Cuentos » El ocaso de la fortuna en el bar La Cantera. »
Autor: Raul Estañol
“Maldito el día en el que abundan más buitres que conejos. Las hierbas se secaron, la infausta pradera, pelada y abandonada, suelta un hedor insoportable. Todo ello es más una consecuencia de la locura del tiempo presente, la cual estropea a los seres de buenos ánimos, provocando el resurgir de los incompetentes y de todo tipo de malvados”.
En el interior del bar la cantera, estrecho e irregular, asoman los primeros rayos de Sol, son las 7 de la mañana, temprano para unos, el declive de la fiesta para otros. El bueno de Mario tras sorber un chupito de cazalla, grita, ¡¡hinchando el pecho y acariciándose la calva— amigos!!, voy a echar unos carboncillos a las brasas, a ver si abro y preparo los almuerzos. — Famosos en toda la contornada, “els almorsarets” a la brasa de Mario, sobre las nueve de la mañana, paralizaban la actividad del barrio de Narbona, para disfrutar comiendo y bebiendo, del arranque del día.
Mientras Jose le observa impasible, andando renco, con la leve sonrisa del bohemio que ya pasó de los sesenta, quien aprendió a observar sin juzgar y a disfrutar del vicio, sin testigos ni reprimendas. El resto de la parroquia, esparcida entre taburetes y sillas. Oscar, ebrio, solo ante la tragaperras, risotea escandalosamente mientras golpea los botones que le mantienen distraído. Tomas, con la camisa mal puesta y totalmente despeinado, asoma su infame y raquítico físico, bajando por la escalera, mientras esconde en los bolsillos unos saquitos con polvo blanco, sin dejar de otear la estancia que abandona, en espera de algún señuelo. Elisa, la alegre enfermera, cuarentona y desvergonzada, quien con desparpajo incita desde la puerta entreabierta del altillo, mediante el reclamo de la hembra. Martin, plantado como un pino, en la entrada del café, espera sin prisas, que se le abran las puertas de su madriguera de día, allí donde, entre copa y copa, se cobijan todos sus pesares.
Dos furgones grises circulan por el lateral, a toda velocidad, frenando frente al bar La Cantera; salen de ellas seis tiparrones, dos seguratas con chaqueta marrón, insignia en el pecho y las manos dispuestas en las porras, y los demás, de serio rostro, con largos monos grises y enfundados con las cajas de herramientas. Sin mediar palabra, entraron precipitadamente y en tropel, en el interior del bar. Con precintos en mano, se dirigían hacia las cajas de contadores.
— Joder— comenta desde la escalera Tomás, partiéndose de risa— si esto parece el camarote de Groucho March.
Con mirada de reproche, le sentencia Jose— y tú aún…, ¡tocando las narices!
Mientras, los de monos gris se distraen poniendo y quitando cables y precintos, en el local y en su fachada, donde suben con elevadas escaleras, así como en la zona del altillo y en la escalera de la finca contigua; los seguratas rodean al inofensivo Jose, quien curtido de años y con temperamento comedido hace señas inequívocas a sus clientes y feligreses de que la fiesta terminó.
— Amigos, en lugar de abrir, cierro. Y al cerrar, intuyo, que el fin de mi travesía de penurias y pesares, se acerca a puerto en ruina.
— Bueno…— se escucha impasible a Martin, mientras frota su barba rasurada— celebremos el adiós, con una copa de “absenta”.
Mientras tanto se escuchan los gritos de Odete, acercándose por la acera del hotel— sinvergüenzas, ¡sinvergüenzas! Quienes sois. Joseeeee, huye el pan que te coge el diente!
Con gestos relajados, ya en la terraza Jose intenta tranquilizar a Odette— está todo el pescado vendido, me han pillado, che, por una vez que me pincho a la luz de la finca.
Odette reflexiva entiende la incoherencia de sus recelos y emplea un dicho de su Cuba natal— Pues na, amigo, olvida el tango y canta bolero.
Mientras una vecina obesa, rubia de tinte, exclama desafiante, desde lejos, a varios curiosos que observaban la escena, desde la acera de enfrente— ya os dije que conmigo no se juega…
Una ciudad construida al nivel del mar, donde los humedales se cubren precipitadamente, para no entender el sentido de ciénaga del entorno. Allí donde al surgir el calor estival, el olor pestilente de la adormecida ciénaga, resurge dando paso a roedores y cucarachas.
A la tarde, con el bar cerrado, a cal y canto, la luz precintada, sin derecho de vuelta; José permanece apoyado en un vehículo estacionado enfrente, no dando crédito a su mala suerte. ¿Su hija Raquel asoma su desdicha acercándose al maltrecho de José— padre, sabe lo peor?
Jose la mira serenamente— nada peor que perder tu sustento, pero bueno, dime hija.
— La Paca es la culpable— suelta de sopetón la inquieta de Raquel, con rostro rabioso y mejillas sonrojadas— no quise irme de su piso, el cual se arrepintió de alquilármelo, hace meses. Y como Julian, su pareja, es cliente tuyo, ella se enteró del enganche de la luz, uf, ¡la mato!
Su padre la observaba sin prestar mucha atención, esa facultad le permitió en años, sobrevivir. La miraba con la misma indiferencia, que cuando ella le presentó a Enrique, el padre de su nieta; la miraba con el mismo desaire que cuando Enrique se emborrachaba y la golpeaba, tras sucesos parejos, en los cuales corría a pedir dinero a su bondadoso padre; la miraba con la misma desilusión de cuando su hija le contaba que Enrique estaba preso por culpa de la policía nacional, que él no fué, que ella le creía. Por supuesto, ahora la culpa era de la gorda de la Paca.
“En estos tiempos gris oscuro, en lugar de regar, queremos bebernos toda el agua, líquido adulterado por sustancias psicotrópicas las cuales nos permitan convivir con nuestros actos y nuestra cegada conciencia; hasta el día en que la locura alimentada, propicia disparates e injusticias”.