Cuentos » Capítulo XIX. Campo de Refugiados, el entierro en vida de quienes molestan. »
Autor: Raúl Estañol Amiguet
Sábado, 7 de abril de 2012
Un gallo que habitaba en el corral del hotel me despertó con la gresca de la mañana, con la fuerza de la salida del imperioso Sol. Me recliné la almohada para despejarme más rápidamente, mientras el sonido de alegres pájaros me estimulaba, confundiendo mi percepción de los estériles parajes que nos engullen. Un sentimiento contradictorio me invade, amante de los vergeles y de la frescura del agua que corretea entre manantiales, deseaba con todo mi ser volver a tierras más fértiles, a la gran selva ecuatoriana; aunque la actual jornada nos iba a proporcionar la ocasión de visitar un verdadero campo de refugiados, en lo profundo del extenso desierto un limitado terreno que permitía a un gran grupo de desdichados africanos vivir, sobrevivir ante la soledad del más absoluto abandono. El campo de refugiados era tutelado por Naciones Unidas, aunque mi intuición me advertía de la gran injusticia que pueden amparar las instituciones que con previsible legitimidad pueden anteceder los intereses del poder de cualquier país perdido, a los derechos humanos de los más débiles, de sus esforzados habitantes. Ello lo pude observar con mis propios ojos en las afueras de Lodwar. La predicción de Anders, días atrás, cuando me explicaba como el gobierno keniata actuó sin piedad con las familias que les molestaron, durante los disturbios políticos de 2008, en la campaña electoral para la elección de gobierno, se convirtió en una realidad frente a nuestros ojos. Valga una deducción soez, el llegar a comprender que personas procedentes de ciertas etnias, por su humilde y vulgar origen y condición, vieron reducidas a cenizas sus hogares, sus chabolas de Kibera, vieron quemadas sus esperanzas, consumidas sus ilusiones; y fueron repudiados por sus despiadados políticos, con el beneplácito de una organización con curiosas siglas: ONU; a una muerte lenta, a una desesperación inconsciente, con lágrimas secas.
El autobús arrancaba, entre las curiosas calles polvorientas de una ciudad, que más parecía un campamento improvisado, un poblado de contrabandistas adinerados, mezclado con harapientos keniatas, algunos de ellos, dignos turkanas, cuyas mujeres adornan sus desnudos cuellos con grandes y magníficos collares de cuencas, y sus orejas con largos pendientes. Recorremos diez escasos kilómetros, en los que se nos puede observar por el prolongado manto de polvareda, que el autobús levanta a su paso en el arenoso camino ondulante que dejamos atrás. Por fin llegamos a nuestro destino, unas estacas en el suelo nos lo comunican, tras ellas aparece una gran verja de aluminio, la cual rodea un gran recinto lleno de pequeñas cabañas circulares, de diámetro y altura no superior a dos metros, las cuales estaban construidas por una especie de toldo marrón. Todos nos asomamos a la parte delantera del autobús, con la curiosidad de quien observa el interior de una jaula metálica, donde los encerrados no son periquitos, ni pájaros tropicales, más bien son adultos delgaduchos, que deambulan lentamente sin el interés de llegar a ninguna parte, así como niños de escasa edad, unos recostados sobre los cuerpos sentados de sus madres, las cuales se reúnen en pequeños grupos, otros niños correteando alrededor de las desperdigadas cabañas, jugando a pillarse. Tras el primer grupo de chozuelas, en la parte central, podemos observar un gran edificio, a modo de nave industrial, con altas paredes de ladrillo compacto. En poco tiempo, tras abrirnos unos guardias la puerta de entrada, haciendo correr un pedazo de verja, mediante unas pequeñas ruedas, nos dimos cuenta de que nuestro destino nos llevaba hacia la entreabierta nave industrial. Bajamos del autobús, a la derecha observaba un destartalado camión mal aparcado, con los toldos quitados, que mostraba escasos sacos de trigo y avena, apilados en su parte trasera. Restos del sencillo reparto de las materias primas, que permiten la subsistencia de los desdichados refugiados forzosos.
Tras montar el centro médico en las peladas paredes y el polvoriento suelo de la nave, esperé con paciencia a que Paul distribuyese las funciones de todos los cooperantes. En breve tiempo descubrí que tanto triaje, como farmacia, ya tenían a sus componentes del equipo seleccionados. Sin embargo mi labor se destinaba a la fácil colaboración con los chiquillos del lugar, al dedicarme a dar vitaminas líquidas y otro medicamento para desparasitar por vía bucal a los niños del campamento de refugiados. Con total resignación y sin muestras de disgusto, me puse manos a la acción, una acción difícil ya que curiosamente los niños rehuían el acercarse a la nave desnuda, como si pensasen que un monstruo en su interior les pudiese engullir. Paul me observó ocioso, bromeando momentáneamente con mis compañeros de viaje. Ante ello, Paul me comentó con rotundidad__ Juan, ¡sal fuera!, busca a todos esos niños que no se atreven a entrar, y ya sabes, a darles vitalidad...
Con una gran sonrisa repuse__ ¡a por ellos!__ en una gran bolsa me abastecí de varios frascos de vitaminas y antisépticos, junto de un gran surtido de jeringuillas. Otra vez me sentía feliz de poder evadirme, aunque en esta ocasión, sólo con asomarme al exterior me di cuenta del pleno Sol, eran ya las diez de la mañana, el calor era infernal, era todavía verano en este inhóspito desierto, lo cual me atrapaba por todos los lados con un ambiente extremadamente seco. Quedé momentáneamente quieto observando en la lejanía a los chiquillos entretenidos en sus rutinarios juegos infantiles, mientras mentalmente me preparaba para una prolongada estancia en el infierno, donde el punto más álgido estaba por llegar. Como si necesitase demostrarme algo a mí mismo, acepté el incierto reto dirigiéndome hacia las cabañas, a más de cien metros de la techumbre que me permitiese un seguro cobijo. Una vez ubicado, en el imaginario punto que consideré preciso, con el tacón de mis zapatos hice un pequeño círculo, frente al cual tracé una línea recta, tras lo cual grité con total convencimiento__ The line, the line…
Los niños alucinaban al ver un musungu, como yo, un grandote cuarentón con escaso pelo en el cogote, con hombros fornidos y grandes brazos velludos, a quien se me había ocurrido quedarme solo, en el centro del recinto. Lo fantástico apareció, ya que tras varios minutos de cómica espera, resonaron las risas de las mujeres sentadas, quienes comenzaron a señalarme lanzando graciosos alaridos. Los niños, saliendo de entre las chozas, acudieron a curiosear la novedad que el día les brindaba, ante lo cual con exageradas gesticulaciones les solicitaba que formasen una ordenada fila, una línea recta que en breve se convirtió en una enorme cola de niños, niñas y adultos, quienes recibían sus pequeñas dosis de vitaminas de forma oral, entre risas y rostros sorprendidos. Estuve unas seis horas seguidas, a cuarenta y dos grados al sol, sin memoria para la comida, consiguiendo que todos los niños refugiados pasaran por mi imaginaria línea, rozaran el círculo que me mantenía firme, ante las lindas miradas de los entrañables muchachitos que agradecidos me premiaban con encantadoras sonrisas y entrañables muecas. En los últimos momentos de mi orquestada cola, observé acercarse a dos niños muy pequeños, cogidos de la mano caminaban pausadamente, con harapos sucios y corroídos, y los estómagos extremadamente hinchados. Niños mal nutridos, con evidentes signos de deshidratación. Llamé a dos adultos que curioseaban mis labores, indicándoles que acompañaran a los niños hacia triaje para que los médicos les pudiesen auscultar, aun sabiendo las escasas posibilidades de sus exhaustas vidas. Años después descubrí que sus posibilidades de salvación, en su fatal estado, eran imposibles, y que su denigrante imagen solo sirvió para los flases de ciertos compañeros, los cuales me niego a nombrar.
El cansancio hacia mella en mi debilitado cuerpo, la fila de niños se había evaporado, mientras mi voluntad no se resignaba a la vuelta al grupo, más aún deseaba conocer los lamentables avatares de esta resignada humanidad, de estas personas las cuales degeneraban en una civilización de resignación, de espera de la perturbadora muerte. Cerca de la alambrada, a lo lejos, oteaba como dos ancianos compartían una botella de alcohol, consumiendo sus ratos libres en insignificantes conversaciones sobre tiempos pasados que ya no volverán. Conversé con varias mujeres que se entretenían trenzando los cabellos de sus vecinas de infortunios__ Señoras, ¿de dónde venís?
__ Que importa eso__ respondió la más vieja, sin alzar la mirada__ venimos de donde el viento sopla, sabes, yo soy kikuyu, mi amiga luo, sin embargo ninguna de las dos conocimos nuestras primigenias tierras. Larga ha sido la peregrinación de nuestras vidas, y ya ves…, para terminar aquí.
__ Pero, no entiendo__ repuse con la inútil firmeza del optimista que desea influir en cambiar algo__ ¿Cuándo marcháis de aquí?, ¿Cuándo volveréis a vuestros hogares?
__ ¡Marchar!__ al lado de la vieja africana, una muchacha madura, vestida con una bata negra, exclamaba con un coraje roto por la crudeza del drama__ ¿adonde? Nos trajeron obligados, yo tenía una pequeña peluquería en Kibera, y me la quemaron. Tras ello, me recogieron junto a mi hija y mi hermano en una camioneta del ejército, y nos arrancaron de todo lo que éramos. Aquí está el fin. Ahora pretenden que nos vayamos. Incluso nos dan dinero para que nos alejemos. Somos su vergüenza y no saben qué hacer con nosotros. Nosotros no pedimos esto…, nos arrastraron aquí.
Enmudecí, cualquier respuesta se codeaba con la falsedad de mi ignorancia. Seguí andando sin rumbo definido, tantas cabañas, tantas familias e historias anónimas invadían mi alma, entre suciedad, escasez y polvo. Por vez primera me sentí sumiso en la desesperación más profunda. El horrible calor, mi cara enrojecida por el furioso Sol, provocaban en mi cuerpo un profundo estremecimiento, con evidentes escalofríos que recorrían mis miembros superiores. En estas deshabitadas tierras la tragedia se escenificaba donde se reunían pequeños grupos humanos, tratados con extremado cinismo, con desairada hipocresía por las instituciones gubernamentales nacionales e internacionales que manipulan el control del poder, la negación de la realidad. Levantaba la vista y oteaba toda la miseria que me rodeaba, peor aún, ya que observaba a las víctimas del vil engaño, a todas esas personitas traicionadas con mentiras, abandonadas como perros que molestan, ignoradas por un mundo que prefiere obviar lo que incomoda. Me sentía mareado, un espeso sudor flanqueaba mi frente. Con los ojos medio cerrados me imaginaba el rostro de un viejo conocido, la sonrisa de Ismael Torres. Cerré totalmente los párpados, Ismael era un muchacho corpulento, alto de talla, moreno, con la nariz aguilucha, de naturaleza parlanchín, y desmesuradamente amigo de la fiesta, eso sí un buen hombre que a nadie le negaba un afable saludo. El juego se convirtió en su principal infortunio, ya que se prodigaba entre las timbas ilegales de póker, a altas horas de la noche en ciertos garitos de Nules supuestamente cerrados al público. En otras de sus muchas horas perdidas, malgastaba dinero frente a la insaciable ranura de las atractivas y luminosas tragaperras, además de la afición al bingo de Villarreal que tantas emociones le habían brindado. Pronto su amigo de infancia Ricardo, quien en realidad le introdujo en lo más profundo de estos suburbios, le abandonó para no sentirse expuesto en la espiral de actos inconscientes del bueno de Ismael. El tiempo erosiona más a quien más se equivoca, de este modo a mi amigo Ismael le tocaba su hora de desesperación. Yo no viví nada de ello, era época estudiantil y me enteré tarde de lo ocurrido. Ismael asediado por las deudas, peleado con su familia, repudiado por quienes le rodeaban, olvidado cuando más lo necesitaba por su amigo Ricardo, murió tras colgarse de un pilar del garaje de su padre. Sentí pánico, un profundo asco por todo lo que desató el desenfreno de mi amigo, el horrible final de su vida. Algo muy similar sentía en el campo de refugiados, ya que esto también era un suicidio, aunque algo peor, ya que el suicidio era colectivo, de un grupo de seres humanos, que por circunstancias ajenas a sus propias voluntades, se vieron abocados a un infeliz paraje, a una tumba en vida.
¿Por qué se permitían estas barbaridades?, ¿Por qué no se denunciaba?, era el desgarrador grito que surgía de mi alma, retumbando en mi debilitada mente. Evocaba mis escritos sobre como en los estados occidentales, los grupos de poder, controlan a la sociedad civil, dotándoles de discursos a seguir, desviándoles la atención de otros temas que no interesa debatir, gestando de forma manipulada tabús que se esconden en el velo de lo políticamente correcto. Antaño lo explicaba en foros intelectuales así: …La información nos llega mascada, triturada, como la papilla que toman los recién nacidos; ya que se basa en pequeñas historias o breves fotogramas contadas en todo momento de forma unilateral, sin ningún tipo de pretensión de esconder la ideología a seguir por el diverso medio de comunicación, la cual es refrendada por el grupo de poder propietario del medio en cuestión; y con un acomodado clientelismo perteneciente a la sociedad civil…
Los recursos económicos que dedica el Estado a temas como la violencia de género o los accidentes de tráfico son enormes, dotando al Estado de una imagen de progreso sublime. Sin embargo, los recursos económicos que dedica el Estado a la atención y prevención del suicidio son escasísimos, y consisten únicamente en medicar, con drogas, a quienes dan la sensación de ser sensibles a un entorno que no aceptan. ¿Por qué silenciar estos dramas? La ocultación es patética e irresponsable. La única razón del mutismo actual estriba en los fundamentos que puedan llevar a los seres humanos en su propia aniquilación: estrés, desesperación, fracaso, ansiedad, inseguridad, frustración,… De igual modo, el conocimiento de miles de personas confinadas, enterradas en vida, en un tétrico campo de refugiados cumple las mismas causas que podrían lanzar a cualquier pueblo hacia la indignación, del extraño mundo en el que vivimos, y de los controles de poder que imperan en dicho mundo. Lo lamentable es que no hay diferencia, tanto arriba como abajo, en el Norte como en el Sur, vivimos en un mundo triste.
Cerca de un tramo del vallado, noté como mis fuerzas se debilitaban, mareado ya no era sensible al imperioso Sol. De repente, mi cuerpo cayó derrumbado sobre el polvoriento suelo, sin atisbar si tropecé, me desplomé, me tiré, o fui derribado. Anonadado, con los ojos levemente abiertos observaba muchos pies, descalzos y sucios, de curiosos keniatas que se acercaban a fisgonear mí estado de salud. En ese momento me venía a la mente aquella antigua cena de conocidos, la cual provocó mi primer giro en el camino. Veía con total claridad a Toni, a Pablo, a Jorge, los rostros de mis amigos de infancia y pueblo, aquellos que aplaudían la excelente civilización en la cual vivimos, los mismos que actuaban con total indiferencia ante cualquier injusticia que les pudiese herir cualquier tipo de sensibilidad. Lo importante para ellos era simplemente la educación, las normas, sobre todo cuando eran impuestas por ellos mismos. ¿Eran malas personas? No, ahora lo podía entender, se sentían acomodados en lo que creían una vida segura, a la par, se dejaban llevar por el aburrimiento en sus vidas, provocando situaciones de total abuso, de ciegas aniquilaciones. ¿Cuántos campos de refugiados, celdas de inocentes habría si el poder lo regentaran quienes se aburren? Me imaginaba el final de la cena de los conocidos, la facilidad con que el aburrimiento de los ociosos gestaba enemistades, entre quien se han criado juntos, entre quienes se creían amigos. Me miraba después al espejo, no me reconocía, que va, en realidad en el cristal se reflejaba el perfil de mi amigo Ismael, su marcada sonrisa, su nariz aguilucha. Tras lo cual me secaba los húmedos ojos, ¿Qué podía significar? Desesperado pienso: será este el momento…
Y así marcha el mundo, con esas pobres personas de los campos de refugiados, esos africanos a los que les arrancaron todas sus pertenencias, arrojándolas al interior de una jaula, con el visto bueno de las instituciones políticas. O con esas otras personas del mundo occidental, sin tantas carencias materiales, aunque pobres de espíritu, que se suicidan en silencio, siendo olvidadas antes de desaparecer, siendo arrinconadas al mutismo de lo políticamente correcto, de lo indeseable de negar las carencias humanísticas de nuestro mundo supuestamente civilizado. Una lágrima roza mi mejilla, ¿Por qué nadie me habla, me entiende, me reconoce?... Desesperado pienso: será este el momento…
Un pitido resuena en el silencio del atardecer. Me levanto y sonrío levemente al ver como la pelota rueda por un pequeño campito improvisado en el medio de la explanada. Las cinco de la tarde quedaron ya atrás. A lo lejos observo a los niños del campamento jugando a fútbol, entre ellos blancos cabezudos corren tras las frágiles piernas de los chiquillos keniatas, mientras Calvin, de pie, con el convencimiento de su íntima afición, impone orden tras un pequeño pito, dando instrucciones a los niños para que organicen su numeroso equipo. Carlos, Nacho, Javier, Mavi y Ariadna se mezclan entre la multitud de críos, los cuales ríen desmedidamente. Al observar la pelota me di cuenta que no era tal, como pudiésemos entender, en verdad estaba confeccionada por un manojo de plásticos y cueros cuidadosamente atados, para no perderse entre las disputadas patadas.
Por mi parte rehuí el acercarme al partido, ya que me encontraba exhausto, tras todo el día expuesto al Sol y al calor del vecino desierto, preguntándome el porqué de soportar lo que quise soportar. Me acerqué al interior de la nave, donde me reencontré con mis compañeros más adultos, quienes estaban en farmacia guardando en cajas todos los medicamentos y utensilios. Víctor, junto a Casimiro, se acercaron velozmente a mi lado.
__ ¡Dios mío!__ exclamó Victor, mientras Casimiro con su talante siempre agradable y educado me tomaba el pulso__ estás ardiendo Juan, toma, bebe agua, toma dos paracetamol, trágatelos de golpe y siéntate en la silla.
Realicé evidentes señales tranquilizadoras con las manos, para restar importancia a lo ocurrido. Tomé unas cajas y marché discretamente hacia el autobús, congratulándome con el trabajo siempre incondicional de este pequeño grupo de enfermeras y doctores, los cuales con tan bondadoso interés y laboriosidad hacían danzar todo el instrumental médico por tantos lugares inhóspitos de este inmenso país. Al arrancar el autobús un hecho me sorprendió, ya que todos los niños del campamento salieron divertidos a despedirse, vitoreando cánticos alegres, sonriendo y volteando sus manitas elevadas, en señal de celebrar nuestra apresurada huida. Sin embargo, todos los adultos del campamento habían desaparecido, escondidos en sus diminutas chozas. Mis compañeros, con evidente emoción, quedaron en la parte trasera intentando corresponder al griterío de los chiquillos. Yo sin embargo deseaba despedirme de la vieja a la puerta de su choza, del esquelético anciano que se apoyaba en el vallado, lo cual me resultó imposible ya que se habían esfumado, sin dejar rastro de su efímera existencia. Aunque no crean que ese era mi mayor pesar, el mayor dolor que percibía mi razón provenía de los ojos de los entusiasmados muchachitos, aquellos a los cuales la infancia tan rápidamente les pasa, ya que en estas tierras agrestes los niños toman conciencia de sus limitadas esperanzas a muy temprana edad, cuando se dan cuenta que su desbordada imaginación muere ante la realidad de sus nulas posibilidades, ante la carencia de lo más básico, se ven abocados a la desesperación del conformismo. Y todo ello suele ocurrir en la prematura adolescencia, entonces sus miradas se entristecen y sus rostros se transforman, tomando una rígida mueca de seriedad. Así me encontré con el anciano apoyado a la verja, con un saludo no correspondido, con una mirada singular y extraviada, como si la esperanza de una mejor vida se hubiese esfumado. La mirada del anciano era como la del niño desengañado, como la de quien toma conciencia de una vil injusticia, de un pesar que les estigmatizará de por vida.
Ya en el hotel me permití una comodidad imposible para estas humildes gentes. Esperé a que Nacho y Javier saliesen a tomar la cerveza fría que antecedía a la cena, para desnudarme sigilosamente, ponerme unas alpargatas de goma y acercarme al baño. Ya dentro, un tubo en lo alto, junto a un artilugio cutre de plástico, el cual calentaba el agua, caía sobre el suelo sucio donde una oxidada rejilla, arrinconada en la pared, no evitaba el encharcamiento de la deseada ducha. Fueron unos minutos maravillosos, en los cuales borbotaba intermitentemente el agua cálida, unido todo ello a mi excesivo cuidado en no mancharme ante el mero contacto con las baldosas ennegrecidas de la pequeña estancia. Es curioso el placer que sentí tras vestirme con ropa limpia y acudir fresco a la cena, en son de congratulación con todos mis compañeros. En el comedor mis amigos continuaban animosos y sobresaltados, Víctor gesticulaba a varios amigos la dificultad al auscultar a uno de los enfermos, mientras María Vicenta volteaba su cámara de fotos mostrando a diestro y siniestros las extrañas patologías que había podido detectar en los pies y piernas de sus pacientes. El ambiente era agradable y totalmente distendido. Tras la cena se generó el momento propicio para Paul, quien improvisó un mitin que hubiese resultado tan inesperado el día anterior, sin embargo una reunión tan deseada por quienes querían mostrar a la galería lo vivido y sentido en un día tan especial. La narración de lo acontecido no defraudó a ninguno de los presentes, al entablar un impactante coloquio sobre la sensibilidad de mis compañeros ante las diversas enfermedades que habían tratado, sobre las emociones compartidas con niños y adultos. Además Paul, como siempre, interponía certeramente ese venerado concepto de compasión que acompañaba a todas sus argumentaciones sobre el motivo de la acción. Compasión, esa dicción vocalizada por quien pretendía esbozar motivos a nuestra intervención médica, suceso el cual me llevaba a recordar a mi antiguo amigo de Valencia, Mario, aquel que se basaba en la palabra misericordia para justificar sus acciones ante los que deseaba el mal ajeno, como único e imperioso motivo para sentirse mejor. La situación no parecía similar ya que Paul actuaba de corazón, aunque ese sentimiento de tristeza que impulsa a ciertas personas a aliviar el dolor de quienes consideran en peor estado, no está exento de un peligroso sentimiento de superioridad que justifique el actuar simplemente por dicho pensamiento, evitando responsabilizarse de dichas acciones, o sea actuando de forma egoísta, por el placer de mejorar el estado de ciertos desgraciados, aunque sin la sana preocupación de que sus hechos den dignidad, erradicando convenientemente el mal que tanto aqueja a tantos africanos: la esperanza de vivir una vida propia, con sus propias ilusiones y con su particular forma de sentir y relacionarse.
Después de un largo debate, de compartir experiencias y sensaciones encontradas, me sorprendió la pediatra María quien personalizó en mí una mención especial, ya que según sus propias palabras, detecté un caso de malaria en una niña, al darle su dosis de vitaminas. Francamente, no recordaba dicha situación, verdad es que mandé a muchas personas a triaje, todas las que encontraba a mi paso, bien por sus ojos vidriosos, piernas temblorosas, excesivo sudor en la frente, vientres hinchados, aunque las circunstancias me sobrepasaban en demasía. Mi sonrisa de agradecimiento ante la franca alabanza de María, se vio traicionada por un ligero sofoco, el cual provocó que me sonrojara la cara llamativamente.
Tras las palabras de María, Paul aprovechó que todos me observaban, para dirigirse a mí__ Juan, me extraña tu silencio, tú que siempre hablas y debates con animosidad, me gustaría nos relatases que te ha parecido la experiencia en el campamento.
__ En la actuación del día…__ comencé teatralizando mi alocución, con una cínica sonrisa, suscitando risas por la expectación que creé, tras lo cual adopté un tono más serio, y proseguí__ Aunque entiendo que tras una actuación tan visible aparentemente, al trabajar mucho, con muchos enfermos, podáis tener la sensación agradable de utilidad, de la cual tanto gusta nutrirse el alma humana. Debo de precaveros, ya que la mayoría de patologías que habéis tratado, corresponden a infecciones y enfermedades crónicas, que requieren de una atención, sino permanente, como mínimo más constante. Rogaría lo reflexionarais__ y sin poder remediar las últimas palabras, sentencié lamentablemente__ “cuan valiente y ciega es la ignorancia”.
Ante mi breve discurso se produjo un mutismo inicial, presagio del fin de la animada reunión. Como en muchas ocasiones en mi dilatada vida, volvía a esgrimir originales argumentos, los cuales provocaban la disolución lamentable del grupo de oyentes, a quienes muchas veces afectaba las aspereza de mis razonamientos. Viendo como el grupo se disolvía, opté por salir solo a la calle, dejándome caer en un peldaño de mármol, tras lo cual saqué mi pequeño bloc, y me dispuse a escribir las palabras que verdaderamente hubiese deseado pronunciar, sin previa reflexión, ni medida.
“En el mundo occidental, vivimos en una sociedad individualista, competitiva, marcada por la ley del mercado, y por la búsqueda de la utilidad en todo lo que nos rodea, la imposición del interés personal al colectivo.
No es culpa de nadie, ya que en el paradigma actual, los occidentales solo somos capaces de pensar en nosotros mismos, en nuestros objetivos, en ocultar nuestras carencias, y en una infantil ansia de auto-reconocimiento.
Es difícil ayudar al desarrollo desde una posición de autoridad, de la legitimidad de quienes pueden adentrarse en un barrio de chabolas, a realizar una acción determinada, pero descansar por la noche en un placentero hotel.
Acudimos a ayudar sin convivir con los supuestamente ayudados, sin entender sus necesidades, sus alegrías y sus temores.
Observamos rápidamente que los necesitados también se movilizan por intereses creados, lo cual, con la ignorancia de quien no observa los vicios en su propia persona, nos permite el criticarles. Aunque en realidad, en esta era, en la cual vivimos, todos estamos subidos al mismo lado del péndulo.
El mundo es dinámico, y nada es cierto de forma absoluta. Los buenos actos del pasado pueden ser errores en el presente. Los orfanatos de antaño son reconducidos al sistema de adopciones internacionales. Los campos de refugiados pierden su verdadero sentido si no devuelven la dignidad a quienes se han visto obligados a su confinamiento. La cooperación al desarrollo es diferente a la ayuda humanitaria, la cual solo se debería de realizar en situaciones muy extremas. Cuidado con las concepciones erróneas, ya que el remedio puede ser peor que la enfermedad”.
Enfundé el bolígrafo, respiré hondamente reclinando mi espalda sobre la pared blanca, mientras observaba a una pareja joven de Keniatas, los cuales se abrazaban y besaban, con especial timidez. Por mi parte, saco el teléfono del bolsillo del pantalón, tras breves segundos de duda, me decido a conectarlo, un sinfín de mensajes suenan de forma estridente, como aviso de reclamos, nuevas noticias y otros menesteres. Relajado, hice caso omiso a tanto aviso, escribiendo escasas palabras que mandé por la aplicación de mensajes a mi princesa tostada: “Selene, mi niña, buenas noches”.