Buscar Con tu primera visita a nuestra web estás siendo informado de la existencia de cookies y de la presente política de cookies. En futuras visitas puedes consultar nuestra política en cualquier momento en la parte inferior de la web "Política de Cookies". Con tu registro en la web y/o la mera navegación estás consintiendo la instalación de las cookies informadas (salvo que hayas modificado la configuración de tu navegador para rechazar cookies).  Puede cambiar la configuración u obtener más información 'aquí'.

Historias de Juan Nadie » Tercero. Selene, la pasión, el desenfreno de emociones que no entiende de tiempos, ni de razón. »


Autor: Raul Estañol Amiguet

Sentado en el tren, tras depositar pausadamente mi pequeña maleta y mi chaqueta en la estantería, arriba de mi asiento, me sumé en una profunda melancolía observando en el andén como varias parejas juveniles, posiblemente estudiantes, se despedían, abrazándose, besándose, balbuceando como un soplo, conjuros de amor.

 

Antes de la partida, el vagón se poblaba rápidamente. Los desconocidos que formábamos la nueva tripulación del vagón número siete del Euromed hacia Barcelona nos desprendíamos de nuestras pertenencias, confiándolas a los estantes vacíos. La megafonía anunciaba la inminente salida, el acomodador repartía alegremente los auriculares para la filmación. En la puerta de entrada más distante a mi asiento se reunían animosos un grupo de jóvenes, venían de distintos puntos, sin embargo, me perturbó el atisbar que les unía una ilusión en común. Me extrañó sobre manera el alboroto que provocaban sus palabras, risas y efusivos saludos. Me enternecía el comprobar que todavía existían encuentros entre amigos, acontecimientos que pudiesen permitir el levantar un leve albor de fraternal esperanza.

 

Una chica, en el ocaso de la adolescencia, pecosa y con rostro atractivo, alegre y vivaz, se distanció brevemente del grupo, el cual, en masa, sin tomar asiento, continuaba debatiéndose entre risas y perceptibles rememoraciones anecdóticas. La muchacha se acercó a un hombre de mediana edad, corpulento y pelo canoso, que se encontraba sentado a mi izquierda, en el grupo de asientos de la puerta de entrada más próxima a mí. Esta joven muchacha , la cual conocí meses después, acarició levemente el hombro del misterioso pasajero, recibiendo como compensación una breve, aunque marcada sonrisa. Dicho gesto fue suficiente señal para que la muchacha, más animosa todavía, marchase a continuar la diversión del grupo reunido.

 

La complicidad latente en la muchacha me transportó a un tempus fugit, a la visión de un fantasma, al rememorar de aquel tiempo en el cual resplandecía de emociones todo mi ser. El tren comenzó a moverse, postrado en el asiento contiguo a la ventana desvié mi mirada al paisaje que iba dejando atrás, la hermosura agreste de la huerta valenciana, con sus alquerías diseminadas, daban paso a los campos de naranjos, verdes alfombras de árboles, con leves manchitas blancas, que vaticinaban el renacer de la flor de azahar. El recuerdo de Selene, mi hermosa princesa tostada, lo envolvía todo, el amor que vivimos fue mutuo, aunque llegó a confundir mis sentidos. Con mi arrogancia no pude prever el peligro de la convivencia, en estos tiempos tan fugaces y cambiantes, en los cuales vivimos.

 

Ya en la adolescencia descubrí la pasión, encumbrándola al más elevado de los altares, creyendo en ella como en lo único digno de enaltecer de nuestras modestas vidas, ya que, siendo hombre, la educación familiar y los ánimos de los amigos, te permitían observar a la mujer y su delicado cuerpo, como un trofeo a alcanzar, como un jugo que saborear. Y a ello me dediqué en cuerpo y alma, como distracción palpable, tras mis jornadas de Universidad, sintiendo su intensidad en cualquier lugar donde la ociosidad y decisión de mi carácter adolescente me permitiese entablar una agradable conversación con aquellas chicas que me inspirasen mayor agrado. Agrado, gusto, goce, placer, que siempre comienza con lo más evidente, con el cuerpo, con las formas, con la sensualidad de los movimientos femeninos, con el estímulo del olfato y del tacto, con la ligereza de la erótica.

 

La pasión, emoción violenta y traicionera, debía de ir acompañada siempre del amor, verdadero vigía, confidente fiel de todo aquello que se puede ofrecer con total desapego. En todo ello creía convincentemente, aunque descuide variables, las cuales aparecen traicioneras, sin avisar, como si no dependiesen de nuestra propia voluntad, aunque se encuentran en verdad inmersas en la esencia de cada uno de nosotros.

 

Selene fue mi gran historia de pasión, una historia nacida de mi divorcio con Adela. El fuego de nuestros encuentros nos sumía en una perpetua calidez, nuestros cuerpos tendían constantemente a las caricias, a estrecharnos, entrelazarnos y sentir cuantos placeres nos llevaran a un profundo éxtasis, al olvido del lugar y del tiempo. Fugaces viajes de huida que nos trasladaban hacia todos los puntos cardinales de nuestra geografía nacional, con el fin último del copular noche tras noche. Nuestra relación de amantes superó sobremanera lo que hasta entonces tenía entendido como amor. Mi corazón llameaba por nuestros encuentros y desencuentros, por el instante que la veía, que la escuchaba, que me acariciaba, que me desnudaba…

 

Aunque todo ello nacía con defecto, con una lacra que, aún intuyéndolo, no la asumía, e iba a manchar nuestro futuro. Creyéndonos libres, olvidamos en demasía lo dependientes que somos de nuestro entorno, el cual nos marca sobremanera. No fui hombre para divorciarme solo, ello te hace salpicar los sentimientos y los actos de otros, como no, obligué a Selene a tolerar mi situación de amante casado. En este caso, cruel estocada, ya que la mujer que me ayudó a deshacer un falso nudo, la errata de mi anterior relación, la llegada de mi liberación era la persona que amé, amo y siempre amaré. Para mayor inconsciencia colectiva, tan turbulenta relación, en la que compartía un amor verdadero, con la vida en común con mi todavía actual esposa; había abocado a inseguridades y desconfianzas repartidas a doquier, ya que Selene, mi amada, también se lanzó al abismo de las infidelidades, desesperada por mi matrimonio, con despecho, había optado por rehacer su vida, su esperanza de olvidarme, buscando relación con otro hombre, con un acompañante que le permitiese continuar o finalizar nuestra desventura. Rocambolesca contingencia es la vida, más aún para aquellos que nos aferramos a ella como una realidad que todo lo marca, sin tomar las decisiones oportunas, por tajantes que nos puedan parecer.

 

Todas las pasiones vividas, el furor de mi sensual romance, las trampas preparadas para encuentros furtivos, el ansia de encontrarnos para revivir nuestra turbulenta relación, nos dirigían a la eterna condena de los amantes. Todos nuestros actos pasionales tenían una marca de acusación, siendo el jurado nuestro propio sentir. El veredicto estaba forjado en lo más íntimo de nuestro inconsciente. Nunca podríamos ser felices juntos, ya que fuimos jóvenes y arrogantes, sí arrogantes con la vida, arrogantes con nuestros actos. Sin esperarlo, ni entenderlo en un principio, la vida nos devolvía lo que habíamos sembrado. Lo curioso son las formas de nuestro castigo, ya que cuando menos me lo esperaba, con mi divorcio resuelto, con mi amada en mi alcoba, con la vuelta a la tranquilidad de una vida apacible en Valencia, sentía la vuelta de la felicidad, de la mente en calma. Todo ello no fue más que un banal espejismo, ya que la desconfianza se apoderó de mi niña. Sí, la demoledora susceptibilidad que el tiempo y el inconsciente se encargaron de ensanchar. Un leve problema que desestabilizó nuestro mundo de emociones, nuestro mundo de percepciones de aquello hermoso que alguna vez aconteció. Tal cual errantes fantasmas, repetimos innumerables veces una cita, una cena, unas velas, un conversar; aunque ello se hacía un imposible, volviendo la discusión, el grito, la acusación, la violencia. Tras cenas maravillosas con un buen vino de compañía, finalizábamos nuestras veladas como salvajes enemigos. Empujones, golpes, ahogamientos, acciones lúgubres que nos endemoniaban. La dignidad es el valor supremo, aquel que los seres humanos olvidamos desgraciadamente ante el roce de las relaciones, ante el choque con el entendimiento, ante la incomprensión de la convivencia. Nuestra única salvación posible estaba dictaminada por nuestra conciencia, por el rememorar de nuestro amor, por la paradoja de aquello que nunca lograré, aunque si dictaminé: el olvido, el adiós.

 

De este modo, lo más puro que había experimentado mi tortuosa vida, se veía enmarañado en un diabólico laberinto de desgracia, el cual me enredó en un abismo de remordimientos, de inexplicables flagelaciones, hundiéndome en el fango más profundo, allí donde los gusanos se retuercen. Así transcurrieron mis días en la hermosa Valencia, deambulando por las calles del barrio de Malilla, sufriendo mis más penosas angustias, maldiciendo sin sentido las experiencias que me sobrevenían, sin esperar nada positivo de los demás. Y así sonreía a mis vecinos, ya que las lisonjas, a veces son breves máscaras, que nos ayudan, a los depresivos, aprendiendo a llorar con carcajadas, generando un sinsentido de actuaciones que confunden a quienes creen conocernos, mientras nuestro mundo interior, desestabilizado, solloza y sangra.

 

El paisaje que oteaba tras el cristal del vagón cambiaba sus formas y su belleza, ya que tras sobrepasar Tarragona las vistas, del Mar Mediterráneo, y de las pequeñas calas, se hacían más frecuentes. A mi llegada a Barcelona-Sants, solo me restaba descansar en un hotel que me habían reservado en sus cercanías, y esperar a las reuniones del día siguiente. El cobijo en cuestión, según había consultado en Internet, era un pequeño hotel de tres estrellas, discreto, aunque agradable, que se encontraba a la salida de la estación, en la Avenida Roma, nombre que había tomado el hotel para su más cómoda identificación. Me levanté, disponiéndome a preparar mi documentación para tenerlo todo a mano, a mi llegada. Observaba como del bolsillo superior de mi maleta sobresalía mi último libro de lectura, del cual me restaba poco para finalizar: El Corazón de las Tinieblas, libro que presagiaba mi posible próximo destino, aunque ello era una incógnita por desvelar. Solo mi decisión de huir, de buscar, de aprender, podría transportarme a una nueva realidad. Lo curioso era la hoja que puse como separador, para señalizar mi última lectura, la cual se abrió a mis ojos, despertándome sensaciones pasadas y escritas por mi propia persona, en los atardeceres del verano anterior, en la terraza de mi ático de Valencia. Considero imprescindible reproducir dicho escrito, ya que entiendo que expresa con nitidez y poderosa fuerza, el vacío interior y el estigma, tras la despedida forzosa de mi amada, de mi princesa tostada:

 

“El miedo, una febril palabra para aquellos que lo sienten, una desesperación consciente para los que solo lo aprecian en rostros ajenos.

 

Es noche cerrada, hostil para la mayoría, aunque un refugio entrañable para unos pocos. Mis perros se acercan en el velo de la nocturnidad, regocijándose en mi compañía. Yo los toco, los acaricio, los abrazo en su flácida entrega a la complacencia, al sentirse arropados y entregados en íntima placidez.

 

El miedo, viene acompañado del viento resoplando en la lúgubre oscuridad, barriendo los suelos con un manto y hedor de hojarasca, aniquilado por el paso de los momentos vividos.

 

A mi alrededor noto como las personas actúan en forma desordenada, acompañados por una oculta tristeza, que les confunde y desorienta, ahogándolos en una ansiedad atronadora que perturba sus sentidos.

 

La vida, símbolo de armonía, se fusiona con el tránsito del tiempo, con el paso de los segundos, de los días, de los años. Creando un irremediable estado que nos encamina a la confusión, al errático sendero del enfermar, de la agonía atronadora, del morir lentamente.

 

Las sensaciones nefastas que nos penetran desde el estómago nos impiden incluso el respirar. Llegan confundidas por infinitas emociones que nos hunden en la duda. Duda, ante todo, duda ante el vivir, que estremece nuestros impulsos, nuestros pensamientos más profundos.

 

La puerta se cierra, las ilusiones infantiles desvanecen, ante el incierto acontecer del infinito futuro. El mañana se convierte en huida, en la desesperada fuga del ayer, desde nuestra incomprensión, hacia el hastío de lo absurdo.

 

El pesar del tránsito, el desgaste de las experiencias, la confusión de los desengaños, nos aprisionan tal cual toneladas de losas, caídas sobre nuestros delicados cuerpos.

 

Atónitos, estupefactos temblamos ante las tinieblas de lo siniestro, de lo fugaz y a la vez desesperante. La garganta se reseca, más adentro algo nos corroe, nos consume, penetrando por nuestros intestinos, deslizándose de forma torpe, como raspando sangrientamente nuestras entrañas. Conmociones de estupefacción paralizan todo el cuerpo, tal cual estatua pálida de mármol travertino. La ascensión del corroer es inevitable, invadiendo todos nuestros órganos internos, acortando la distancia al corazón. Nervios y ansiedad se fusionan en un grito de histeria.

 

La tragedia está servida, su origen la más remota ignorancia. La estupidez de aquellos muchos que entendemos lo lejano como extraño; lo ajeno, enemigo de lo propio, y lo diferente como anormal.

 

Ensoñaciones, suspiros, deseos de no despertar”.



Marcas