelo, mostrando las humildes existencias para el mercadeo diario: frutas, verduras, zapatos, herramientas, enseres, y todo aquello que el ingenio de sus gentesles facilitase el poder de comerciar. Mientras tanto pasan lentamente los minutos, creciendo la impaciencia y la decepción en los rostros de mis amigos. A unos metros observo a Toni, delante de uno de los porches que cubrían la acera de enfrente, quien me hace evidentes señas para que me acerque. Tras rápidas zancadas, presto, me acerco sigilosamente a mi amigo de Benicarló.

 

__ Dime Toni__ le dije con la tranquilidad de quien observa a su ocioso amigo divagando__ ¿Cómo va todo?

 

      Toni sonriéndome me señala discretamente al interior del bar, sala, chabola, caseta, o como queráis indicar a una tétrica habitación con una barra metálica forrada de carteles cinematográficos; y con barrotes de hierro, como separador del mostrador, donde se ubica un obeso camarero, encerrado en su segura jaula. Tras lo cual me comenta sorprendido__ mira los fajos de billetes que manejan los dos, frente la barra.

 

Quedamos en silencio, perplejos, contemplando como el más delgado y alto, de quien recuerdo su ancha nariz, recontaba su enorme manojo de chillins, entregándole a su compañero montones de diez, con total parsimonia. La apariencia de estas personas era humilde, más diría andrajosa, aunque paradójico resultaba el observar los vehículos todo terreno, de gran cilindrada, aparcados en las inmediaciones, valiosos cuatro por cuatro, conducidos por aldeanos de raza turkana. El camarero obeso nos señala descaradamente,__ ¿Quiénes son los infames guiris que avispados nos observan con malas intenciones?__ mientras los dos africanos nos comienzan a increpar con insolentes alaridos, ante lo cual tiré de Toni con todas mis fuerzas, prefiriendo la prudencia de una fugaz huida, que nos acercase al paciente grupo de nuestros amigos voluntarios.

 

Ya son las once de la mañana, Paul, Anders y Judha discurren precipitadamente frente a nosotros, con extrema sobriedad, con evidentes señas de que los siguiésemos hacia el autobús aparcado. Por fin nos comunican que vamos a un local de Lodwar, al centro médico del gobierno de Kenia, para poder realizar la asistencia médica. En el camino Paul obliga al autobús a detenerse, tras lo cual salta hacia la calzada, entrando con fugaz agilidad en una mansión victoriana destartalada, permitiéndole el acceso dos militares que se encontraban postrados sobre el murete de la agrietada fachada. Lo verdaderamente extraño, es el gran sobre blanco que Paul lleva en su mano izquierda, el cual ya no tuvo vuelta. En breve Paul regresa airoso, junto a los dos soldados que custodiaban la casa, quienes en realidad nos iban a servir de guardia personal. El autobús arranca decididamente, mientras me siento al lado de Anders para aclarar el misterio.

 

__ Anders, disculpa si te resulto inoportuno__ comencé a decirle a mi amigo sin titubeo ninguno__ que extraño me resulta todo esto. Vuestra precipitada llegada, tus cómplices miradas a Judha, los nervios de Paul, esta sorpresiva parada, los militares,… ¿dime, que está pasando?

 

Anders miraba al frente, mientras mascaba tabaco__ Gracias a Judha, ya ves…, anoche se fue a un bar y escuchó a un borracho escupiendo maldiciones sobre nosotros, “¿quiénes nos creíamos que éramos?”, exclamaba el seboso embriagado. ¿Sabes quién era?, el inspector médico, el jefe del dispensario. Nos reprocha estar aquí, dice que nos va a hacer la vida imposible, el cretino ha puesto a muchas personas contra nosotros. Gracias a Judha nos enteramos de todo. En verdad lo que busca es dinero, sí, dinero que compense lo que a su buen criterio es una intromisión nuestra en sus discretas vidas. Por eso Paul ha solicitado la ayuda del district commissionner. Aunque a mí me da que esos dos son amigos…

 

Observaba el alterado e intrigante rostro de nuestro amigo sueco, con su esquelético semblante, la delgadez extrema de su cuerpo, la faz quebrada, la grave mueca de sus labios, su largo cabello rubio y canoso, el cual, con la excitación del momento, echaba furiosamente hacia su cogote. Tras breves segundos de silencio, le dije__ Algo no llego a comprender…, la extraña coincidencia del misterioso ministro de sanidad y nuestro héroe autóctono, Judha. Porque para tomar copas en el mismo suburbio, para conocerse y mostrar sus cartas, para que el jefe médico supiese de nuestras intenciones, debieron de congratular algún tipo de conversación, ¿no crees?__ Nunca he confiado en la casualidad, ya que en la vida la ley de la concurrencia es quien precede a los hechos. Así y todo, no debía de olvidar que Judah era su amigo de Kibera, aquel que Anders había aconsejado a Paul para crear el grupo de traductores, por lo que reaccioné rápidamente, ante la extrañeza y leve disgusto de mi amigo, al que para apaciguar los ánimos, le comenté__ Menos mal que el district commissioner ha venido en nuestro auxilio, con toda la fuerza que requiere el momento, aunque ¿piensas que la presencia de los militares es necesaria?

 

__¡Necesaria y bien cara…!__ me contesta Anders, contorneando sus hombros, tras una leve mirada, a lo cual prosigue__ Paul llamó a Brian Kotiki, el district commissioner de turno, quien nos ha cedido a su guardia personal, para defendernos mientras trabajamos en la clínica, luego a la vuelta los militares regresarán a sus dependencias, por la noche. Todo ello pasando por el previo pago de su protección, para que no nos ocurra ninguna desgracia.

 

 Como siempre el dinero lo mueve todo, una cómica mezcolanza entre ruegos, auxilios, dinero y control del poder, rasgos dispares que siempre marcharán unidos, mediante la aceptación por la ignorancia del humilde, la necedad del poderoso, el silencio y la complicidad de los técnicos, y así el transcender de nuestros siglos de lamentable y fangosa historia. Inmerso en los turbios pensamientos sobre el coincidente rasgo que empaña a los habitantes de los países del rico Norte y de los sufridos países del Sur, observé como el autobús se detenía frente a un edificio pintado en blanco, de solo una planta. Se trataba de un dispensario médico con apariencia de estar abandonado, con puertas oxidadas de hierro, pequeños ventanales de cristales rotos, donde la única presencia eran dos enfermeras obesas que desde la entrada nos observaban con absoluta incredulidad.

 

 La voluntad del grupo era tan grande, que inmediatamente bajamos las cajas de medicamentos, montando camillas, llenando los estantes de las pequeñas habitaciones de innumerables brebajes, y poniéndonos a disposición del pueblo, para prestarles asistencia médica. Rememoro la euforia del momento, la cual puedo jurar y perjurar, que era superior a la de cualquier centro médico privado tras el cobro de sabrosas propinas. Abrimos el triaje ya tarde, pasado el mediodía. Así y todo, pocas eran las personas que acudían a nuestra clínica danzante, aquella capaz de curar con el arte del comediante ambulante, con el ingenio de Hipócrates, sacado a la calle. Paul nos reclamó con evidentes síntomas de nerviosismo, debido a que solo unas cinco personas se encontraban sentadas, a la espera de nuestra atención. Nos encomendó ponernos las mascarillas, hecho que repudiaba y evitaba con disimulo, y nos mandó salir a recorrer los alrededores, con antiparasitarios y vitaminas, a la búsqueda de posibles pacientes o meramente convalecientes de algún trauma anterior. La decisión fue agradable a mis oídos, ya que cualquier excusa para mezclarme entre los africanos y sus vidas cotidianas me provocaba una curiosa mezcla de alegría y relativa emoción. Salimos calle abajo: el alegre Luis, con sus típicos saltos de euforia, el divertido Nacho, quien dejó a Javier solo en odontología, el incansable y atlético Jeffrey, la delicada e introvertida Susana, y un servidor; el pelotón de extraños musungus con las mascarillas blancas, quienes invadiendo de extremo a extremo la calzada, éramos observados con curiosidad por diversos y simpáticos ancianos, sentados en sillas de madera, los cuales nos señalaban entretenidos; mientras que otros más jóvenes, sobre sus relucientes pika pika, comentaban entre ellos mirándonos de reojo, con aspecto desafiante. Susana evidentemente asustada, se acercaba indistintamente a Nacho y a mí, con el respeto que el informal paseo suscitaba. A más de quinientos metros de la clínica les hice evidentes signos de que no marchásemos más lejos, simplemente abarcásemos este radio para observar, o mejor dicho, fisgonear a los numerosos transeúntes. Tras más de una hora, Luis, Nacho y Susana ya habían marchado hacia el dispensario, cuando de repente atisbé lo que parecía una refriega, una de las innumerables disputas con voz elevada, las cuales son tan habitual modo de comunicación ante cualquier desencuentro entre africanos. Aunque esta vez era diferente, ya que dos mujeres forjaban de forma violenta, mientras una tercera, con un hermoso velo sobre el rostro, se acachaba deseando pasar desapercibida. Me acerqué lentamente, uniéndome al mismo deseo que la muchacha sentada en el bajo murete, aunque pronto advertí que no era ignorado. La señora más obesa y vieja, que arrastraba por el suelo su enorme bata roja, reclamaba mi presencia, ante el violento rechazo con los brazos de la otra señora, de facciones finas, avanzada edad, pero con reflejos de no haber perdido todavía su belleza de juventud. Dudé por marcharme, vil pensamiento del supuesto caballero que no considera propio el daño ajeno, aunque armándome de fuerzas, respiré hondo y me dirigí decididamente hacia la pareja de señoras enfrentadas. La anciana quedó a la espera, mientras su supuesto contrincante huía, caminando forzadamente, y maldiciendo en un dialecto autóctono, desapareciendo por el callejón. Al llegar cerca de la anciana un leve gesto de ella me fue premonitorio de la realidad de la escena. Simplemente bajó los brazos suavemente, con las palmas hacia arriba, y girándolos levemente hacia la muchacha postrada en el murete. Ya cerca, detecté que se trataba de una chica joven, por la suavidad de su piel, y los tatuajes hermosos que se insinuaban en las pequeñas partes desnudas de sus brazos y sus pies. Intuí el nerviosismo de la joven, lo cual me condujo a acercarme lentamente, al compás de la anciana, cuya familiaridad ella reconocía. Cuanto más cerca me encontraba, más escondía su cara, la joven africana, en el bello pañuelo de colores. La anciana sin escatimar más tiempo fue levantándole el pañuelo, dejando a la claridad del día un bello rostro roto, sí, la mejilla izquierda estaba completamente morada, los labios reventados, imperando un enorme corte del labio inferior que se acercaba alarmantemente a la barbilla, con signos evidentes de una galopante infección, provocada por la falta de cuidados y un evidente deterioro de toda la quijada fracturada de tan joven rostro. Mi sobresalto inicial dejó en evidencia unos nervios irreprimibles, por los cuales cogí fuertemente el antebrazo izquierdo de la muchacha para levantarla con decisión. La chica gemía ante cada pequeño movimiento que su cuerpo realizaba, como si la hubiesen molido a palos, y no le restase hueso sano. Ya cerca del dispensario grité violentamente para que acudieran en nuestro auxilio, a lo cual respondieron rápidamente todos los miembros del triaje, que se encontraban en el exterior del dispensario. Tras el traslado de la accidentada, solo con la muda compañía de la anciana, le pregunté en suave inglés__ por favor, ¿Qué ha ocurrido realmente?__ La buena señora, agradecida me cogía la mano suavemente, sin mediar palabra alguna. A todo esto, Calvin se acercó, como siempre me tenía acostumbrado, de forma sinuosa, modesta, con una leve sonrisa de agrado y la humildad del paciente espectador, comenzó a hablar con la anciana con el máximo respeto, susurrándole las palabras. Y de eso trató para mí, de una leve melodía en un dialecto que no podía descifrar, entre la juventud y la vejez, ahí donde generaciones distintas besaban sus males, acariciando las desdichas de tan agreste y olvidada tierra. Tras la escueta y agradable conversación, se despidieron sin mediar saludo, Calvin me acompañó hasta dentro del destartalado dispensario, desapareciendo al instante, ya que era requerido en la sala de curas.

 

Al finalizar la jornada, de vuelta a nuestro hotel, salimos al bar de enfrente, una agradable planta baja, con remaches de hojalata, aunque con una encantadora terraza en el supuesto corral trasero, allí donde con la compañía de Nacho y de Javier reposábamos nuestros pesados cuerpos en silloncitos reclinados de mimbre. Todo ello, bien provistos de frescas cervezas Guiness, una cerveza negra que servían en botellines de medio litro. Los ánimos de mis compañeros estaban muy exaltados, por motivos muy distintos. Hubo una reunión improvisada, a escasas mesas de la nuestra, en la cual médicos y enfermeras mostraron su malestar a Paul y a Jésica. El ambiente estaba a flor de piel, o como solía decir mí querida madre: el caldero estaba lleno y con el agua hirviendo. Yo no quise asistir a la reunión, debido a que hilando mis numerosas dudas e inquietudes, podía haber encendido aún más los ánimos, y esa no era realmente mi intención. Aunque la proximidad de las discusiones, y la virulencia que adoptaron al expresar los diversos malestares y aseveraciones, me permitieron descubrir el hondo sentir de las diversas partes del grupo.

 

__ Comenzamos tan tarde que tuvimos que dejar de atender a unas 70 personas__ se lamentaba Toni, quien se emocionó, con los ojos humedecidos y brillantes, con la vista perdida__ ¡Estaban enfermos, enfermos de verdad!, y mañana me ha comentado Jessica que ya no estamos aquí.

 

__ Eso es un grano del problema__ comentaba nervioso Víctor__ hemos detectado que faltan unas cajas de medicación, como si alguien las hubiese hurtado. Se está haciendo de noche y yo sugiero hacer un inventario de todos los medicamentos, para distribuirlos en las cajas que les pertenecen, y volverlos a etiquetar.

 

__ ¡Yo te ayudaré!__ exaltó la siempre firme Luz.

 

__ Si lo llego a saber, no vengo, ¡no con mi hija!__ se apresuraba a decir María Vicenta__ yo esperaba más organización, no viajar improvisando, sin saber la suerte que nos deparará el mañana.

 

__ Lo peor está aún por venir__ auguraba Javier desde nuestra mesa, como respondiendo en voz baja, para no ser escuchado por el grupo reunido__ tras tanto soborno para poder montar la clínica, a saber cuánto pueden valer nuestras vidas…

 

El grupo se fue difuminando del mismo modo que se formó, de forma espontánea y con total  naturalidad, aunque con un poco más de desahogo en sus conciencias. Mientras Víctor y Luz, junto a Marta y María, se fueron hacia el autobús donde se resguardaban los medicamentos. El tono de nuestras conversaciones se enriquecía de la compañía del resto de amigos, que se acercaban a nuestra mesa, cambiando el cariz del momento, mediante los innumerables chistes de Nacho y Toni, los cuales hacían replicar las sonoras carcajadas de nuestros intérpretes Keniatas, sobre todo del inquieto e introvertido Isahia, quien nos contagiaba a todos con su escandalosa risa que emulaba el sonido de las hienas.

 

Este primer día de trabajo en la región de Turkana nos había deparado sucesivas emociones, no exentas de los nervios por las escenas vividas, aunque la situación más rocambolesca estaba todavía por suceder. Para cenar Paul nos había citado a la entrada del hotel, donde acudimos todos, expectantes y desconcertados. Jesica nos recibió con su plácida sonrisa, reflejada entre la penumbra la destartalada farola de la oscura callejuela, haciéndonos evidentes signos para que la siguiésemos calle abajo. La noche ya estaba cerrada, el semblante plateado de la creciente luna nos mostraba una suave cortina de miles de estrellas, las cuales nos envolvían plácidamente. En un pequeño descampado tres esqueléticos ancianos, con largas sábanas rodeaban, sobre grandes piedras en círculo, una fogata de troncos medio consumidos por el voraz fuego, donde resurgían las brasas chispeantes, mientras de pie, Paul, reclamaba animosamente nuestra atención. Al llegar observé con interés como un anciano había apartado sobre una manta las vísceras del sacrificado cabrito, canturreando extraños mantras mientras con los dedos movía las viscosas vísceras, a modo de desentrañar en ellas alguna jugada del destino. La algarabía apareció con nuestra simple presencia, por mi parte observaba expectante, curioso y con el debido respeto el dramatismo de la escena, otorgándole la debida certeza a unos ritos ancestrales. Aunque otro era el sentir del grupo, con evidente malestar y movidos por la tensión del transcurrir del día, interpretaron el intento de reconciliación de Paul como una nefasta distracción, con la típica crueldad con la que un grupo humano puede realizar cualquier salvajada, mientras sus miembros se mantienen inmunes. La mayoría del grupo repudiaron la cena mediante grotescas expresiones de rechazo e insultos, disipándose con gran rapidez, tras lo cual Paul se vio vencido, y cabizbajo marcho hacia el hotel.

 

__Tío__ me decía enfurecido Luis__ soy vegetariano, esto es un crimen, me niego a comer un animal asesinado.

 

__¿Asesinado?__ le repuse con ironía__ y los pollos del supermercado, ¿Cómo crees que aparecen empaquetados en sus estanterías?

 

__Que bruto eres, tío__ me respondió Luis inocentemente, no llegando a entender lo que no afecta a nuestra sensibilidad__ No es lo mismo, este cabrito lo han matado para nosotros. ¡Puaj! Vámonos tío, nos esperan en el hotel.

 

Sonriendo a Luis, le despedí cortésmente con la mano. Cierto era que el cabrito lo habían matado para honrar nuestra presencia, como gesto cordial a los invitados extranjeros. Y ante la generosidad de los graciosos aldeanos, comenzaron a llenarnos los platos de las vísceras del cabrito, así como de trozos de carne que cortaban con un curioso cuchillo de obsidiana, sujeto por un mango de madera. Al final quedamos solo Javier, Nacho, Jefrey, Susana, los tres traductores keniatas, Unnur, Anders, Jessica y un presente. Cenamos muy bien, tradicional cena comunitaria de carne de chivo, típica en Turkana, regado con frías cervezas que trajo Jefrey del bar.

 

      Complacidos por el buen sabor de la carne prieta del chivo, nos mantuvimos sentados en el suelo, sobre grandes piedras, a la intemperie, escuchando con rostros de fascinación el rotundo silencio del desierto, roto únicamente por el murmullo de un viento lejano, así como por los breves relatos y entrecortadas risas de nuestros jóvenes intérpretes, quienes recostados en el suelo arenoso tatareaban tradicionales canciones africanas. La solemne nocturnidad me permitió saborear un fabuloso lienzo tenebrista, la oscuridad se rendía a la apertura de numerosos universos, al reposo de sus centelleantes e infinitas estrellas, nebulosas cuya visibilidad deslumbraba nuestros atónitos ojos. Decidí pasear hacia la soledad del camino que se perdía en la noche, Calvin me seguía a breves pasos, lo notaba, aunque permitía su compañía con la confidencialidad de quien entiende su preocupación, su resuelta sensación de ayuda. Ya lejos paré contemplando mi íntimo lienzo, la inmensidad inconmensurable, mientras Calvin quedó quieto, sin adelantarme, permaneciendo a menos de un metro.

 

__ Amigo__ le dije con rostro sobrio__ estas gentes son nobles y gentiles a la vez, aunque su día a día es una lucha continua, me sorprenden los distintos modos como se manejan los asuntos en estos contornos.

 

__ ¿Distintos que…?__ me respondió como responden los sabios, preguntando__ ¿son las personas distintas?, ¿son distintas las penurias? ¿es distinto el dolor de quien sufre?

 

__ Por supuesto que no__ respondí avergonzado__ yo me refería a lo difícil de la vida aquí, a lo complicado al buscar prosperar…

 

__ Eso sí__ habló entrecortando mi conversación, profetizando con palabras vacilantes y expresando nítidamente sus más profundos pensamientos__ ahí sí que es distinto. Ha sido forjado en los confines de nuestro pasado. En la realidad de nuestro presente. Las sombras nos engulleron durante tanto tiempo… Si en algo somos distintos es en la esperanza de futuro. Tantos reveses aniquilan nuestra esperanza, nuestra vida. Todas las ilusiones en los ojos de los niños, se transforman en crudeza, en frustración, cuando esos niños descubren su seguro devenir. Al final de sus años infantiles descubren el hambre, las necesidades, la violencia en su propio hogar. Esa es nuestra triste mirada, nuestro serio rostro. Nuestro funesto transcender.

 

Conmovido giré a observarle, sus vidriosos ojos se perdían dirigidos al oculto horizonte. Me seguía sorprendiendo este muchacho flacucho, la tensión en su semblante, la dureza de su mirada, y sin embargo, la ternura de sus palabras cuando rememoraba a la infancia que malvive entre chabolas. Se hizo un largo silencio, que no merecía ser interrumpido por banales comentarios. Desde lo más profundo del desierto surgían rugidos de viento, los cuales como deslizándose por la arena hacia nosotros, nos llegaban a ráfagas, provocándome un inquietante cosquilleo en lo más hondo de mis entrañas. Al reponerme levemente recordé los sucesos de la tarde y le dije a Calvin__ disculpa amigo, esta tarde curamos de urgencia a una muchacha molida a palos, ¿lo recuerdas?

 

__ Perfectamente, Juan__ respondió rápidamente, como si esperase este momento.

 

__ Entonces…__ la impaciencia me consumía, ante el talante tranquilo de mi compañero__ ¿El porqué de tanta desgracia?, ¿Te contó la anciana lo sucedido?, ¿Por qué mal le propinaron a la pobre insensata tal paliza?, ¿Por qué huyó la otra señora sin mediar palabra?

 

Calvin me observaba con atención, sin entender mi exagerado interés y mi desenfrenada pasión, por conocer en detalle desgracias tan lamentables como lo acontecido a la joven y bella chiquilla de Turkana. Hoy comprendo mejor a Calvin, su discreta conducta, su escueta conversación, su serio rostro, su vidriosa mirada, su delicado y a la vez, temeroso trato. Hoy lamento nuestra costumbre de vivir y sentir sobre el mal ajeno, o como mínimo, sobre lo que le ocurren a terceros y que simplemente no nos importa, ni nos va de provecho.

 

Por fin Calvin se decidió a hablarme__ amigo, la anciana era la abuela de la muchacha, la que huyó su hermana. La vergüenza da piernas a quien obra mal.

 

__ Obrar mal…__ repetí lentamente sus palabras, para ver si reconstruía el interesante puzle__ ¿a qué te refieres?, ¿la hermana le pegó?, ¿fue ella la culpable de todo y por ello huyó?

 

Calvin soltó una risa, la cual se mezclaba con un leve sentimiento de cinismo, tras lo cual prosiguió su relato__ ¿Crees que somos salvajes?, ¿Cómo puedes pensar que una hermana le propina tal paliza a otra? En estas tierras los hombres tienen tantas mujeres como puedan mantener. Muchas veces, viudas o solteras de más de veinte años buscan un casado que las agasaje, aunque sea mínimamente, que se preocupe un poco de ellas. Otras veces, niñas con reciente menstruación buscan hombres que les hagan superar su condición de niña, esperando un embarazo que las haga subir a la cota de madre, al privilegio de abandonar su casta social inferior. Y curiosamente Margarette se encontraba entre estas dos situaciones. No es tan niña, pero pertenece todavía a la casta de la infancia. No es viuda, sí soltera, y con una edad en la cual debe de aprovechar sus encantos en beneficio propio.

 

__ Espera Calvin, antes de continuar__ le repuse con el interés del buen espectador, o mejor dicho, del voyeur depredador de las vidas ajenas__ ¿Margarette era la joven?

 

__ Por supuesto__ me contestó, tras lo cual continuó diciendo__ Cécile es su hermana, esa que huía cuando te acercabas, y la anciana es la abuela de las dos desafortunadas, Lucy Mongo, quien cura con las raíces que encuentra entre los arbustos del desierto. Cécile está casada cinco años y ha parido dos niños y una niña. Su marido se llama Mutahi, mide más de dos metros y según me comentaba Lucy es un noble entre los que más. Aunque Margarette recibía propuestas de su cuñado, quien paseaba frecuentemente con ella, hacia la ribera del río Turkwell. En estas tierras la poligamia es muy frecuente, si los hombres son capaces de aportar suficiente dote. Mutahi prometía y prometía, mientras la joven Margarette, viendo sus años pasar, decidió dejarse llevar por la lujuria de su cuñado. El motivo es simple, la situación compleja. Viviendo todos en la misma choza, todo se complica, aunque para Mutahi sea más barata su nueva amante, todo se complica. Cécile interroga a su hermana, quien cediendo a la presión reconoce el adulterio del otro. Margarette de víctima pasa a ser culpable, se defiende con explicaciones, historietas, sentimientos, los cuales aumentan la ofensa de Cécile, quien desentierra su cólera más brutal y ciega, golpeándola y tumbándola al suelo, tras lo cual, continua su arrebato, y cogiéndola de los pelos la lleva arrastrada hacia la presencia del marido. Las sinceras palabras de la joven Margarette son transformadas en calumnias por la despiadada boca de Cécile, quien amenaza a Mutahi de mayores represalias, si dichas injurias no son atajadas con una dura represalia. El matrimonio se congratula ante la idea del fratricidio. El marido podía haber mantenido otras relaciones, pero no con su hermana. A empujones Mutahi acerca a Margarette hacia una pequeña colina, donde la tira al suelo y con dos grandes piedras comienza a golpearla sin piedad ninguna. La joven grita desconsolada, sin lograr articular ninguna palabra. Su abuela Lucy acude a su auxilio, gritándole a Mutahi fatídicos auspicios, los cuales asustan al hombre, quien apercibiendo la barbaridad que estaba cometiendo, huye despavorido. Todo lo demás se resume en dos días de padecimiento para la joven Margarette, la cual deambulaba herida y sin ninguna certeza, con el filo de la navaja cerca, por un lado su enojada hermana, por otro su encantadora abuela. Y tú, ¿lo entendiste?

 

__ Gracias Calvin, por tu confianza__ le dije aturdido__ yo en realidad entendí poco, muy poco…

 

      El viernes ya daba paso al sábado, sin embargo quedamos un buen rato inmóviles, relajados. Por mi  parte, intentaba digerir la fatalidad vivida por la joven Margarette. No encontraba registros morales que me permitiesen entenderlo, imbuido por aquellos tiempos, de nuestra cínica, pero políticamente correcta, cultura occidental. Sin embargo la expresión de Calvin era muy distinta, no había amargura en su cara, más bien transmitía sobriedad, esa moderación gestada por un sinfín de infortunios, que se desean evitar, pero que se aceptan sorprendentemente de un modo tan natural.

 

Esa noche comencé a escribir unas notas sobre mi amigo Calvin, en su recuerdo y memoria, esas notas dieron pie a un breve escrito, el cual fue creado por mi singular pluma pocos tiempo después, en una de nuestras futuras incursiones por tierras africanas, más concretamente, cuando nos desplazamos al condado de Nyando, a observar las pautas de conducta del pueblo de Wawidhi. Allí en el destartalado hotel que nos alojaba en Ahero escribí:

 

Un Rostro Africano Serio. Una Realidad que no se Desea Aceptar.

 

En Ahero, Kenia, entre numerosísimas chabolas, solo un edificio de dos plantas resalta, se trata de mi apacible hotel, donde las picaduras se confunden entre mosquitos y arañas.

 

La alegría de los niños correteando descalzos por las callejuelas de tierra, sucios, embarrados y traviesos, contrasta con la llegada del temido crepúsculo, aquel que oscurece las miradas, que enmudece la alegría del mercadeo del día, al punto de albergar la duda del vecino en compañía.

 

Calvin respira hondo, con un suspiro entrecortado,…, recuerda fantasmas del pasado. Todo ello ante mi atenta mirada. Entiendo desolación en sus ojos, desesperación y decepción unidos en una vida marcada. Tras varias cervezas, mi amigo se desahoga con la franqueza de quien desea liberación. Él nació en Kibera, en una barriada de mugre, chabolas y armas, donde su gobierno les ignora, mientras las Ong’s se han multiplicado, pululando a su antojo por un tétrico panorama. Calvin se ha hartado de escuchar que le van a ayudar, a salvar, a aquellos que luego le dan la espalda. Muy sencilla y envenenada es la excusa que lo justifica todo: “Kibera, los africanos…, es imposible, son y serán miserables…” Pero esos que tanto hablan y dictaminan, como profesionales del desarrollo, abandonaron a quien respaldaban, dieron una huida hacia delante, ya que llegaron, crearon un bastión de buenas ideas con cierta comunidad de africanos y cuando decidieron pasar adelante, les olvidaron sin más. Algunos de ellos, con buen hacer, al marchar no cerraron sus proyectos, sino contrataron a titulados y universitarios, africanos de la ciudad, para que el alma del proyecto se sostuviera. Aunque en verdad, que alma se va a sostener si los verdaderos pobres son desplazados, sus ilusiones pisoteadas y su esperanza amordazada.

 

Así se encuentra Calvin, y tantos y tantos jóvenes africanos de los slum, los cuales desde la penumbra del amanecer, desde el despertar de la vida en África, salen andando por las aceras de la desesperación, por aquellos caminos que les llevarán al compás del zigzag, en busca del próximo infortunio.

 

A mi compañero Calvin



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