Historias de Juan Nadie » Capítulo XIV. Mukuru, la pobreza embarrada. »
Autor: Raúl Estañol Amiguet
Lunes, 2 de abril de 2012
Amanece un nuevo día en Nairobi y una nueva aventura nos espera. Hoy cambiamos la zona de actuación de Kibera a otra marginal denominada Mukuru. Reunidos todos en el patio, vemos acercarse precipitadamente a Paul, nuestro adorable hidalgo quijotesco, quien sube en un cómico salto sobre el bajo murete blanquecino. Desde allí nos observa, creando una cierta expectación, la cual se acompaña de su marcada sonrisa, tras ello nos advierte mediante un improvisado discurso, lleno de gestos y elocuencias, de las nuevas realidades a las que nos enfrentaremos durante la jornada__ En Mukuru se trata del mismo chabolismo, aunque con la diferencia de que hay más polución, ya que nos adentraremos en una barriada pegada a una zona industrial. Las calles son más inaccesibles y embarradas, se respira con más dificultad, quien desee mascarillas se encuentran a vuestra disposición en el pequeño autobús. La gente parece un poco más triste, más abnegada, aunque se respira una humildad pacífica, curiosa si recordamos que Nairobi está considerada la segunda ciudad más peligrosa del mundo. Vigilad vuestras pertenencias, no vaguéis a solas por las callejuelas. No os fiéis de los extraños. La policía no se distrae en estos parajes. Esconded vuestros móviles, ya que la vida es más barata en estos lugares, donde el delincuente, desafiante y curioso, os observará escondido entre la mugre. Buenos días, espero que disfrutéis de las vistas y de la experiencia vivida.
El florido discurso servía de antesala a la llegada del esperado autobús, el cual no aparecía. Nos sentamos curiosamente de cuclillas sobre grandes pedruscos, formando un gran círculo, con las miradas apoyadas en el centro, sin el más mínimo atisbo de premeditación, salvo por las muecas iniciales de Luis, quien comenzó a contar, en voz alta, un chiste de Lepe. Tras las risas que sucedieron el final del relato de Luis, le siguieron Toni, luego Nacho, y de este modo se formó un sonoro clamor de historietas, anécdotas y escandalizadoras risotadas, las cuales hicieron más llevaderos las dos horas de retraso del autobús contratado. Sobre las diez de la mañana se abrieron las grandes puertas que daban acceso al patio, para que entrasen dos pequeños autobuses que venían a recogernos, los cuales fueron recibidos con grandes aplausos y burlas de quienes esperábamos pacientemente. Nos dispusimos inmediatamente a cargar el primer autobús de las cajas de medicamento que debíamos de transportar, llenando no solo los asientos, sino más bien acondicionando también el techo con cuerdas, que permitían elevar la altura del autobús en más de un metro.
Por fin se produjo la salida de los autocares, para recorrer el largo trayecto hacia Mukuru. A la hora de viaje intuí que algún problema nos acechaba, ya que perdimos la pista del autobús con el medicamento, y cada nueva esquina a rebasar, era observada minuciosamente por el chofer del vehículo. Tras largos minutos de desconcierto Javier señaló con el brazo rígido un cruce de caminos, donde pudimos observar complacidos como el otro autobús asomaba su morro desde una estrecha callejuela, esperando que la adelantásemos dirección a nuestro recóndito destino. Las calzadas cada vez más pedregosas comenzaban a ennegrecerse, adquiriendo un matiz más viscoso, de una especie de lodo que inundaba las piedras del camino. Cuando más sucio se mostraba el camino, descubrimos que nuestro viaje llegaba a su fin. Paul bajó veloz del autobús, dirigiéndose a una casa de pared de adobes, con escaso revestimiento, de la cual salió minutos después, tras lo cual se dirigió a nuestro autobús__bueno…, ya hemos llegado. Debemos de esperar en el autobús, el padre no se encuentra en estos momentos en casa, por lo cual no nos pueden abrir la nave habilitada para la clínica.
Era curioso pensar que tantos esfuerzos de ayuda se confundían con la necesidad de cooperación de los propios ayudados. Según me comenta Víctor, mi perspicaz amigo, el padre Isahia en cuestión es un sacerdote anglicano que nos permite montar la clínica en una desalojada nave industrial, en el corazón de la barriada de Mukuru. El problema radica en que llegamos a la hora no convenida, con el posterior enfado del padre, quien según me enteré después le pedía a Paul una suma de dinero como tasa para que pudiésemos realizar la tarea a la cual nos encomendábamos. Caridad previo pago de ticket, para montarnos en el carrusel de la cooperación internacional.
La población de Mukuru es mucho menor que la de Kibera, ya que se trata de una zona de chabolas en suelo industrial, por ello es más rápida la llegada de los vecinos clamando al unísono ser visitados. Apoyado el rostro ociosamente sobre el cristal del autobús puedo observar a una anciana con rostro arrugado, y cabello desaliñado, cuyos rasgos me son familiares. Muestra sus manos encogidas, esqueléticas, tensas, las cuales acerca a su boca en petición de comida o de fármacos, vete a saber. Observo en frente mío, dentro del autobús a Marta, a Luz, a Toni, a Jeffey, de pie y agachado, al enorme Javier; todos están conversando serenamente, sin mostrar síntomas del desagradable impacto que estas sufridas personas deberían de producir sobre la decencia de los más afortunados. Ello no es detectable, debido al carácter inmune de quienes, mascarilla en boca, estamos acostumbrados a la cercanía de pacientes tan desdichados. Así somos nosotros, los excéntricos artistas que viajamos por tierras extrañas, en el interior de un autobús ambulante, como feriantes distraídos, ciegos creyentes del público que nos va a visitar y al cual debemos de agradar e impactar con la gracilidad de la supuesta y siempre lícita solidaridad.
Paul, frente a la luna delantera, agita los brazos violentamente, indicándonos que ya podemos bajar. Tras tocar suelo me desperezo, con las manos elevadas, como queriendo tomar el ánimo ante la contrariedad de mis contraídos músculos. Observo a mi derecha a un anciano obeso, sonríe placenteramente mientras hace gestos de bendecir a los cooperantes que pasan cerca de sus tripas. El padre Isahia está contento, viste con sotana negra y austera, ceñida a su corpulento cuerpo, aunque lo más visible son sus enormes anillos de oro, los cuales parecen ser el motivo de tan sublimes santiguaciones, muestra de poderío y señal marcada del rango social que detenta. Lo más curioso, tras bajar todos los cooperantes, resultó la veloz despedida del padre Isahia, quien recogiendo una pequeña maleta apoyada sobre una piedra, se acomodó a los brazos de dos señoras que le acompañaban, elevando suavemente la mano derecha, mientras se daba la vuelta y desaparecía para siempre, por una estrecha callejuela, de calzada pedregosa.
El viejo y oxidado autobús que transportaba la medicación se acercó al máximo a la entrada al almacén, aunque las desgastadas ruedas derrapan en los profundos baches, invadidos por el pringoso lodo. Se viven momentos desconcertantes, los enormes charcos de agua y barro, son verdaderos obstáculos que inundaban tanto la verja metálica de entrada al recinto, como el patio que nos conducía a la puerta principal de la nave industrial. Ya casi es mediodía y la posibilidad de curar a alguien se vuelve cada vez más efímera. De repente un grito ensordecedor nos desvela de nuestro ensimismamiento, se trata de Toni y su enérgica actitud__¡¡Chain, Chain!!__ Su clamor nos contagió inmediatamente, ante lo cual y en dispares bocas, aparecía el repetitivo sonido que nos inspiró la breve melodía__¡¡Chain, Chaín!!__. El sonoro cántico de la hazaña presente nos hizo adoptar una actitud grupal, en la cual nos repartimos todos en una línea de unos veinticinco metros, la cual conectaba las inmediaciones del autocar, con la puerta de entrada al enorme almacén. El doctor Victor, nervioso y a la vez vital, penetra junto a Luz en el interior del autocar, comenzando la rápida cadena humana de circulación de las cajas de medicamentos, las cuales son despedidas por impulsos de fuertes brazos y convencidos ánimos. El jolgorio es seguido por los pacientes en espera y los curiosos vecinos alertados por tanto barullo. De repente se nos unen a las cadenas varias enfermeras de la zona y los cuatro traductores de suahili que nos acompañaban para las curas de la jornada: el jefe Judah, la joven y hermosa Kadijah, el esquelético Moisés y el jovial Calvin. En breves instantes la medicación sobrepasó el angosto terreno, las charcas ennegrecidas, montando las mesas de triaje en la entrada con una velocidad asombrosa, repartiendo las fichas de turno para los pacientes y preparando en la polvorienta nave industrial el improvisado escenario de una clínica itinerante, más dotada de buena voluntad que de los necesarios cuidados higiénicos y estéticos. Las sábanas servían de separación entre especialistas, las camillas abiertas eran espontáneas camas a la disposición de los enfermos. Aquí, en África, donde la espera siempre es más larga, donde el tiempo parece que se detenga por imposibles, al final todo termina bien, con la dulce paciencia del natural conformismo.
Un chico se me acercó de camino a la clínica itinerante, vociferaba palabras sin sentidos, paré y decidí observarle, transmitirle un saludo, él harapiento y con rostro sucio, con una botella de cola en su mano distendida, me miraba con ojos vidriosos, enloquecidos, con sus pupilas totalmente dilatadas, haciendo gestos agresivos de abalanzarse sobre mí. Lo curioso es como los niños y las personas a su alrededor lo ignoraban, no hacían muestras de espanto, más bien lo mantenían fuera de sus vidas, como abandonado a su gris destino. Por momentos cerré los ojos, ¿Qué podía hacer? Nada, lo dejé a un lado, uniéndome a sus humildes compatriotas en la indolencia por su desamparo. Desamparo que provoca violencia repentina, en el momento y lugar más inesperado, restándonos la posibilidad que no fuese este preciso instante el del estallido de su desesperación.
Al haber menos colas por el volumen de la población, me relajé dedicando el día completo a dar vitaminas y antibacterianos a los niños, tanto a los que acudían al médico, como al resto de la población. Insistí en dar una vuelta por las interminables callejuelas de Mukuru, a lo cual accedió Paul, no de muy buen agrado. Me asignaron a un traductor, ya que muchos de los niños de estos lares no disponían de escuelas primarias a las que acudir, por lo que los dispersos medios de comunicación eran cerrados dialectos étnicos de muy difícil comprensión y oscuro origen. En este curioso día, la suerte se conjugaba bien con mis esperanzas, como traductor asignado pude observar el rostro de Calvin, mi guía, aquel dulce muchacho cuya línea del porvenir se aproximaba tanto a la mía, que nos haría inseparables en largas jornadas de nuestro futura existencia. El rostro de Calvin, el intrépido traductor de veintitrés años, se iluminaba de alegría, mientras recogíamos el medicamento en compañía de un tercer y animoso acompañante, Luis, quien corría hacia la farmacia en busca de las pequeñas jeringuillas, que sirviesen como dosificador del elixir para tan diminutas boquitas. Y de este modo, nos dispusimos a repartir las dosis de medicación por las calles sinuosas, constreñidas y empantanadas de la barriada de Mukuru, entre multitud de niños, alborotadores y dispersos, siempre ante la amenazante presencia, en la proximidad de las casetas, de numerosas miradas desafiantes, madres angustiadas, hombres con rostro marcado, personas mal alimentadas, sin estudios, pero con una sensación de frustración ante la penuria heredada en vida, que provocaba un ambiente asfixiante, donde hasta el respirar se dificultaba. Aunque una sensación nueva me embargaba, tal cual agradable impacto que me permitía disfrutar del estado de simple espectador. Entre las multitudes de niños a medicar sobresalía Calvin, ese muchacho joven desempleado, en funciones de traductor por un día, el cual susurraba, mostraba cánticos étnicos, acariciaba, daba y se entregaba a los niños de toda la barriada, con la fidelidad de quien los conoce, de quien entiende sus ánimos, sus modos y sus miedos. Con una dedicación absoluta, Calvin se acercaba sigilosamente, mostrando un porte sencillo, humano, comentando breves anécdotas, esperando la respuesta automática y sincera de los chicos de la calle, y así con la naturalidad del nuevo amigo, encandilaba a los niños, embelesaba a las madres, llegando incluso a prendar a los sufridos y desconfiados viejos. Todo en sus gestos, en sus miradas, en sus sonrisas, en sus contactos, nos transportaba a un mundo fantástico, al virginal paraíso de la total inocencia, del absoluto respeto al prójimo, a la vez con el reconocimiento de las angustias, de los pesares, de tan humildes personas, así como con la evidencia de la realidad vivida donde debería de caber la esperanza, la alegría, la sensación de satisfacción. Ello era posible por la mera presencia de un muchacho sano, un muchacho desconocido realmente para mí, el cual tenía tan fácil el sentirse uno más.
__ Calvin__ le llamé suavemente, acercándome al puesto donde ayudaba a Luis__ me doy cuenta que conoces a esta gente. Originariamente, ¿eres de aquí?
Calvin me observó caviloso, breves segundos__ yo soy de Kibera, ya lo sabes.
__ ¿Pero tu los conoces?, sabes quien son, como tratarles, sus gustos…
__ Por supuesto__ repuso Calvin, ya no extrañando mis preguntas__son personas, necesitan lo que necesitamos todos. Tienen hijos, los niños quieren jugar. Las madres son felices viendo sonreír a sus hijos. Lo siento por lo que te voy a decir, pero es verdad, no necesitan ver a gente extraña, ya es bastante dura su vida, todos sufren penalidades, tienen carencias. No entienden porque venís a verlos. ¿Que necesidad tenéis de decirles que mal estáis? Ellos ya lo saben, si por supuesto, ellos ya lo saben. Sin embargo, conmigo se sienten bien, yo apenas dispongo de media chabola, eso sí, está limpia, todos los días la friego con paños y agua que recojo de la cisterna, calle arriba. Salvo cuando llueve, claro, cuando llueve debo de esperar toda la mañana, la tarde, incluso la noche entera, ya que el barranco no para de escupir barro, de remover el lodo. Entonces espero a que deje de llover, ah entonces sí, entonces limpio el suelo con mis paños, mi jabón y el agua de la cisterna. Entonces mi casa está limpia, entonces ya puedo marchar a trabajar, ya puedo salir a vivir, en mi Kibera…
Las sinceras palabras pronunciadas por Calvin, provocaron un nudo en mi garganta. Sonreí al entender que todos éramos iguales, que nos debatimos siempre entre iguales. Aunque las circunstancias de generaciones rotas, de conflictos armados, de migraciones forzosas, de violaciones civiles, de maltrato por motivo de raza, de sexismo, de epidemias, de hambrunas, eran las causas de que nos viésemos diferentes. “¿Quién soy yo en esta tierra?, ¿un aventurero, un liberador, un pensador, un cooperante, un observador, un egocéntrico, un salvador? O como muy bien me decía Vicente Ferrer: un poeta loco.” Suspiré levemente, Calvin permanecía frente a mí, se le veía levemente conmovido por mi perplejidad y mirada vacía. Yo necesitaba saber más__Tu Kibera, sí, tu Kibera, ¿a sido siempre tu hogar?
__ No, que va…__ contestó animadamente tras mi prolongada meditación, como quien se libera de la carga de creer ofender a un amigo__ yo fui criado en un orfanato italiano, si yo soy huérfano de padre. Mi madre vive en las tierras altas de Kisumu, muy cerca de Uganda, entre selvas bañadas por riachuelos, allí donde los pájaros pían con más intensidad, sabes…, allí tengo una cabaña mía, en el recinto familiar, una cabaña pequeña medio derruida, pero es mía.
__ ¿Te gusta vivir en Kibera?__ la espontaneidad con la cual siempre he expuesto esta pregunta, no ha encontrado nunca una respuesta distinta a la de mi osado amigo.
__ No te entiendo…__ repuso con total convencimiento__ Kibera es mi tierra, es mi patria, ¿que es un hombre sin raíces?, ¿puede verdaderamente tener esperanza?
Sonrío ante su sincera y escueta alocución, sin dejar de fijarme en el orgulloso porte de su rostro, Calvin sonríe agradecido, me hace un guiño que nos une en un invisible entendimiento. Estoy aquí por muchas convicciones, la más importante el comprender. Sus palabras eran cálidas, a la par que reveladoras, por lo que me decido a cuestionarle__ Venimos esperanzados a poder aportar algo, sabes… Yo no vengo a dar limosna, ni a hacer más ligero vuestro yugo, más bien venimos a apoyaros: ¿Cuál crees que sería la mejor forma para ello?
Calvin me mira complacido, como quien cruza su mirada con la de un viejo amigo, tiene su tiempo, ha aprendido de la calle, y me repone con tan pocas palabras, que las transforma en enigmáticas__ volver, simplemente volver. Todos llegan, dicen, regalan, lloran, abrazan, ríen; pero pocos vuelven.
Era hora de comer, de regresar al campamento para desenvolver nuestros sándwiches de rigor, de pan sin tostar, cubiertos de escasa mantequilla, acompañados de una loncha de jamón y otra de queso. Un escaso alimento que con tanta ilusión tomaban los traductores indígenas. Su complacencia vencía cualquier tipo de reprobación por parte nuestra. Un descubrimiento nuevo se hallaba presente en esos muchachos, en la plácida mirada de Kadijah, esa joven de mirada virginal, que reposaba su cuerpo en los pies de Judah, quien no paraba de contar anécdotas e historietas al grupo, provocando la carcajada desenfrenada de Kadijah, la sonrisa tímida de Calvin, la curiosa mirada de los fatigados doctores.
Paul pasea intrigado, acercándose repetidamente a conversar con el dr. Víctor, mi mirada se mantiene en guardia, ante una situación imprevista y extraña. El rostro de mi amigo Víctor muestra una determinación inusitada, de repente los dos se van corriendo hacia el exterior de la nave. Ante este tipo de situaciones siempre respondo instintivamente, como si algún resorte sensorial me activase mi capacidad de improvisar y actuar. Marcho tras ellos, veo como se detienen en una pequeña estancia, con la única separación respecto al resto de la nave industrial, de una sábana blanca, la cual rebaso sin la educada llamada de permiso. Freno en seco, tras observar a una chica tumbada en la camilla, se trata de Elrike, la muchacha alemana, compañera de la expedición. La delgada muchacha pelirroja que acudía a la expedición desde la ciudad de Acra, allí donde, según me comentó Rachel el pasado sábado, mantuvo una relación amorosa con un doctor ghanés. Dicha relación no resultó fructífera, causándole a la muchacha verdadero tormento y desazón. Motivo por el cual sobreentendíamos la actitud siempre distante y huraña de Elrike.
__ Juan__ me interpela Paul con rostro sorprendido__ ¿que haces aquí?
__ Nada, nada,…__ repongo intentando mantener la serenidad, mediante unas palabras que no se si realmente son escuchadas por la tensión del momento__ siempre estoy a la disposición de lo que en realidad pueda ayudar.
__ Que vaya él__ comentó Víctor señalándome.
__ Si, si, por supuesto…__ repuso sin pensar Paul, tras lo cual me miró fijamente__ fuera está el taxi, ya está hablado con el hospital, nos veremos más tarde en casa Anders, y ya nos reunimos.
Ayudé al Dr Víctor a que Elrike se irguiese, inmediatamente noté su frente fría, un sudor seco que recorría todo su cuerpo. Su rostro denotaba desfallecimiento, su mirada estaba como ida, síntomas similares los había observado en las migrañas de Rafael, un amigo antiguo del pueblo. Aunque esto era diferente, imprevisible por el vigor de la fiebre que arrastraba. Al ponerla en el suelo gritó levemente, dando la sensación de un dolor muscular que no le permitía ni tan siquiera andar. La subimos al taxi mientras exhalaba leves lamentos dolorosos.
__ ¡Acompáñala al hospital!, no permitas que quede sola hasta que no la hospeden en la habitación, en planta__ me comentó firmemente Víctor, presionándome inconscientemente el brazo izquierdo__ se trata probablemente de una malaria incubada en Ghana, ya que ha residido allí más de seis meses. ¡Ojala me equivoque! Luego marcha tranquilamente a casa de Anders, allí ya hablamos.
Sin mediar más palabras, sonreí ligeramente en señal de tranquilidad, gesto el cual fue bien recibido por mi amigo el doctor, quien como recordando algo marchó corriendo en dirección a la clínica itinerante. No quedaba más tiempo, el taxi arrancó a toda marcha, el conductor sonreía en señal de cortesía, se trataba de un señor que supuestamente no llegaba a la cuarentena de edad, advertí inmediatamente que era un simpático keniata bizco, bajito y de cara rechoncha, aunque agradable mirada. Por mi parte, le hacía señas para que agilizase la conducción, mientras observaba con el rabillo del ojo a Elrike, la cual se encontraba corvada sobre sus rodillas, con breves aunque violentos movimientos corporales espamódicos. Ante el enorme atasco de primeras horas de la tarde en la entrada a la ciudad, descubrí la pericia de nuestro espontáneo chofer. Los viales de Nairobi brillan por la carencia de líneas divisorias de las calzadas, así como por la inexistencia de arcenes, los cuales se confunden con las aceras de tierra roja, a no ser por pequeñas baldosas que los separan. Todos estos elementos urbanos, junto a rotondas austeras, imprevistos cambios de rasante, atajos en caminos pedregosos, revueltas imprevistas; constituían un aliciente más para tan buen conocedor de los recovecos necesarios que permiten transitar en la caótica Nairobi. De repente, el auto toma una pequeña curva a la izquierda, elevándose por una pendiente que desembocaba en un gran porche con techo de teja roja, se trata The Aga Khan University Hospital, donde precipitadamente descendemos del coche, ignorando las reticencias dolorosas de la aturdida enferma, con la determinación de una atención inmediata, la cual no corresponde a la realidad de una recepción vacía. Tambaleándome ante la inestabilidad de los apoyos de Elrike, fui rápidamente auxiliado por el chofer que corrió a socorrernos, tras lo cual grité enfurecido:
__ ¡Dios mío, dios mío! ¿Dónde están los doctores?__ mientras Elrike, fatigada por el esfuerzo, desplomaba su pequeño cuerpo en el suelo de la entrada del hospital, completamente aturdida, con el rostro desfigurado, desmayándose sin más dilación.
Tras el susto inicial, aparecieron de una puerta del lateral izquierdo dos enfermeros altos y extremadamente delgados, con una especie de parihuela que simulaba sanitaria. Con una delicadeza pasmosa, elevaron a Elrike deslizándola suavemente en dicha camilla. Detrás de ellos surgió una enfermera obesa, la cual bastamente se hizo hueco entre sus compañeros, mostrándome una ficha rellenada a bolígrafo, en la cual aparecía el nombre completo Elrike Van Der Merwe; 45 Wellington Road, Duderstadt. Su mirada era firme, invitándome al pequeño mostrador compuesto de una pequeña mesita, con una simple silla de madera que ocuparon sus carnes de forma desmedida. La paciente desapareció de mi vista, tras lo cual con escuetas palabras la señora con mirada desconfiada me señaló la puerta de salida, espetando cuatro desnudas palabras:
__ Todo correcto, puede marcharse.
Sorprendido por la tosca expresión de la enfermera, recepcionista o no se qué, quedé absorto y preocupado por la suerte de nuestra cooperante. Aunque tras cumplir con la tarea encomendada, comenté a mi acompañante circunstancial__ bueno…, creo que ya está todo dicho, podemos marchar a casa de Anders.
El taxista sonrió, acompañándome rápidamente al taxi, no sin olvidar darme una tarjeta de visita__ Stephen Wachira a su servicio, para lo que necesite estoy siempre en la parada del Prestige.__ Y sin mediar más palabras me condujo con la misma fluidez hacia nuestro reducto en Kibera, no sin mostrarme nuevas calles, nuevos caminos que transitábamos de forma opuesta por la curva carretera que discurría entre las chabolas de tan inmensa barriada de podredumbre.
Llegué un poco más pronto a la casa lo cual me permitió descansar y tener un poco de intimidad, ese estado que con un grupo de voluntarios tan numeroso es difícil de disfrutar, ya que en pocos metros cuadrados cohabitamos unas treinta personas, con nuestras diferencias, principalmente el distinto modo de percibir lo ajeno, lo diferente e inhóspito que encontramos en cada nuevo día. En estos pequeños momentos de soledad el reflexionar, organizar las ideas, observar lo más nimio, se convierte en un placer indispensable, al cual tanto valor doy. El trabajo es duro, aunque yo realmente disfruto de una relajación extraña, supongo que por dormir más de lo habitual, o en sí más, por la acción que estamos realizando.
Oigo la cerradura de la puerta metálica chirriar, tras ello la puerta cede, las numerosas voces de mis amigos las acompañan, la algarabía resuena en todo su furor. Las palabras de Luís resuenan como gritos, ya que ilusionado me quiere comunicar su deseo:
__ Tío Juan, tío Juan, necesito el ordenador, ¿puedes dejármelo?, porfa. Tío, tio, te prometo que será solo un ratito…__ ¿Como negárselo? El locutorio se encuentra lejos, además pasear por las oscuras calles de Kibera, a estas horas, ya comienza a ser muy poco aconsejable. Los ladronzuelos, drogadictos y pequeños asesinos comienzan a estas horas su jornada laboral, su inconsciente y desenfrenado instinto hacia las actividades delictivas de lo más dispares, negocios ilícitos de quienes no tienen nada que perder. Por todo ello y la mera comodidad de mi desidia, mi portátil se ha convertido en el centro logístico de la expedición, ya que todos quieren utilizarlo para comunicarse con su familia y sus allegados. Otra historia fue la abultada factura a pagar a mi vuelta debido al gasto del rooming, pero como todo en la vida, debemos de tomar los disgustos como experiencias del pasado, que se aposenten en pilares que nos permitan aprender y crecer. Palabras hermosas, aunque difíciles de digerir y de interpretar en la práctica, cuando el perjuicio económico te afecta en tu propia persona.
__ Toma Luís, ya sabes las claves.__ tras entregarle el portátil, saludo discernidamente a toda la comitiva de voluntarios que desfilan, con rostros fatigados, hacia las habitaciones, para dejar las pertenencias. Varias personas paran ante mí, situándose enfrente Paul y Víctor.
__ Dinos Juan,__ se precipita en diálogo la curiosidad de Víctor__ ya hemos llamado al hospital, Elrike quedará toda la noche en observación, pero di Juan, ¿Cómo has visto a Elrike?
__ Débil__ muchas veces el ser parco al hablar transmite más que las extensas elucubraciones, por lo cual solo restaba repetir__ débil, sí.
__ ¡Dios, que espanto!__ detrás de mí escucho la clara y aguda voz de María Vicenta__ ¿porque se le ocurriría a esa niña juntarse a la expedición?, ella ya se sentía enferma, desde Ghana, ya se sentía enferma. Y para que…
Ante las reprobaciones generalizadas decidí mantener mi discreción, ya que no tenían sentido las lamentaciones expresadas en distintas formas por todos los presentes. Ahora solo le quedaba esperar, esperar y ver como evolucionaba su enfermedad. Aunque una inquietud me impregnaba la conciencia, después de tanto repudio, de tantas lamentaciones, ¿la íbamos a abandonar a su suerte?, ¿Qué papel nos tocaba jugar con la desdichada muchacha? Todos marcharon hacia dentro de la casa, cuando súbitamente cogí del brazo a Paul__ ¿cómo debemos de actuar, debo de volver al hospital, debemos de paralizar nuestra labor?
__ Nada, nada__ repuso Paul__ quien viene a la expedición firma como que se hace responsable de su estado de salud a la llegada. De todas formas, mañana llamaré al hospital.
La resolución planteada me extrañó, ya que me dejaba entrever su desenlace. Quedé solo en el patio de entrada, negándome a entrar en las dependencias ni en la cocina me cobijé bajo un gran árbol, sentado, inmóvil, apreciando la vieja verja que rodeaba la casa. Medité sobre el día presente, reflexioné sobre la singularidad del entorno, deslicé mi pensamiento hasta el límite de no razonar. Cogí papel y pluma y decidí escribir acerca de lo que en ese momento me inquietaba, no esperando la conformidad de nadie, más bien convencido de mi firmeza en detallar un trocito de verdad, un pedazo del hilo de Ariadna que me ayude a discernir entre las sombras, y que sirvió de boceto de un pasaje que escribí meses después en un pequeño hotel de Estambul:
“Yo también pequé, si yo también viajé a países de África a realizar ayuda humanitaria donde no se debía.
Muchos recuerdos gratos me reviven al recordar los rostros de aquellos africanos pacientes, con semblante dolorido, y siempre agradecidos.
En aquellos momentos creí ser el salvador de África, el bienaventurado que acudía en su auxilio. Participé en expediciones médicas que brillaban tanto por la voluntad de sus colaboradores, como por el desbarajuste de su organización.
Clínicas itinerantes recreadas en los lugares más insalubres. Búsqueda de enfermos, con la voracidad del santurrón sanador. Incomprensión de los humildes, que nos observaban como esperanzas ambulantes, difuminadas en nuestra repentina marcha.
Por las noches, en aquellas tierras lejanas, donde la arena del desierto se adentraba en la terraza del bar-chabola, la cerveza, Guiness, negra y áspera, reconfortaba los logros en la atención médica. Las sonrisas, nuestras miradas cómplices, nos sumían en satisfacción grupal.
En la profundidad de la noche apacible y estrellada, reflexiones llenaban la intimidad de nuestras mentes: ¿Qué sería de estos pobres moribundos sin nuestra inestimable ayuda?, ¿sin nuestra consciente búsqueda de la penuria de sus extrañas enfermedades?
¿Consciente?
Nos consideramos conscientes por nuestra educación, por la facilidad de prosperar en nuestras vidas occidentales, por pertenecer al bando “materialista” de quienes acuden altruistamente a ayudar a los desfavorecidos. Aunque mis pensamientos más profundos me transportaban a rememorar nuestra inconsciencia, marcada por las circunstancias cercanas, la cual nos hace ver normal aquello que acompaña nuestras vidas, aquello que simplemente marca las pautas de nuestra conducta. La misma inconsciencia de nuestra mente, atada a las circunstancias de nuestras carencias, que nos conduce a realizar actitudes dantescas, que alivien nuestros desconcertados sentimientos.
Años después analizo las expediciones médicas en las cuales participé, ya que no se realizaron en zonas catastróficas, ni de conflictos bélicos. Más bien fuimos a lugares recónditos y humildes, donde imperaba la falta de recursos, donde las carencias alimenticias, el desarraigo familiar, y las enfermedades son hábitos ya acomodados, en la normalidad del día a día, en la cotidianeidad de las vidas de tantos y tantos africanos. En esas aldeas rurales de casas de barro, en esas otras barriadas de chabolas afinadas entorno a las macro urbes, deseamos implementar nuestra huella más profunda, como vestigio solidario. Deseamos ser reconocidos para la posteridad. Sin suponer, ni predecir la esterilidad futura de nuestras inocentes acciones.
Terminemos con el espectáculo. Terminemos con lo llamativo de las expediciones salvíficas en zonas donde la necesidad de desarrollo exige actuaciones de desarrollo sostenibles en el tiempo, y no expediciones esporádicas.
El reto de un mundo más global nos debe de llevar a la comprensión de lo otro, de lo diferente, como algo tan maravilloso como lo propio”.