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Historias de Juan Nadie » Capítulo XIII. Día festivo, el safari de los estúpidos. »


Autor: Raúl Estañol Amiguet

Domingo, 1 de abril de 2012

 

 

 Hoy es día de descanso, día de poder levantarnos tarde, efímero sueño que desvanece ante el griterío de los españoles. Siempre me ha resultado curioso observar que el gusto espabila más que la obligación. Así es, el alegre cuchicheo de los voluntarios desayunando presagiaban diversos planes, distintos modos agradables para poder evocar el disfrute de la jornada de ocio. No quedaba otra, volvíamos a desayunar de madrugada, un forzado hábito según que cultura, ya que, en la nuestra, lo habitual es tomar algo ligero, muy frugal, como un café o un vaso de leche. Sin embargo, el desayuno anglosajón, que tanto se aprecia en la herencia colonial de Kenia, se componía de todo un recital de huevos fritos, batidos o cocidos, junto a salchichas, beicon, frijoles, pan, mantequilla, mermeladas, té con o sin leche, pancakes y pan de molde. Un festival de calorías e hidratos de carbono que aniquilan la sensación de hambre para todo el día. Yo escapaba de tal variedad y cantidad, aunque no podía evitar tomar el té con leche, junto al sándwich de rigor. Con franqueza, el ambiente que se respira en la expedición es emocionalmente muy agradable, todos conversan en pequeños grupos acerca de sus gratas experiencias y de sus futuras expectativas. Noto como María le comenta al dr. Víctor unas palabras que mi afinado oído no logran descubrir, mientras me dirige una discreta mirada. El dr.Víctor vira inmediatamente dirigiéndose hacia mí:

 

__Buenos días, Juan mientras se acerca noto que su rostro adquiere un halo de preocupación. Por mi parte intento mantener el semblante sereno y una leve sonrisa, ya que es mi amigo y me preocupa el no ocasionar malestar de ningún tipo, a lo cual continua su alocución espero de corazón que todo vaya bien. En el grupo hay personas afectadas, se ha estado hablando sobre los problemas surgidos por parte de los traductores y lo injusto de que no estés en logística propiamente.

 

__Amigo, no te preocupes lo más mínimo, he venido a aprender, y eso es el pago que estoy recibiendo. Sentí el agobio de la deuda, el estupor del forzado agradecimiento, ya que el dr. Victor Aguirre era quien me había permitido vivir esta experiencia. En lo más mínimo deseaba que ello le supusiese una carga para él, ni el mínimo malestar que recayese en mi conciencia; por lo cual decidí excusar la situación en modo tajante y firme__ organizar la expedición es muy complejo, sobre Paul recae una gran responsabilidad, sí, un yugo pesado que los demás no apreciamos, en la limitada visión desde nuestros menesteres. Además, siempre he pensado que el rencor es la frustración que nos dan al ser ofendidos. Si hubiese rencor, habría malestar, la situación se haría insoportable, ya que somos muchos los que convivimos en la expedición. Por eso no debemos de sentirnos ofendidos, la ofensa es el origen de los males, el inicio del vil sentimiento de los ignorantes. Sin embargo, es nuestra obligación saber cual es nuestro puesto, nuestra función, por simple y humilde que sea. No me ofendo por hacer lo que buenamente sé hacer, por obedecer a personas que para esta labor estáis más cualificados y con mucha más experiencia. Al no ofenderme e intentar actuar con humildad, por supuesto no me frustro, intento mantenerme imperturbable, ya que de otro modo me quedaría asperges, fracasaría en mi reto. Y he aquí la base de la felicidad toda, el reconocer las malas sensaciones, los sentimientos negativos, el cuantificar su engañoso valor, el intentar entender e interpretar su origen, su esquivo y cortante filo; porque todo ello revierte en nosotros mismos, en el laberinto de espejismos que nos creamos, donde habitan los prejuicios; y en la labor para gestionarlo, y dar sensatez a nuestras vidas; ya que todo lo que rodea la plena felicidad, es en sumo grado complejo e ingente, para nuestra naturaleza humana.

 

Víctor Aguirre asintió a mis palabras, creí que todo estaba dicho, por su parte me tocó suavemente el hombro y marchó con más ligereza a su venida. Todos hacían los últimos preparativos para la interesante jornada festiva. Javi y Nacho tras averiguar que me iba a entrevistar con la extravagante Lynette me sugirieron acompañarme, a lo cual accedí de muy buen grado. Durante el trayecto al matatu, Nacho se interesó sobremanera por Lynette, sugiriéndome que la entrevistase acerca de las ancestrales costumbres y los diversos ritos africanos que todavía se llevaban a cabo. Al entrar en el matatu, Javi y Nacho se sentaron delante, relegándome a un asiento trasero de ventanilla, donde fui acorralado por una obesa africana, sintiéndome fuertemente oprimido y clavándome los hierros del lateral del pequeño vehículo en mi costado, a la altura de la cintura. Las ventanas se encontraban cerradas, el calor era sofocante, el aire viciado, todo ello contribuyó a mi primer episodio de ansiedad en África. Un inesperado ardor de estómago se apoderó de mí, las molestias me subían hacia el pecho, lo cual me acongojaba. Me sentía apesadumbrado, comencé a sudar, todo ello transitaba incluso hacia mis pensamientos más profundos: “¿Qué hacía aquí?, yo un hombre de negocios, con una vida más que confortable, ¿Por qué sufrir de este modo?, ¿la locura o la sinrazón de la feroz huida de los intereses particulares que abundan en nuestro mundo y lo suscitan todo, podría ser la responsable?, ¿la crisis de una edad adulta mal llevada?, ¿la impiedad sufrida por la pérdida de mi Selene, mi mujer para siempre, el suspiro de mi niña? Comencé a experimentar pequeñas convulsiones, acompañadas de arcadas repelentes, que anticipaban un inminente vómito, lo cual intentaba apaciguar con juegos rítmicos de respiración entrecortada. Observaba mi entorno con la extrañeza de quien se ha perdido en un mundo siniestro, extraño, ajeno. Los segundos transcurrían con una demoledora pasividad, fruto de mi desesperación, cerraba los ojos en espera de un final de trayecto que no aparecía. Todo, al contrario, los baches, la hilera de viejos vehículos que se entrecruzaban unos con otro, circulando con extrema lentitud, convirtieron mi corto viaje en una odisea. Por fin llegó la parada esperada, justo allí bajaron todos los pasajeros, dando paso al respiro de aire fresco. Javier, ya apeado, me observó preocupado__ Por Dios, Juan, ¿todo bien?

 

Tras una lenta recuperación, logré erguirme y sonreír, la verdad que el apoyo inocente de estos jóvenes era mi mayor resorte, y me sentía enormemente agradecido de su compañía.__ Bueno señores, os invito a un te masala chai, os encantará.

 

Entramos decididamente hacia el Nairobi Java House, no sin las consiguientes preguntas del siempre dispuesto Nacho__  masala ¿Qué?

 

__ Si, hombre, si, eso es más que un té, es especial, dicen que es incluso afrodisíaco… ja, ja, ja.

 

Con animosidad y el deseo de aventura de mis amigos nos adentramos en la cafetería que se encontraba justo al lado derecho del supermercado Nakumat. El local tiene una barra larga y un espacioso salón donde se ubican mesas y sillones tapizados de un brillante escay marrón, el estilo de su decoración es elegante, simulando un acogedor ambiente inglés. Habíamos llegado puntuales, aún a sabiendas de la impuntualidad típica entre los africanos. Aquí el tiempo transcurre en distinto modo al resto del mundo, la hora de llegada simplemente es la hora a la cual se arriba, ni un minuto más ni un minuto menos. Siendo conocedores de tal circunstancia procedimos a pedirnos las consumiciones sin mencionar ninguna palabra al respecto. En la gran pantalla del televisor que teníamos enfrente retransmiten un partido de fútbol de La Liga, Osasuna-Real Madrid, del día anterior, lo cual es agradecido por Nacho, forofo del Real Madrid, ya que estaba goleando a su contrincante. Lo más gracioso era observar la atención de muchos jóvenes keniatas que vitoreaban cada vez que marcaban un gol, con la intensidad y la pasión propia de los hinchas que defienden sus colores.

 

Sobre las doce de la mañana aparecía Lynette, con un elegante vestido de domingo, y tras ella como despistado observando donde nos encontramos vimos a su marido Caleb quien al apercibirnos dio señales visibles a Lynette de donde nos encontramos sentados. Las sonrisas de bienvenida eran igual de cautivadoras como siempre, Lynette se muestra con una pasmosa tranquilidad, como quien conoce y domina todo lo que le rodea. Nos levantamos en prueba de respeto, ante lo cual se acercan inmediatamente para saludarnos.

 

__ Buenos días, no te veía Juan, como vas tan bien acompañado…__ repone Lynette dulcemente__  ja, ja, que buenos guardaespaldas.

 

__ Buenas Lynette, Caleb __ dije alegre, aunque descortés, sin darles la ocasión de acomodarse, ni de invitarles, debido a la larga espera y a la excitación del deseo de conocer otras realidades de la zona __estamos dispuestos para que nos mostréis vuestra tierra, ¿vamos?

 

Caleb miró el reloj detenidamente, comentándonos__ por supuesto, disculpad porque he tenido que marchar a la tienda, a descargar una mercancía y el tráfico era muy lento. Vamos, el auto está en el parking, en doble fila.

 

Marchamos rápidamente, subiendo en un Toyota Corolla de color gris. Caleb demostró inmediatamente ser un buen conductor, conduciéndonos por la ciudad a la zona de Kabiria. Ya en las afueras al oeste de la ciudad, vamos descubriendo que penetrábamos en el término de Kabiria. Se trata de un barrio más acogedor que Kibera, ya que no se encuentra tan congestionado, eso sí, la falta de asfalto en los caminos, los pedruscos del sendero polvoriento, los enormes baches, se notan en nuestras costillas, aún con la delicadeza de la lenta conducción. Una prolongada calzada hacia donde la vista se pierde fue el fin de nuestro trayecto. El coche paró a un lado, se nos indica que bajemos. En frente encontramos una caseta de cinc, a sus lados un conglomerado de chabolas, las cuales están construidas desde dicha caseta, de forma cuadrada, con estrechas callejuelas de tierra que sirven para comunicarse entre las chabolas adosadas, una tras otra. Al entrar a la caseta principal nos reciben en masa numerosos niños, menores de diez años, los cuales gritan al unísono, con los rostros llenos de alegría y brillo en sus ojitos, levantando de forma manifiesta las dulces manitas en son de saludo al Sol. Los saludos no se hacen esperar, Nacho y Javier se sientan en las pequeñitas sillas dándoles caramelos y haciéndoles carantoñas. Los niños corresponden con la inocencia de sus miradas, con sus clamorosos abrazos, con la alegría de quien no tiene nada que proteger.

 

Lynette sonriente me muestra la mesa del maestro y la pequeña pizarra al fondo esta es la morada de nuestra comunidad, sirve como parroquia y como escuela, ya ves…, aquí los niños reciben una buena educación.

 

__ ¿Son todos hijos de la congregación? __ añadí tras observar varios crucifijos en las paredes. Observé los rostros de los niños, sus rasgos eran más negros y con el rostro más alargado, por lo cual tras la breve estancia en estas tierras, y la permanente confirmación de que todo el mundo en el África del Sur migra de un lado a otro, huyendo de quien sabe que mal suceso, o en busca de quien sabe que leve esperanza, añadí__¿de dónde provienen?

 

__ No se te escapa nada, the boss__ me indicó con total naturalidad. La palabra the boss, expresada por primera vez en este preciso momento, va a ser desde entonces el apelativo que acompañará siempre la invocación de Lynette hacia mi persona, independientemente del tipo de conversación alegre o discusión acalorada que hayamos cruzado. Este cambio de calificativo hacia mi, siempre me ha sugestionado el estado de mis opiniones, realmente me ha incordiado el ser tratado como un superior, como quien viene a estas tierras a enseñar, a mandar, a dar, y no a recibir, a aprender, a depositar en penitencia tantas y tantas vergüenzas de mi vida pasada, las cuales mi mente no me permitía depositarlas en el foso del olvido. Este hecho particular nunca afectó a la curiosa personalidad de Lynette, siempre dispuesta a conversar, quien continuó comentando__ Sí, todos los niños son de la congregación, ya te comenté que se trata de una pequeña parroquia baptista, la cual habita en las casas de alrededor. Aunque no todo es tan fácil como parece, aquí nunca. __ hizo una breve pausa, como para dar relevancia a sus palabras, mientras sonreía a dos niños, a los cuales les acarició las mejillas__ Son todos congoleños, de la etnia bantú, emigraron por graves problemas económicos que atenazaron sus tierras, llevándoles al borde de la miseria. No solo eso, los soldados se aprovechaban de sus cosechas, les forzaban a pagarles su seguridad, les violaban a sus mujeres, movidos por el capricho del poderoso. Aquí encontraron su hogar, sus vidas son muy pobres, con grandes carencias de subsistencia, nosotros les ayudamos en lo que podemos. Lo más preocupante está todavía por ver, son once niños sin padres, niños huérfanos sobre los cuales responde esta humilde comunidad, sin posibilidades de ofrecerles una buena educación, y ni tan siquiera una adecuada alimentación. Vamos y os mostraré estas humildes condiciones de vida y lo duro de su pervivir.

 

       Con la atención del relato me encontraba ensimismado, levanté la vista para seguir a Lynette, en el mismo momento que Nacho dio la orden a los niños, todos a una me lanzaron avionetas de papel que sobrevolaron cerca de mi cabeza, los niños reían a carcajadas, señalándome como la víctima de la sorpresiva gracia. Hice una mueca a mis amigos, para que me siguiesen, lo cual comprendieron instantáneamente, y salimos todos bordeando la caseta de cinc, para recorrer las estrechas callejuelas de tierra embarrada, que servían como comunicación a las pequeñas y curiosas cabañas. Percibí que varios rasgos peculiares diferenciaban estas cabañas, así como la calle fangosa, sucia, en la justa entrada de las casas, las cuales se extendían sobre medio metro cuadrado de hormigón, hecho el cual me llevaba a calcular la parte no asfaltada de las callejuelas, y lo comprensible e higiénico del pequeño esfuerzo colectivo. En cuanto a los materiales de construcción también existían ciertas singularidades, ya que el adobe se había empleado en recubrir paredes, no sin omitir la siempre presente chapa metálica, en algunos huecos y una especie de tablas de madera, color caoba, que recubrían algunas partes de las paredes. Entramos en una de las chabolas, realmente eran unos cuatro metros cuadrados que servían de comedor, a la vez que separado de una pequeña cortina blanca, rasgada, tras la cual se encontraba una simple litera, compuesta de dos tablas de madera adosadas a la pared. Tras recorrer unos cincuenta metros de callejuela ya habíamos terminado la visita a la comunidad. Quedé de pié, observando el lejano bosque ecuatorial y la carretera de tierra por la que venimos, y cuyo fin se perdía, pendiente arriba, en una imaginaria línea horizontal. Al otro lado de la vía se podía divisar una chabola completamente metálica, la cual se encontraba sola, aislada, abandonada, como esperando que cierta casualidad provocase su esperado fin.

 

__ ¡Lynette, Lynette!__ grité como movido por la inquietud, mientras señalaba la chabola desierta, en la vereda del camino__ esa caseta es curiosa, ¿Quién es su dueño?, entiendo que no viva nadie en ella, ¿Cuál es la función que desempeña?, ¿se trata de un trastero?

 

Lynette se reía a carcajadas, tal fue su estado de euforia que nos contagió con su pegadiza risa. Al rato, no sin bromear saludando a los curiosos niños, que ante nuestra escandalera, se acercaban a observarnos, Lynette comenzó a andar hacia la chabola desolada, a lo cual la seguimos maquinalmente. Tras acercarnos a menos de un metro de la pequeña puerta de entrada, nos dijo__Ya veis, esto es lo mejor que hemos podido hacer. Mirad, la puerta está entreabierta, veis los colchones en el suelo…__con franqueza, se trataba más de pequeñas almohadas, que no de colchones, con una tela color terracota, la cual adoptaba distintos tonos, entremezclándose con la suciedad del ambiente. El único objeto que descubrí, tras examinar meticulosamente el interior, fue la cabeza de una muñeca de plástico, con leves marcas de quemaduras en la mejilla izquierda, y un pequeño cuadernillo viejo, escrito con breves trazos a lápiz. Tras la breve inspección ocular, Lynette prosiguió afirmativamente__pues sí, gracias a la comunidad pudimos construir este hogar, para los once niños huérfanos que conocisteis antes, en la parroquia. Gracias a la caridad de la iglesia baptista, y a la nuestra propia, estos niños tienen un lugar donde dormir, también les damos de comer, y les cuidamos por el día. Por eso necesitamos de vosotros, necesitamos mejorar la vida de estos niños. ¡Sabes cuanto bien podríamos darles!

 

Una visible emoción de lástima invadió a todos los presentes, por mi parte, no tanto por las palabras de Lynette, a las cuales le encontraba un sentido contradictorio, sino más bien debido a lo salvaje de las condiciones de vida que sometían a los desafortunados niños huérfanos, los cuales realmente se encontraban desamparados, en verdadera intemperie, sin ningún tipo de salida posible, más que la de continuar inspirando el aire que con gratuidad se nos ofrece. De todos modos, decidí no interponer ninguna objeción, ni construir ninguna esperanza idílica, ya que, en estos momentos, la desfachatez del mundo que se nos mostraba en paulatinos y agrios sorbos debía de ser observada con la discreción del espectador, que utiliza el silencio como única arma para no ser vencido.

 

__ ¡Pobres niños! __ fue la única súplica escuchada, que, promulgada por un afectado Javier, aunque secundada por todos nosotros, también fue seguida por el más absoluto mutismo.

 

Un prolongado pitido de coche nos desveló de nuestra pesadumbre. Se trataba de Caleb, quien nos esperaba en su auto. Con premura subimos al coche, el cual nos condujo a un kilómetro aproximadamente, por el angosto sendero, colina arriba. Llegamos a una pequeña zona de chabolas, donde predominaba una especie de edificio, de solo dos plantas, con un aspecto paupérrimo y vejatorio. Lynette nos mostró la escalera exterior, enclenque toda ella, por la cual subimos a una especie de pasillo al aire libre, que recorría las distintas habitaciones, con puerta exterior. La barandilla se encontraba en un estado de oxidación tal, que Nacho puso en alerta a todos por el peligro que suponía. Lynette continuaba con su risa pegadiza, como alucinada por las graciosas precauciones de Nacho. Nos detuvo en la tercera puerta, la cual abrió sin la cortesía del aviso. Tres hombres nos saludaron muy efusivamente y sin muestras de sorpresa, desde dentro, donde vimos tres mesas de madera, simples tableros con soporte y un cajón en la parte baja izquierda. En las mesas podíamos observar diversos collares, pulseras, cuerdas, hilos metálicos, piedras, y pequeña herramienta de mano. Todo inventariado, como muestra de una posible venta.

 

__Ves, the boss__ comenzó la conversación Lynette, con decidida convicción de lo que nos presentaba__ estos amigos trabajan en nuestra cooperativa, tenemos grandes ideas, sabemos cómo progresar. Solo nos falta el debido apoyo, el sustancial desarrollo de todas las actividades de la cooperativa. Sabes, con microcréditos se podía relanzar el desarrollo. ¿Cuántas familias dejarían de estar en la penuria? Si, producir arte para el mercado, y no solo eso Juan, ¿y el mercado europeo? Si Juan, me han comentado que eres un businessman en España, que tienes muchas empresas. Pero no solo eso, espera y verás.

 

Dando un gracioso y veloz salto, se encaramó rápidamente al pasillo, desde donde recorrimos escasos metros hasta la cuarta puerta, la cual abrió con la misma falta de consideración, como si de su casa se tratase. El escenario era parecido, aunque con solo dos mesas, tras las cuales, sentadas en sillas simples, con una tableta de madera como apoyadero, se apreciaba instantáneamente a dos obesas señoras africanas, excesivamente arropadas dado el calor del día, quienes manejaban dos antiguas máquinas de coser Singer, con el enorme pedal en la parte inferior. Qué curioso me resultaba volver a ver las negras y elegantes maquinitas de coser, las mismas que antaño utilizaban las modistas en mi pueblo natal, aquellas con las que mi madre me remendaba los pantalones rotos tras tardes de juegos infantiles en las vacías calles del barrio de San Juan. En el fondo de la habitación dos grandes percheros se encontraban repletos de coloridos pañuelos y de llamativos vestidos tradicionales africanos, con enormes estampados, Lynette tras posicionarse en esa zona, continuó su disertación anterior__ Te das cuenta the boss, muchas son las posibilidades que nacen de estas humildes paredes, estamos preparados para concretar múltiples negocios, únicamente necesitamos el necesario empuje, un apoyo incondicional, un dinero solidario…

 

La palabra incondicional quedó retenida en mi cabeza. En el pasado, siempre que he negociado asuntos empresariales he intentado no imponer el ánimo de lucro a toda la operación pactada, para que el pacto sea lo más justo posible. Aunque con tantos años de desventuras, siempre he llegado a la convicción que los conceptos: incondicional y desinterés, nunca han podido permitir que un proyecto o iniciativa lleguen a buen puerto, ni tan siquiera que sean sostenibles. El buenismo europeo, o sea la convicción de ciertas personas del apoyo a países con estancamiento económico mediante las buenas acciones: microcréditos, donaciones,, solo han dado buenos resultados si los actores de dichas actividades productivas se han involucrado en la obtención de beneficio, el cual permita el mantenimiento de los negocios. De otro modo, con el carácter incondicional o de desinterés, por muy bellos que sean estos términos, nunca se logrará el éxito de un negocio imprescindible para el desarrollo de cualquier comunidad. El compromiso, la responsabilidad, el trabajo duro, los recursos, el beneficiar a los demás interlocutores de la actividad, son las únicas fórmulas entendibles por mi mente para poder amparar la sostenibilidad de cualquier acción comercial. Por otra parte, este viaje era por y para mí, en busca de una introspección particular, una lucha sobre mis creencias, mis convicciones heridas, y el sentido de mi vida, la cual se veía enturbiada en esta jornada por lo único que no buscaba en esos momentos, ni en ese lugar, por el puro negocio. Así y todo, decidí asentirle de modo afirmativo a Lynette, como queriendo transmitirle mi aprobación al esfuerzo que realizaba esta comunidad en pos de mejorar sus paupérrimas vidas. Aunque no era tan sencillo, ya que en todo lo apercibido una clave se retuvo en mi conciencia, sin posibilidades de traducirla. Todas las personas que rodeaban a Lynette, las familias pobres de la comunidad, los trabajadores que conocimos en estos diminutos talleres, incluso el ayudante de Caleb que conocí en Kibera, en su tienda-chabola, mantenían una postura distante con Lynette y su marido, una actitud servil y sumisa que no alcanzaba a comprender. Aunque mi intuición, esa compañera sensible, con inmediata e invisible capacidad cognitiva, la cual no era jamás dada a argumentos extensos, aunque sí a veredictos definitivos, me señalaba la traición del poder, de ese mecanismo que en todos los lugares del mundo se hace un hueco, un afincamiento que permita el control de los más próximos y de sus dependientes economías.

 

Bajamos las sinuosas escaleras, acercándonos a la orilla del camino polvoriento. En Kenia, las horas pasan lentas pero sin pausa, como si el tiempo nos mostrase los pequeños detalles con diferente definición, con una mayor capacidad de observación hacia el entorno, con leves pero inconfundibles sensaciones que atrapan en parte nuestro corroído corazón.

 

El Sol, imponente, nos observa desde arriba de nuestras cabezas, sin posibilidad de refugio, con el desamparo de la rápida deshidratación. Caleb acude rápidamente con su flamante toyota, lo cual es notablemente agradecido por todos. Lynette, ya en el auto, conversa con su marido, con risas, como invitándonos a unirnos a meter baza __ Caleb, cariño, ya han visto a nuestra espléndida gente trabajando, dicen que les ha encantado, ya ves…, si tendremos que montar una boutique en España. Ja, ja, ja. Todo llegará…, de momento continua hasta la casa… __ en su distendido monólogo Lynette no dejaba de prestar las debidas consideraciones a su paciente marido, quien nos acompañaba atento, cordial, aunque con la expresión de no entender que tipo de relación estábamos forjando, a más de desconocer el sentido de la repentina excursión dominical.

 

Giramos por un camino a la derecha, aún recuerdo los enormes plataneros que lucían en la vereda del sendero, con sus grandes hojas verdes visiblemente chamuscadas al Sol. Paramos frente a una gran casa colonial inglesa, encerrada tras un vasto muro y una enorme puerta de hierro, recubierta por chapas metálicas, herencia del peligro que el exterior representa en la nocturnidad. Tras abrir la puerta, penetramos en el patio interior, un acogedor aunque pequeño recinto, donde el servicio colgaba hilos metálicos para secar la ropa al aire libre, ya que se apreciaban grandes barreños de agua con espuma de jabón a los lados. Al salir del vehículo pude distinguir inmediatamente la enorme casa señorial, adjunta a dos edificaciones anexas en sus laterales, mucho más humildes, las cuales entendí que pertenecían al servicio de la casa, o tal vez eran meros trasteros. En la puerta de entrada principal, fuimos recibidos por una señora muy agradable, algo más joven que Lynette, aunque ya en la edad adulta, la cual se mostró con total familiaridad, aunque tras recoger uno de los enormes barreños, llenos de agua y ropa, se despidió desapareciendo por una puerta trasera, situada en la cocina. Entramos en el gran comedor, el cual en su frontal centro disponía de una enorme chimenea, con todos los adornos visibles, una percha de forja negra, la tenaza, la pala metálica, el atizador, una escobilla con mango de caña, un recogedor, dos fuelles, uno viejo en el suelo y otro más nuevo colgado en la pared; por último, un gracioso artilugio, sobre la repisa de mármol, semejante a un castañero envejecido. Lynette nos indicó con gráciles gestos de sus manos que nos sentásemos en los espaciosos sofás de piel, de color pardo, tras lo cual se desplomó piernas en alto, con sensación de fatiga y rostro cómico en el único sillón individual, comentándonos__tras un largo día, lo mejor es descansar en un plácido asueto, ¿os gusta el lugar?

 

__Aquí si que se está bien__repuso Nacho con convicción__unos días de reposo en este lugar, y ya no marchamos nunca de estas tierras.

 

Tras una breve pausa Lynette nos observó nítidamente, explayándose en sus comentarios__eso es cierto Nacho, por eso os he traído. ¿Qué os parecería poder ofertar este hospedaje a futuros voluntarios? Si, en verdad sería un lujo merecido tras el trabajo en campo. Aquí tendríais preparado el desayuno por la mañana, podríais utilizar la cocina para las cenas, hacer tertulias con vuestros compañeros en el atardecer, sería el merecido premio tras unas jornadas de cooperación. Hay camas de sobra.

 

Tanto ofrecimiento comedido me provocaba una curiosidad que me hacía irresistible el intervenir en la conversación__claro está que el lugar es ideal para unos modestos cooperantes, este hogar sería considerado en mi país como una casa rural de lujo. ¿Es vuestra la casa Lynette?

 

__No, ya nos gustaría, es de unos amigos, pero…, ellos no vienen nunca, mi hermana es la casera y quien habita siempre aquí. Ya la habéis conocido en la entrada. Nuestra casa está en Kabiria, esta casa está en distinto distrito, ya pertenece a Westland. En cuanto a poder albergar voluntarios, sin ningún problema, ya está todo hablado. Por un módico precio de quince euros por persona y noche se podría disponer de la casa. Tened en cuenta, que aquí cabe mucha gente, tanto en las habitaciones de la casa, como en las edificaciones anexas. Además podría ofrecer un desayuno inglés y los matatus hacia kibera paran a dos calles, muy cerca del chalet.

 

       Tras el fin de la oferta hostelera de nuestra anfitriona, llegó el deseado silencio. Ante el cansancio del día, y la agradable corriente de aire que circulaba por las ventanas abiertas, me acomodé, depositando toda mi espalda en el acolchado respaldo del sofá. Entrecerré los ojos un instante, el cual me permitió disfrutar de una infructuosa, aunque placentera ensoñación. Algo paradójico en la vida, por lo menos en la de quienes deseamos entenderla y sacar algún provecho de ella, es la importancia de ciertos instantes, de determinados momentos que nos mueven, nos ofrecen un océano de anhelos, un vasto desierto de imposibles alcanzables, una esperanza gozosa y en alto grado incierta. Veo conveniente expresarme mejor e intentar interpretar el significado de lo sentido en tan escasos minutos, fruto de un estado febril, o de una indescriptible exaltación de ánimos. Todo ello acaeció a partir del momento que cerré mis cansados párpados:

 

“De pequeño me llevaron mis padres por primera vez a un circo, una tarde refrescante en la cual observaba anonadado la expectación del público, la excitación de los muchos diminutos niños de pueblo que nunca habíamos compartido tantos colores, tanta fantasía rebosante. Los elefantes con sus dos piernas delanteras al aire, los rugidos violentos de los leones, la simpática atracción de los perros saltarines, las caídas cómicas de los payasos, las piruetas en los cielos de tan intrépidos malabaristas. Toda una realidad utópica que nos trasladaba al inmutable mundo de la mirada expectante, de la perdurable sonrisa. Nuestra prístina inocencia nos paralizaba, nos consternaba, nos permitía el sorpresivo y sonoro grito ensordecedor. Este curioso instante me llenó mi mente de olvidadas sensaciones, del dejà vu inesperado. Mis amigos Nacho y Javier conversaban distendidamente, aunque no era capaz de distinguir sus palabras, más aún una imagen remota me aparecía impregnada en mi mente, proveniente de mis pasados viajes por la añorada y frondosa Asturias, y con enorme claridad podía vislumbrar la impronta del tejo, el ancho y emblemático árbol, el cual se encontraba allí, enorme, donde el murmullo del agua del río se podía escuchar mejor, por su proximidad. Allí se hallaba, fascinante, ese gran árbol, ese árbol tan alegórico en aquellas tierras. Allí se encontraba el gran Tejo con las entrañas de su viejo tronco abiertas, con ramificaciones nacidas a posterioridad, las cuales se encontraban copadas por sus hermosas hojas.  Allí se encontraba el Tejo con su gran tronco humedecido, enmohecido con tonalidades de musgo, entre un verde claro lumínico y un verde oscuro opaco.  Allí se encontraba el milenario Tejo, aquel que se ha mantenido inmóvil, ajeno a las inclemencias de su entorno; rodeado de un halo de perennidad, de atemporalidad el cual engrandece su porte, ennoblece su tallo. Mientras mi mente viajaba no podía olvidar el día transcurrido, las palabras de invitación de Lynette, sus peticiones, sus esperanzas, sus ilusiones; así como las dificultades para sobrevivir de tantas personas humildes, las carencias de los niños de la calle, sus verdaderas necesidades. Intentaba dominar tantas sensaciones en tan corto lapso de tiempo, sintiéndome confundido por los motivos, por las inclinaciones que dominaban a mis actuales acompañantes. De improvisto una pregunta rondó mi mente, una cuestión que removía todos los cimientos, ¿los míos o los de quien?, la respuesta era imposible de ser dada, ya que construimos nuestras propuestas con un ideario, con una historieta que nos llegamos a creer sin dilación ninguna. Y allí se encontraba Lynette, esa simpática señora sobre la cual me advirtió levemente Unnur, esa mujer con la impronta de bienhechora, con un ademán salvífico. La encantadora mujer que tanta curiosidad suscitaba en el grupo de voluntariado era percibida por mis sentidos en modo distinto. En principio la veía difusa, más diría borrosa, intentaba abrir más los ojos, aunque no sé si estaba soñando o despierto. Volvieron las imágenes del circo, el público riéndose, dando palmas; en la segunda fila podía distinguir a Javier y unas carcajadas, ah claro, era Nacho riéndose estrepitosamente. Los payasos hacían piruetas, a la vez que se iban zancadilleando provocando una serie de traspiés continuos. Lynette en medio de todos ellos, con un gran sombrero amarillo, con manchas negras y redondas, vestida con una bata de colorido chillón, rojo, con paisajes de la selva africana, dirigía la comitiva de distraídos payasos, mientras agitaba las manos, como si de una orquesta se tratase. Un elefante se les acercó por detrás, hasta el punto de que su trompa abrazó el cuello de Lynette, todos chillaron despavoridos, aunque ella sin inmutarse me miró con cierta dulzura gritándome__ the boss, ¿quiere también un elefante?.”

 

Ya completamente despierto, sin atisbo de la frágil ensoñación vivida, observo como las personas acomodadas del mundo cuyo frágil velo nos recubre de una apariencia de civilización hipócrita y no exenta de otras culpas, que recibe el simplón calificativo de mundo del Norte; buscan ayudar a los más desfavorecidos, a quienes padecen hasta para comer y vestirse. Dudo al comprender la ley natural que lleva a estas curiosas personas hacia África Subsahariana, allí donde se necesitan más necesidades vitales y de la enigmática inversión humana, según comentaba en la intimidad mi amigo Sayed. Dudo al entender que el ansia de ayuda nace de la natural compasión que alberga a la totalidad de corazones que habitamos el mundo ante las injusticias, o más bien, y contrariamente, ante nuestras cándidas y rutinarias vidas, en las cuales nos vemos atosigados por la precipitación de las diversas transformaciones diarias que no entendemos, y llegan a confundir nuestra percepción de seguridad y de verdadero progreso. Aunque aquí, en estas tierras del Sur, vive gente, personas que habitan donde se acomoda la injusticia, donde el demoledor Cronos es aún más implacable y aniquilador. Y en cuanto a estas humildes personas, gentes diversas del Sur, ¿no están verdaderamente más cerca del desolador azahar que provoca tantas penurias?, ¿No han aprendido a tratar mejor los malos momentos, y simplemente en provecho propio? O siendo más cínico todavía en mis reflexiones, y atendiendo al rechazo de los convencionalismos que imperan en nuestras sociedades, expongo las dudas que verdaderamente embriagan mi mente al tratar a estas humildes personas, dudas envenenadas que solo atisban quienes son capaces de desnudar el velo de Ariadna, descubriendo en el presente un tiempo difícil, como todos los vividos. De este modo, en la hipótesis de que los legítimos, aunque necesitados, occidentales buscasen niños para la adopción internacional, ¿A qué siniestro orfanato nos hubiese conducido, la salvífica Lynette? ¿Sería adopción o secuestro? Aún peor hipótesis se plantearía si buscásemos explosivos o armamento, entonces se le hubiese pedido explosivos a la graciosa Lynette, ¿cual hubiese sido la calle transitada? Otras hipótesis fáciles de plantear para quien ha cenado en restaurantes de las concurridas calles de Nairobi, sería el solicitar prostituir a hermosos niños y niñas africanos ¿Qué familias hubiésemos visitado junto a la encantadora Lynete?

 

Porque no hablando sin razón de ser, me llegan comentarios sobre el polvorín de armas que representa el suelo de Kibera, sobre el conflictivo mundo de drogas que acecha en su enjambre de chabolas; sobre la prostitución de niños y niñas en los complejos turísticos de Malindi y Mombasa. Tantas y tantas habladurías con finalidades nubladas, con destinos inciertos.

 

 



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