Historias de Juan Nadie » INTRODUCCIÓN El narrador, aquel que ve un camino, aunque duda al transitarlo. »
Autor: Raul Estañol Amiguet
Es el último día del año 2015, tengo cuarenta y tantos años vividos, y muchas andanzas recorridas. Buen momento para rememorar, con melancolía, las buenas y malas acciones pasadas, así como las intenciones ciertas o no, para lo que el reciente futuro nos depara. El café del lado de mi casa está lleno de gente, bebo un cortado caliente, a sorbos cortos, mientras ojeo el periódico “Las Provincias”. Una noticia aparentemente insignificante, en pequeño, y en las últimas páginas, me sorprende, y me entretiene: El Consell Valencia ha encontrado trescientos setenta y cinco mil libros, ya de una reciente antigüedad y descatalogados, en estanterías de una nave industrial, en Ribarroja del Turia. Libros escritos para una biblioteca fantasma, o más bien, para esconder las vergüenzas de quienes, con dinero del erario público, o sea de todos, editan y compran obras a doquier. Dios me libre de pretender tal blasfemia.
A principios del presente siglo XXI la producción literaria es inagotable, y los criterios de edición curiosos y ambiguos. Para editar prima el reconocimiento y la fama que preceda al autor, hecho el cual me desagrada en demasía, ya que prefiero mantenerme en el sutil estado del más humilde anonimato. Como novato narrador me veo absorto por la gran cantidad de relatos, novelas, historias, poesías, ensayos, cuentos; que en la actualidad se escriben. Nos encontramos en una época prolífica en libros, revistas y demás escritos, hecho el cual contrasta con la escasa inversión humanística de nuestra enferma y decadente civilización, de un mundo triste. La literatura se traza con un estilismo literario prodigioso, en ritmos rápidos y vivos, lo cual permite la publicación de innumerables obras bien escritas, con el único fin de un beneficio económico. Todo ello lastra, en modo indecible, mi voluntad de expresarme. Gracias a mi ingenio no tengo necesidad económica de publicar ningún libro de éxito, por lo cual no deseo, en modo alguno, pertenecer al elevado elenco de intelectuales sedientos de éxitos y reconocimientos materiales. Ruego por ello disculpen mi estricta resolución, en mantenerme fiel a mi carácter reflexivo y anodino en el trascender de mi supuesta biografía.
Por dar un nombre a mi persona, rogaré se dirijan a mi atención con la palabra Juan. Aunque con nombre tan usual, como indiferente, me propongo relatar un pasaje de mi vida, el cual me resultó tan sorpresivo y delirante, que me hundió en una profunda depresión, arrastrándome hasta la pérdida de casi la mitad de mi peso; así y todo, con rostro cadavérico, mis órganos sensitivos se mantuvieron expuestos a numerosos sobresaltos nerviosos, acaecidos por el mínimo estímulo material o emocional que se percibiese cerca de mi fútil presencia espectral. Por exagerado que les parezca, ruego entiendan mi dramatismo, ya que ojalá nunca se encuentren en mi lugar, ojala sigan siendo tan felices como son, ojala puedan continuar contemplando la vida, simplemente con la grave naturalidad con la que hasta fechas pasadas yo la contemplaba. Si señores, puedo decir claramente, que hoy les envidio, ya que hoy pienso en el pasado y lloro con sollozos de tristeza, con una ansiedad tan repulsiva que se me clava en las entrañas con la fuerza de un sable incandescente. Bendita la candidez de los jóvenes imberbes, bendita la ignorancia de quienes se dejan llevar por las circunstancias, tan cual botes perdidos en las costas portuguesas del Atlántico, con alto oleaje y a la deriva. Bendita la inocencia de aquellos cuya única experiencia peligrosa, y como remedio de su propio tedio, salen a impactarse de algunas noches de fiesta, alcohol, sexo o drogas. Benditos los egoístas ambiciosos, benditos los felizmente casados, benditos los bohemios, los ignorantes, los solitarios, benditos los adormecidos con la única visión de realidad dada por lo que refleja su espejo. Me he propuesto hacer honor de la supuesta verdad, por lo que, aunque consideren exagerada mi exposición, no dudaré en reflejar en banales palabras los destellos de mi alma.
Hoy no sé cómo soy, me noto triste, aunque a la vez avispado, me noto miserable, aunque mi corazón exhala coraje. Veo este mundo, de lobos, en el cual vivimos todos, y mantengo una disposición distinta, extraña, como si no quisiera saber nada de él. Saben lo complicado que me resulta que me entiendan, sí, y que yo mismo me entienda, también. Noto como si todos vosotros fueseis diferentes; distorsionada, incluso yo diría erróneamente, os noto como si fueseis inferiores, como si no hubieseis tenido la oportunidad de nacer, de vivir la vida plena. Ello me aísla, me mantiene apartado, como lobo solitario, en medio de una manada salvaje. Huyo a la mirada de la gente, evito cruzarme con conocidos, su mera conversación de cortesía me desagrada sobremanera. Es extraño todo ello, ya que también me veo ínfimo, más diría, me considero un ruin gusano, eso sí más inmóvil, más pausado, como en el comienzo de un extraño proceso de cristalización. Ahora sufro, sufro de verdad, ya que mis bajezas pasadas, presentes y futuras, son permeables, transmisibles y denunciables por mi propia conciencia.
Mi conciencia, mi razón, ¿Qué es ello?, mi razón está llena de intelecto, de conocimientos, y poco más. Si, deseo aclararlo, ya que no soy un ignorante, mejor dicho, no soy aquel ignorante que no quiso estudiar, que no deseó formarse, graduarse y superarse. En realidad, soy un ganador de los tiempos que corren, ya que, yo, el hijo del pastelero, con veintiún añitos ya era un ilustre diplomado. Ya que trabajé, demostré y luché por hacerme un hueco en este enmarañado mundo. Un profesional es lo que fui, un asesor financiero, fiscal, de seguros, y de todo aquello que se le ocurría preguntarme a toda aquella gente humilde que me hostigaban tras ser hostigados, que me suplicaban y, al segundo, me exigían, me presionaban, tras ser vapuleados por la ruleta de la vida. Ya entonces veía a dichas personas, a mis socorridos clientes, como inmersos en un laberinto, en el laberinto de la vida. Ante los problemas más cotidianos, los cuales les desbordaban día a día, mi genialidad se agudizaba sobremanera, realizando innumerables gestiones, indescifrables planteamientos que gestaban en éxitos, en resoluciones satisfactorias, en cobros para damnificados.
Mi angustia seguía presente, ya que tan formidables batallas solo lograban la gratitud del dinero, la compensación monetaria por unos esfuerzos y fatigas que realizaba por los demás, con total veneración. Por otra parte, en cuanto al reconocimiento de mis logros, a la aceptación ajena de mi profesionalidad, a la satisfacción de las lisonjas, que entendía como meritorias, hacia mi persona; nada de nada. Frustración y desesperación a doquier, para quien observa el agrio jugo de lo que en esos días consideraba injusto, como único fruto de las resolutivas gestiones, que con tanto ímpetu realizaba. Lamentable escenario de la ignorancia, el esperar un toque en la espalda, un “gracias” que lograse hinchar mi ego, que me hiciese considerarme indispensable, para mis socorridos clientes. De este modo, sucumbía en la ciénaga, me nutría y regocijaba del más profundo y oscuro fango, inspirando el bienestar de una falsa superioridad.
Como bien decía anteriormente, mi razón existía, era completamente consciente de que residía en mí, ya que esa plenitud de intelecto, de conocimientos, me iba a facilitar algo, unos accesos, unos registros, unos talentos, unas técnicas las cual me permitiese cuantificar lo cuantificable, incluso lo cualitativo. Si señores, me encontraba con las armas más poderosas que en este mundo se puedan concebir, con la ciencia, con la presunción de inocencia de sus axiomas, los cuales eran bien conocidos por mí, y utilizados en mi propio interés personal. Me sentía el sacerdote del utilitarismo, como dogma de fe que me permitía progresar inconscientemente en aras del provecho personal, como la única ciencia posible, la cual debía de prevalecer en nuestra era de progreso.
Por lógica, también jugaba con el reconocimiento que el mundo da al saber enciclopédico de los libros, con sus significados últimos, perfectamente evaluados, clasificados e indexados; los cuales ayudan a la sensación de perfeccionamiento de esta, nuestra preciada civilización, la cual es tan venerada, elogiada y asumida por la mayoría del vulgo, ese mucho de seres humanos que son manejados por nuestros sistemas de gobierno, haciéndoles creyentes en ideologías compartidas, en esas historietas inventadas que nos convencen de que habitamos en el mejor mundo posible. Todo ello me hacía partícipe de un mundo que se hunde paulatinamente en el lodo, en el cual nos convertimos en intrépidos seguidores de sombras, de apariencias y de juegos de títeres. El triunfo de la estética frente a la ética, asumido bajo la desidia de todos nosotros, todas aquellas personas que compactamos los cimientos de lo que van a ser nuestras vidas en tan irresponsable complicidad, en tan volátil ilusión.
Ya aquello a pasado a ser un recuerdo, un desagradable recuerdo que, así y todo, de forma cínica llena mi ser de la añoranza del “tempus fugit”. ¿Por qué rememorar lo insano? ¿Somos tan volubles que nos convertimos en víctimas de nuestros propios errores?, ¿en cómplices de lo despreciable?, o es posible que nuestra propia naturaleza no sea tan noble, sino que todo el contrario, nos regocijemos inconscientemente de nuestras miserias mundanas, del placer sensual de los excesos, del gusto por lo inmediato; sin entender ni disfrutar de la sensatez del recto camino.
Dicho todo lo anteriormente detallado, ruego no vean prepotencia en mis palabras, más bien ruego atiendan al siguiente relato tras el cual percibí que tanta razón, tanto saber, no sirven para nada; más aún, ya que todo el conocimiento clasificado, archivado y categorizado, sólo sirve para confundirnos, para considerar que la recepción de dichos saberes nos hacen mejores, ¿mejores que quienes?, ¿en qué consiste el mérito?, ¿cuál es el logro alcanzado?
Y todo ello, en base a una técnica que nos permite dominar mejor lo que argumentamos, cimentado en un saber enciclopédico acumulado, en el avance de la ciencia, y su más orgulloso hijo: la tecnología. Aunque todo lo argumentado, ¿creen realmente que somos conscientes de ello?, o más bien somos títeres inconscientes viviendo en un mundo perfecto, en un mundo maravilloso, donde la aspiración suprema será la eliminación de la duda, la aniquilación de la negación, la creencia en nuestra civilización como la mejor y más próspera, nunca vivida. Donde la comodidad de lo alcanzado nos impide valorar nuevos límites, nuevas realidades, nuevos mundos imaginables; los cuales pudiesen ayudarnos a conocernos mejor, a reconocer nuestra humanidad en lo propio y en lo ajeno.
Realmente, ¿no han existido mejores mundos?, basados en otras hipótesis, en otras premisas, en otras formas de entender nuestra identidad y la naturaleza de nuestras relaciones.
Sin más premura, me dispongo a relatar un hermoso partir, un viaje necesario para el hidalgo caballero andante que se precie, que tenga en alta estima la conquista del dragón de oro, así como de su enamorada Selene. El escape hacia la expiación, más diría hacia la purgación, trata de valentía ante las ataduras, de liberación, de una marcha hacia lo desconocido, una huída, un encuentro; tanto hacia lugares recónditos, exóticos, hermosos; como de una búsqueda introspectiva, íntima e individual. Todo ello, sin la improvisación del inculto, aunque si con la locura necesaria para el despegue. Me permitiré finalizar mi alegato inicial con un fragmento de una conferencia gestada para unas reflexiones sobre las humanidades, que presenté en una Universidad cualquiera, en uno de esos centros del saber dónde los privilegios de la cátedras perpetúan salarios vitalicios, y cuyo título decía: “La libertad para el hijo del pastelero”.
“La razón es un arma peligrosa en manos de quienes tienen “seco” el espíritu. En este tiempo que vivimos, entiendo que ello no es culpa de nadie, más bien del vil decidir al asumir versiones de pensamientos, sobre lo que no entendemos en su absoluta profundidad. Lo enciclopédico, lo normativo, lo establecido, lo confundimos como nacido de la razón.
Por otra parte, las emociones nadan a la deriva, llevándonos de forma caótica por el desenfreno del placer de los sentidos, por la novedad de lo material, por la comodidad de la desidia; todo ello excusado por la creencia en nuestras pueriles versiones de la realidad.
Así como nadie nace miembro de un país o de otro, tampoco nadie nace hijo de una madre o de un padre. Esos convencionalismos son por genética, no por espíritu. Espíritu, palabra cegada por lo que acontece, por aquellas ideas surgidas para justificarnos, por aquello que con el tiempo adoraremos como cierto, besando una nueva ideología, la cual tomará comunión con las ya existentes, como rama brotada del mismo árbol. Aunque ruego no confundáis dicho árbol con el del conocimiento, más diría que a semejanza de él, existen millones de árboles nacidos de equivocado discernimiento, de la confusión general, la cual nos dota de la arrogancia del decidir que actitudes son buenas, que conductas son arreglo a la esencia del mundo, y cual es el correcto camino a seguir.
Solo deseo que este escrito sea una reflexión a la humildad, a la única actitud que a nuestra raza, la de los seres humanos, nos puede ayudar a no confundir el camino, con la obcecación, con la equivocación no reconocida, con el mayor de los totalitarismos, la persistente creencia de que la forma de actuar, pensar y sentir, depende únicamente de un ideario colectivo construido en base a los convencionalismos de lo correcto.
Ruego no os paréis en los matices, y reflexionéis en lo hondo de mi pensamiento, en mi rebeldía como emancipación. Ya que lo más maravilloso de lo que el mundo nos muestra día a día, es nuestra individualidad, nuestra pertenencia a un orden establecido, el cual en asomo alguno deberíamos de interpretar en toda su magnitud. Aunque dicha individualidad nos debería dejar reflexionar sobre la individualidad del “otro”, sea ajeno o cercano, familiar o desconocido.
Todo pensamiento tiene una semilla bendita, la cual ofendemos con prejuicios y estereotipos que establecemos como el mayor de los mandamientos: debéis de obedecer lo que la vida os da. Todo sectarismo es rancio en esencia, destructivo desde la raíz. Vivimos en comunidad deseando se establezcan normas de convivencia amparadas por la cordialidad. Cuidad los principios de dicha cordialidad, ya que pueden estar sucios por el ansia de poder, de control, de imposición, de proporcionar pseudos-significados a nuestras vidas...
Mucho se habla de principios, de su carencia en el mundo en el cual vivimos. Aunque esos mismos hablantes, son los huérfanos de principios que se precipitan a augurar credos inútiles, sentimientos estériles, en los cuales hay una falta absoluta de emociones surgidas desde el corazón, como emoción razonada. La gente nos debatimos entre nuestras infantiles emociones, nuestra circunstancial educación y nuestras desnudas reflexiones juveniles, las cuales en modo alguno fueron alimentadas en una madurez de edad, en la cual solo creíamos en el trabajo, en la familia, en el dinero, en el patrimonio; en todo aquello externo que nos permite abandonar la responsabilidad contraída con nosotros mismos, como seres humanos.
De otro modo, podríamos abogar por la reflexión, por el reconocimiento de nuestra ignorancia, por el descubrimiento de variables nuevas, de realidades diferentes, las cuales nos permitan despertar, mediante la reminiscencia, el recuerdo de lo importante que hemos ido abandonando en nuestras vidas; mediante la introspección, la meditación sobre lo que ha enriquecido verdaderamente nuestro espíritu; mediante saberes nuevos, formas nuevas de entendimiento de lo diferente, de lo posible, de lo imaginado. Podemos por otro lado, entender lo que conocemos como lo único entendible, como lo único verdadero; aunque de este modo es muy fácil caer en el engaño de quien se cree con la razón, con esa infantil creencia que tantas y tantas doctrinas han generado tantas y tantas injusticias en la humanidad.”