Cuentos » Lunes de feria »
Es el tercer día de un año nuevo reciente, la puerta metálica del patio se abre precipitadamente, D. Rafa, el empresario jubilado, se planta rígido en el escalón de la entrada, mientras ajusta su gorra gris en su calva testa, observando el cielo despejado, ajeno al tráfico fluido, emprende la escasa distancia, la cual traslada a un viejo de Malilla a la terraza de Casa Mateo, orilla de Narbona, barrios enfrentados de antaño, cuyas rencillas mantienen latentes las generaciones recientes.
Esperando, ya sentado, encontramos a D. Vicente, el boticario del barrio, también jubilado, con su cabello blanco bien repeinado. Mientras Mario, como siempre, lisonjea sus sabrosos platos, mezcla de buena brasa y suculentos platos para chupetearse los dedos.
Tan gratas sugerencias son recibidas con anhelo, por habituales que escapan de las sanas dietas de sus esposas. Entretanto, el viejo Mateo asoma por la puerta, con la dificultad de su castigada cadera, y la sonrisa muda del recuerdo de tabernero.
— Maño!! — le espeta con cariño D. Vicente, señalando a su hijo— que bien lo enseñaste…
— Ah… — Mateo gesticula complacido— de esa guisa salen los potrillos…
Viendo la escena, y observando el trajín de lo servido, Rafa queda pensativo, como no deseando ocultar cierta pesadumbre, que su alma empapa— sabes bien, Vicente, que yo no soy amante de quejas, ni de arrepentimientos, pero no entiendo estos tiempos, los muchachos de hoy, han perdido las ganas y las maneras. Hasta el bueno de Mariete cierra la Tasca cuando le viene en gana. Los jóvenes no trabajan, lo tienen todo y no se benefician. Dejan la hacienda al derroche. Viven sin empeño. Caso aparte, claro, tu hijo Vicentico.
— Pues si, Vicentico aprovechó el arado familiar— reconoce con dulzura Vicente— y la farmacia está ampliada, con dos empleados más.
— Ese es para mi el problema— asiente cabizbajo Rafa—emplear, en nuestros tiempos, significaba ganar. Hoy emplear es una pesada carga, si no, que se lo cuenten a mi Luís.
— O al pobre de Mateo— susurro cabizbajo Vicente— su hijo mayor, el lumbreras, marchó a Madrid a hacer fortuna, y terminó liquidando el patrimonio familiar del Maño.
— Si— repone Vicente— a tiro de firmar fincas avaladas, bancos y hacienda al degüello, y Mateo dando la cara por el lumbreras y fantasioso hijo.
Los niños del Mario, sentados en la acera, juegan con sus móviles, ensimismados en la fantasía de la pantalla, imágenes violentas de soldados que luchan, compiten y alienan las mentes del futuro de un país, que se derrumba frente a generaciones pasadas educadas en la esperanza.
Los tiempos cambian creando muros entre gentes nacidas en distintas décadas. Los sentados en mesa, viejos ya, añoran el pasado, donde tras las penurias de las guerras y el hambre, les sonrió el alegre porvenir del progreso, y ahora, la comodidad de la jubilación.
Los adultos, como Mario, Vicentico, o Jose, el alegre tabernero de la Cantera, trabajan ciegos de certezas, viendo el difícil trajín de la clientela, la escurridiza ganancia tras pagar gastos, la picaresca de quienes gobiernan, y la de quienes viven subvencionados. Y ellos, héroes del día a día, si por descuido o circunstancias, caen en algún entuerto, hipotecarán sus ilusiones, se entramparán en la desolada ruina.
En la otra esquina, La Cantera asoma sus breves mesas, es hora de alegría. José, ebrio y agotado tras una noche de placeres en el altillo del bar; sonríe, con simpática mueca, mientras esnifa el rapé, de una latita amarilla.
En el interior de la Cantera, se escucha la poderosa voz de Odette sermoneando a dos latinos embriagados, quienes, en la mesa del rincón, brindan con sendos vermuts rojos, mostrando sonrisas silenciosas y cómplices. De imprevisto, la máquina tragaperras resuena a la entrega del premio, un gordinflón calvo, a quien se le conoce por Antonio “el Pelao” suelta risotadas, gesticulando exageradamente, mostrando su reciente botín. Mientras Martin, sentado en un taburete alto, con leves risillas, disfruta de la escena; Odette levanta los brazos clamando al cielo, mientras los latinos miran recelosos la suerte del panzudo; de la mesa de la terraza, asoman dos cabezas, expectantes y alucinados, como hienas en el desierto, se trata de Petrica y Elso, dos méndigos rumanos, que ocupan con derecho limosnero, los semáforos frente al hotel Malcom and Barret, con potestad para el peaje de salida por la pista de Silla.
Frente a las mesas del bar otro ruido estridente capta toda la atención. Pintado y hurtado a la acera, un carril rojo permite que bicicletas y patinetes rueden con velocidad, en las narices de los viandantes. Esta vez la historia se complicaba, una anciana yacía en el suelo, mientras la joven que conducía el patinete eléctrico le recriminaba haberse cruzado.
— Niña— gritaba desesperado Jose, mientras se acercaba torneándose de caderas, lanzándole improperios a la joven— calla ya, no ves que le has hecho daño.
Viandantes, vecinos, clientes de Casa Mario y del bar La Cantera, todos salían a ver el drama. Mientras Antonio “el Pelao”, mirando nervioso hacia los lados, gritaba desesperado, ¡¡¡¡desde la puerta del bar— me han robado!!! me han robado!!! Las perras ya no están.
El bullicio era ensordecedor, como un día de feria, mientras los únicos que se alejaban eran dos flacuchos endebles, con ropas viejas y paso inseguro, quienes acercándose a la fachada del hotel se abrazaban riendo, mostrando la bolsa de monedas y dando signos de victoria.
“Mientras los hombres discuten su cordura, justifican su cinismo y edulcoran su hipocresía;
la picardía despierta los sentidos y
el mundo gira irreverente.”