Historias de Juan Nadie » Capítulo XII. Las posibilidades de la miseria. »
Autor: Raúl Estañol
Sábado, 31 de marzo de 2012
Desperté antes de sonar la estridente alarma de mi despertador, instantáneamente mis ojos quedaron paralizados, abiertos como platos, tras la cruda conversación de Anders horas atrás, la noche me había sobrecogido, mi camisa de pijama empapada de sudor. Recordaba con la respiración entrecortada las pesadillas sobre niños muertos en el camino embarrado, los charcos de sangre que se distinguían al despunte del amanecer, las siluetas imperceptibles de aquellos misteriosos asesinos que daban la espalda al mundo, todas esas caritas de lindos niños con los que habituaba a jugar, sus inocentes sonrisas, sus transparentes ojos, se transformaban en disgusto, en lloro, en aniquilación total. ¿Cuál fue su culpa?, Dios… y ¿Por qué?... del irracional castigo.
Llegamos por tercera vez al campamento base del equipo médico, en teoría sigo encargándome de logística, eso creen mis compañeros y amigos médicos. Paul se cruza en mi camino, saludándome amistosamente, aunque no me explica que es lo que debo de hacer, por lo cual yo decido evadirme de dicha tarea para no alimentar tontas competitividades, ya que yo simplemente soy un invitado y colaborador desinteresado en la expedición médica. Luz y Toni me preguntan porque no distribuyo las filas de pacientes, malestar el cual logro disipar inmediatamente, excusando que es lógico que no pueda asumir dicha tarea, debido a la falta de comunicación entre los idiomas de habla de los pacientes y el mío.
Tras el inicio de la mañana, las mesas de triaje comienzan su pausado, aunque continuo ritmo, dando aceleración al funcionamiento del engranaje de las filas de pacientes, distribuyendo a los pacientes entre los distintos especialistas. Paul se dirige a mi indicándome que marchase fuera para dar las vitaminas y la medicina antiparásito a los niños lejos de las colas, a lo cual obedecí, marchándome con mi genial compañero Luís, y permaneciendo alrededor de las maravillosas sonrisas de los niños toda la mañana. Tras las pesadillas de la noche pasada, el alivio del mediodía en tan agradable compañía me regocijó en extremo, hasta el punto de embriagarme con la alegría de sus gritos, de sus manitas intentando tocar el vello de mis brazos, la blancura de la piel de mi cara. Entre los niños de la calle surgió una mujer con la juventud marchitada, vestía con una túnica roja rodeando delicadamente su delgado cuerpo, un velo amarillo le cubría el rostro. La mujer abrazó el cuello a uno de los muchachos, diciéndome en correcto inglés:
__ Es hermoso mi hijo, es alto y juvenil. Se llama Jata, si Jata, en Kikuyu significa estrella. Tiene trece años, y un futuro desconcertante. Míralo lo fuerte que se le ve. Podría ser tu hijo, sabes… Si podría ser tu hijo, llévatelo, … En Europa estará mucho mejor, más protegido, será un buen hombre.
Luís observaba la escena entre la mujer, yo y el niño en medio, con la ternura de dieciséis años bien llevados, con la sensibilidad de quien todavía no conoce el engaño, ni el dolor, ni el desespero de la frustración.
Ante lo que no nos interesa oír, ante lo incómodo, la reacción siempre es muda, carente de compasión, desconcertante, silenciosa; con la crudeza del ignorar, del excusarse en no entender, del huir con el guiño del despiste. Así despedí a la simpática keniata, con mirada de una engañosa benevolencia que me permitía no tomar partido, estar en la inopia.
Ya era la una de la tarde, era la hora de comer, ya terminamos con nuestra tarea, recogiendo las bolsas, botes y jeringuillas; nuestra vuelta fue rápida, debido al recorrido circular de la mañana. En el campamento médico, nos acomodábamos en las camillas de osteopatía para comernos los sándwiches de rigor, notaba que los médicos estaban extrañados de mi aislamiento de tareas, de mi libre y aleatorio vagar. Aunque yo, la verdad, me encontraba muy fuerte y feliz, eso sí con la sensación extraña de ociosidad, de estar a la expectativa sobre qué actividades acometer en el futuro reciente; a la cual mi vida no me tenía acostumbrado. Además, recordé los textos de Séneca, sobre la brevedad de la vida y la utilidad del tiempo. Si, Séneca, ese maravilloso político y filósofo, cuyos escritos tan gratos recuerdos rememoraban en mi mente:
“De ahí viene la proclama del mejor de los médicos: La vida es corta, largo el conocimiento… El más grande de los poetas está dicho a modo de oráculo: escasa es la porción de la vida que vivimos. De hecho, todo el tiempo restante no es vida, sino tiempo… El obstáculo mayor para vivir es la espera, que depende del día de mañana, desperdicia el de hoy. Dispones de lo que está puesto en manos de la suerte, desechas lo que está en las tuyas. ¿A dónde miras? ¿A dónde te alargas? Todo lo que ha de venir está en entredicho: vive al día. Así clama el mejor de los vates y, como inspirado por una boca divina, canta un canto saludable: Todos los días mejores de vida a los míseros hombres huyen primero.”
Sin dilación alguna pedí permiso a Paul para marchar a casa Ánders, ya que no tenía ninguna tarea pendiente que hacer allí; él por lógica y actitud benevolente, me lo concedió, y marché paseando cándidamente de camino a casa de Anders, por un mundo inhóspito, lleno de chabolas, de personas con trajes que surcan tan duras calles con la mayor altivez viable, como luchando silenciosamente por salir de esa miseria. Cuan luchadores somos los seres humanos. En estas calles soy feliz, paseando, recibiendo la sonrisa de esta gente tan humilde; viéndolos realizar, día a día, sus pequeños gestos, su esforzada vida, con la máxima dignidad posible, sin la hipócrita exigencia de los derechos de nacimiento que nuestros compatriotas consideran como genuinos para su hipotéticamente merecido estado de bienestar.
Unas mujeres, en mesitas plegables y endebles vendían un pescadito diminuto que no alcanzaba a reconocer, mientras en otras mesas se ofertaban pequeños tomates y plátanos ennegrecidos, los cuales son muy apreciados por los locales. Subía una calle pedregosa observando varias chabolas consecutivas que servían de comercio, con cristaleras de mostrador, donde se exponía un gran pedazo de carne al aire, con un gancho de sujeción y las moscas de compañía. De repente me sentí observado, se trataba de la chabola de al lado, de una caseta metálica donde se recargaba keroseno y se vendían pequeños paquetes de carbón. En la entrada, tras el agobiante destello del Sol, pude distinguir a una señora que me observaba con linda sonrisa, echándome una serie de arengas que no alcanzaba a interpretar.
__ Hombre, que honor__ al acercarme se disuadió de hablarme en suahili, comenzando a expresarse en correcto inglés__ bienvenido a mi humilde morada.
Salieron dos hombres adultos del interior de la pequeña tienda, en el mismo instante que reconocí a la interlocutora, se trataba de la señora Linette Mandi, la intrépida africana que nos recibió a nuestra llegada el primer día al campamento médico. La agradable mujer vestía de modo más discreto, aunque elegante, con falda gris y blusa de azul marino. Tras una dulce mirada, le interpelé__ Buenas tardes Lynette, que casualidad encontrarla aquí.
__ El mundo es un pañuelo__ comentó con su inevitable sonrisa natural__ bueno…, te presento a mi marido Caleb Kagode, este es uno de nuestros pequeños negocios.
Caleb Kagode era un enorme africano, mediría sobre los dos metros, los cuales estaban bien empleados, ya que su estatura era acorde a su corpulencia. Su mirada era bondadosa, la cual unida a una tímida sonrisa, le otorgaba un carisma especial. Parco en palabras, se limitó a hacerme un ademán de saludarme, aunque de forma tímida se retiró rápidamente, junto a su joven compañero. Lo cual aprovechó Lynette para interponerse en nuestra línea de visión, acaparando el protagonismo.
__Amigo Juan__ me profirió alegremente__ Sería para mí un honor que conocieses a mi comunidad y que pudieses reunirte con mis hermanos. Yo soy amiga de Unnur, ella me ha explicado quién eres y porque estás aquí. En Kenia hay muchos niños pobres, pero no solo aquí, no solo aquí. Sabes, yo vivo en Kabiria, oh la hermosa Kabiria, se encuentra rodeada de frondosos bosques, grandes árboles, allí también hace falta ayuda, sabes… Me gustaría mostrártelo, tenemos grandes esperanzas en tantos proyectos, sabes, bueno no me gustaría incordiarte mucho, como no. Gracias por atendernos. Allí en Kabiria mucha gente depende de nosotros, sí Juan, mucha, mucha gente pasa hambre, no tienen recursos, es una pena. Mañana domingo tenemos misa, sabes, podrías venir a vernos, conocer nuestro hogar. Sería tan feliz…, Dios que feliz sería…
__ No sé, me ensalzáis sin motivo__ repliqué como restando importancia al hecho tan elocuente en estas tierras, en el cual se aferran a un clavo ardiendo, a cualquier esperanza que les aporté mejorar sus vidas. ¿Las vidas de quién?, esa pregunta me invadió la mente, observando con detalle el destartalado negocio de Caleb, sin perder mi atención sobre el anónimo keniata que le acompañaba, a modo de fiel escudero, humilde trabajador o quien sabe qué, tras lo cual decidí batirme en retirada, aceptando la invitación con la desazón de la impotencia__ aunque si, será un orgullo para mi poder visitar vuestra comunidad, hasta mañana pues…
__ Muy bien! __ replicó Lynette__ quedamos encantados de poder recibirte en nuestra pequeña comunidad. Si lo deseas, podemos encontrarnos mañana en el centro comercial Prestige, en el Nairobi Java House, supongo que será más agradable para ti. Por ejemplo, ¿a las once de la mañana?
Asentí sin pensarlo, en verdad me apetecía acudir a un sitio más agradable para un occidental, a una de esas islas comerciales que existen en estos ásperos países africanos, donde se mezclan las largas tertulias en agradables cafeterías, con las mismas comodidades de compra de cualquier país del Norte.
Tras una corta despedida, alzando las manos en señal de respeto, marché calle arriba, siguiendo en contracorriente el cauce del riachuelo de lodo e inmundicias que a mi derecha bordeaba la vereda de la callejuela. Unos hombres blancos se acercaban por la izquierda, cargados de grandes cajas de cartón, lo cual me llamó la atención. Viraban hacia un callejón estrecho, se trata de un hombre y una mujer que no llego a atisbar. La melena rubia del hombre me despeja las dudas:
__ Johan, Vicenta! __ primero simplemente les nombré, aunque tras no ser escuchado repetí sus nombres a gritos.
Pararon en seco su decidida marcha, se encontraban en una callejuela tan estrecha que no podían girarse sin dejar las cajas en el suelo, tras lo cual me sonrieron en señal de bienvenida.
__ Hola amigos__ me permití saludarles en total familiaridad, mientras me acerqué rápidamente hacia la pareja, cuando me di cuenta de que iban acompañados por un keniata con bata blanca__ ¿queréis que os ayude con los bultos?
__ Gracias Juan__ me repuso en español Vicenta__ llevamos medicamentos al hospital. Tranquilo, no pesan mucho.
__ ¿Dónde está el hospital? __ pregunté risueñamente, oteando el final de la estrecha travesía con rostro de perplejidad__ ¿y de que hospital se trata, de un centro ambulatorio realmente?
Johan le comenta a su esposa unas palabras en sueco, tras lo cual Vicenta se dirige hacia mi__ ¿porque no nos acompañas? El centro médico está cerca, por supuesto que no es un hospital como en Europa, pero está muy bien.
Nos adentramos por la estrecha calleja en hilera, ya que el acceso era peculiarmente complicado. En varias ocasiones parábamos ya que el suelo era irregular, entremezclándose grandes piedras con dispares riachuelos de agua sucia que encharcaban el camino, obligándonos a remontar el camino por los bordes de las chabolas y las grandes rocas. En todo momento descendíamos hacia el profundo barranco repleto de humildes hogares. En el transcurso del siniestro trayecto apercibí que las cajas llevaban el nombre de “Thabita” a lo cual les pregunté__ ¿Thabita, es el nombre del hospital?
Sin aminorar la marcha Vicenta me comentó si, Thabita era una mujer que vivía en Kibera, una maravillosa señora que tras una larga enfermedad decidió entregar su vida a la ayuda a los más necesitados. Falleció en el curso de su empeño, lo cual fue reconocido y se le dedicó el nombre del hospital en agradecimiento a su desinteresada y heroica vida.
Me sorprendió el relato sobre la bondad de Thabita, ya que en un ambiente tan hostil adquiere mucho más valor el olvidarse de la autoprotección en pos de entregarse a los demás. Aunque con franqueza, la mayor sorpresa fue la visión primera del hospital. Las callejuelas se hacían intransitables, hasta el punto de que creyendo no poder continuar me topé de golpe con una gran pared blanca, de un insólito y enorme edificio de dos plantas, el cual se encontraba elevado por una firme cimentación.
__ ¡Que colosal! __ comenté alucinado, mientras observaba tanto el edificio como las endebles casuchas que se encontraban a su alrededor__ Mira ahí arriba, el depósito de agua es enorme.
__ Curioso que te hayas fijado en ello, sabes…__ Vicenta observaba hacia arriba, señalándome los alrededores del aljibe, y comentando divertida__ tuvimos que traer las instalaciones con un helicóptero, Dios mío, que barullo. Tuvieron que reconstruir diversas casetas que cayeron por la fuerza del viento de las hélices.
Más que colosal, la anécdota era inaudita, ya que, en medio de un mar de plásticos, cueros, cartones, endebles cristales e ingenios metalúrgicos remendados manualmente, se había impuesto, como a la fuerza, una estructura sólida, una construcción férrea, a menos de un metro del resto del conjunto desquebrajado. Tras subir unos sólidos escalones, penetramos por una puerta metálica en lo que asemejaba una isla dentro de la jungla fangosa y polvorienta. En la entrada me sorprendieron unos keniatas con batas blancas, los cuales, tras depositar un cubo de agua en el suelo, me indicaron que me descalzara, al igual que a mis amigos, quienes obedecieron maquinalmente. Observé abrumado todo el alrededor, mientras me limpiaban los zapatos. Las paredes estaban recién pintadas, los suelos eran fregados con grandes mochos, en todo momento. En la planta baja nos encontrábamos en un gran recibidor, con despachos alrededor, al fondo una escalera que subía a la segunda planta, donde fui conducido por un simpático oriundo, quien me fue mostrando todas las habitaciones, explicándome para que servía el numeroso instrumental médico conforme íbamos divisándolo. Descubrí máquinas modernas de análisis clínicos, en el fondo de diversas dependencias. Al bajar, tras la visita a todas las estancias, me sorprendió el descubrir sobre una mesa pequeña, a modo de recibidor, varios datáfonos, algo que consideré surrealista en tan recóndito lugar. Quedé esperando la bajada de mis amigos, observando el bolígrafo precariamente atado con un cordel a la mesa, sin perder de vista los cuadernos que se encontraban sobre la mesa del pequeño recibidor, intentando leer a lo lejos las líneas de nombres, que no alcanzaba a disipar, los cuales mostraban algún tipo de base de datos. Al rato pude satisfacer mi curiosidad, de una forma más directa, gracias a mis amigos, quienes descendían por la escalera.
__ Bueno Juan__ me indicó Vicenta con mirada complaciente__ ¿te han gustado las instalaciones?
__ Francamente, ¡una pasada! __ mi experiencia me había enseñado a averiguar las causas del todo, no acudiendo directamente a ellas, más bien dando un rodeo y disimulando mi intencionalidad, así que intenté abordar mi creciente preocupación con los tapujos de una ociosa curiosidad__ aunque, estos datáfonos ¿para qué sirven?, ¿se paga mediante tarjeta en este centro médico?, ¿no me dirás que aquí permiten cheques?
__ No, hombre, no, es más sencillo de lo que parece__ me repuso con convicción__ como todo esto es caro, lo financia un centro farmacéutico norteamericano, el cual hace registro de los pacientes, entregándoles unas tarjetas médicas que sirven simplemente a nivel administrativo, para tener los datos de los asociados y tenerlos localizados, no para ningún tipo de pago.
__ O sea…__ pregunté con perceptible desinterés, aunque con la mirada puesta en la curiosa definición de Vicenta, sobre las tarjetas y su funcionalidad a nivel administrativo__ ¿la atención médica se da solamente a quienes ya han logrado la tarjeta médica, para su correcto control y gestión?
__ Por supuesto__ contestó con un ligero balanceo de cabeza__ se requiere una organización que permita el correcto subministro de fármacos. Bueno…, podemos ya marchar.
Quedé inmóvil ante la sincera respuesta de mi amiga sueca, no daba crédito a lo oído: organización, correcto subministro de fármacos, centro médico, tarjetas médicas, ... No se trataría más de un severo sistema de control, ¿Qué es lo interesante de controlar en personas tan humildes?; unas tarjetas que financia una multinacional farmacéutica, ¿Cuál es el interés de investigación suscitado?, un listado de personas necesitadas registradas meticulosamente, ¿un círculo de personas sobre las cuales poder investigar el subministro de fármacos?, ¿un conglomerado de cobayas humanos para el uso y disfrute de científicos en provecho de la experimentación? Thabita la humilde mujer, la supuesta hacedora del milagro, ¿Cuántas Thabita mueren al año en Kibera?, ¿Quién las recuerda?, ¿Quién, tan siquiera, las conoce?, con franqueza nadie sabe nada de Kibera, como muy bien dice mi amigo Anders, Kibera es un escaparate, una foto, una veduta. Pero de su desagradable realidad nadie quiere hacer memoria. Sus suelos están cimentados de muerte, de tristeza y desolación, probablemente por ello el perenne efluvio de sus adentros. Mientras tanto, ¿cuál puede ser el interés de una empresa farmacéutica que tan solo ayuda a un pequeño grupo de residentes en Kibera?, ¿La impunidad de sus acciones en tierras tan lejanas?, ¿la libre experimentación de nuevos fármacos?, ¿el discreto control de los resultados de las pruebas, sin preocuparse en demasía de la salud de los pacientes? Con esa triste inquietud marché hacia casa Anders, acompañado de mis amigos, aunque con la soledad de quien se resiste ante lo injusto. Apocado en las reflexiones que tantas veces me han atormentado. Cuantas veces he vivido lo mismo: un famoso médico de cirugía estética viene a estas zonas a operar a niños y mujeres con minusvalías, a desarrollar nuevas técnicas, ¿a qué precio?, o es que como ya estaban mal, pobres desgraciados, ¿Qué más esperar? Años después, tras los estragos de la enfermedad provocada por el virus del ébola, varias multinacionales farmacéuticas, entre ellas una catalana, desarrollan mediante sus supuestas organizaciones sin ánimo de lucro un sistema de apoyo a las comunidades afectadas en diversas zonas de Liberia, mediante ayudas económicas y sociales, a condición de poder trabajar con el plasma sanguíneo de los supervivientes, afectados por el virus del ébola. Todo ello con el descaro del sobre mérito atribuido a estas organizaciones, las cuales no dudan en extremar la implantación de sus investigaciones, con una falsa moral, ante la competencia de las industrias farmacéuticas estadounidenses y de los países europeos. ¿Debemos denunciar las injusticias abiertamente?, o mejor, dejarlo pasar. En estos precisos momentos es cuando nuestra verdadera humanidad se pone en prueba.
El camino de vuelta se me hace especialmente insoportable, ya que descubro sangrantes dudas, enfrentadas todas ellas a mi pretensión más íntima, a mi voluntad de volcarme a trabajar en este supuesto mundo de ayuda, donde las verdades se esconden en un sinfín de máscaras, donde la conveniente y presunta solidaridad responde a otras necesidades no tan generosas, disfrazadas como siempre de ideologías varias, aunque realmente ensuciadas por escabrosos intereses. Vine a África desengañado de la vida acomodada e hipócrita de mis contemporáneos occidentales, con la convicción de poder comenzar un proyecto humanitario integral, en zonas desfavorecidas de África, con la intuición de poder mezclar jornadas de trabajo entre seres humanos que necesitan verdadera ayuda, con tardes de lectura e introspección, con la calma del tiempo marcado por el tránsito del Sol, con tertulias placenteras en el ocaso del día, todo ello sin protagonismos, sin la intención del figurar. Pero ¿Qué me iba a encontrar?
Por la noche marchamos al restaurante del hotel Serena, de estilo inglés, un oasis para los sentidos, del cual disfruto una noche en todos mis viajes a estas lejanas tierras. Para entrar en el parking dos vigilantes jurados, con detectores de metales inspeccionan los bajos del taxi, tras lo cual nos dejaron entrar. El hall del hotel es enorme, más que un recibidor parece un gran salón revestido de lujosos sofás, mesitas de nogal y majestuosas lámparas sobre ellas. El estilo de los adornos de pared es colonialista con acabados de madera exquisitos, suelo de parquet y enormes alfombras que lo adornan todo. Todo ello no es más que el preámbulo a la entrada al gran restaurante, de similares calidades, el cual se asoma mediante grandes portalones de cristal a la terraza con la piscina iluminada. Existe un espacio de nuestra vida en el cual nos debemos de adecentar, en mi caso poca era la ropa que traía al viaje, aunque ello no debía de ser un imprevisto para ponerme el único pantalón de traje en mi posesión, de color negro, con una camisa blanca algo arrugada, para lo que debía de ser una velada encantadora y relajada. La anécdota de la noche la propicié al invitar a Calvin y Khadija, dos jóvenes intérpretes del equipo de voluntariado, los cuales nunca habían salido a cenar a la ciudad. Me senté junto a mi amigo Víctor, quien seguro sentía el cariñoso cobijo de su familia. Por mi parte yo también traía una nueva familia, estos dos muchachos keniatas con los que tuve el placer de compartir mesa. Los camareros extrañados por la presencia de dos jóvenes negros vestidos de calle, les preguntaron de donde procedían, tras lo cual con gesto de extrañeza marcharon a cocina. Acostumbrado a los envites de la vida, me encontraba inquieto ante la situación suscitada, con la mirada atenta, en espera de cualquier mal imprevisto. Todo lo contrario, aconteció, tras breves minutos aparecieron en fila diez camareros, quedando en formación, en espera de servir la tradicional sopa de bienvenida, siendo nuestros invitados, los muchachos de Kibera, quienes recibieron inicialmente y en forma reverencial, la presentación de los primeros platos de sopa. El gesto fue fabuloso, hecho el cual me llenó de completa satisfacción. Tras la sopa, en grandes mesas se servía un suculento y variado buffet, hecho el cual resultó muy cómico al comprobar que mis nuevos amigos colmaron sus platos de ugali, una especie de gacha elaborada de harina de maíz, fuente de subsistencia en las zonas más empobrecidas, y del cual se permitieron repetir varias veces. La velada terminó amenizada por la voz de Calvin, quien, con poca potencia, nos endulzó los oídos con canciones tradicionales y también con versiones europeas de música pop.
La noche fue especialmente hermosa, tan grata que a la vuelta decidí desembalar uno de mis puros hondureños, hechos a mano, para disfrutar en la terraza de casa Anders de la brisa nocturna, en una sosegada soledad, que se interrumpía momentáneamente por los comentarios amistosos de varios miembros del equipo de voluntariado. La suerte es la espera del buen fumador, de quien observa las estrellas en noche clara, así como el nacimiento y muerte de la brillante luna. Regocijado en mis pensamientos, recordé la gran cantidad de sucesos que habían ocurrido en el transcurso del día. El desagradable recuerdo de la noche pasada sucumbía ante lo acontecido durante la presente jornada. Un curioso día, en el cual disfruté de sensaciones nuevas, de emociones olvidadas, de pensamientos contradictorios. Así es África, ese sorpresivo continente, del más disperso abanico étnico y cultural, donde a todo se llega, pero a un ritmo de latidos distinto al que entendemos.
Aunque una remembranza reciente, a cerca de sencillos gestos, fue suficiente para no permitirme disfrutar de la parsimonia que creía merecer, en la plácida nocturnidad. Esa mujer, con su marcada belleza, el abrazo del niño que la obedecía. La mirada tierna de uno, el aviso firme de su madre, ¿Qué significaba todo ello? Por desgracia quedé absorto varias horas, sin llegar a consumar el gozo del saber. Eso sí, años después me reencontré con el niño, su madre ya no era visible, y entonces entendí. Veo pertinente mostraros un escrito sobre dicho encuentro, el cual nunca me permitió sentirme mejor, ya que fui consciente que lo debía relatar, por mucho que no lo desease. Aunque con franqueza, siempre he mantenido la convicción que escribir no se debe de hacer para publicar, para ganar en méritos o dinero; más bien debe de ser una obligación para quien se cree deudor de una carga, de una responsabilidad, de un compromiso para con los demás, para con la humanidad entera.
Un abrazo en Kibera.
Kibera, Kenya, las chabolas amontonadas. Paseando por los caminos polvorientos y embarrados de sus estrechas y pedregosas callejuelas. Un niño se me aferró a la cintura, lo miré, estaba rígido, pálido. Levanté su rostro, lo conocía, era Jata. El niño se acercó corriendo desde las vías, llenas de inmundicias, del conocido tren de Kibera. Le sonreí como mi alma me exigía. Él presionaba el abrazo con una fuerza estremecedora, yo lloré en el desespero del recuerdo, en la fragua de la impotencia.
Una vez, en otro viaje pasado, su madre, en perfecto inglés, me suplicaba que lo llevase a Europa, que lo adoptase, que lo cobijase, mientras ella misma quedase sola. Mi necedad e inexperiencia no entendían nada, y con dulces y cínicas palabras les tranquilizaba. Aunque la pequeña familia, tal cual pétreas esculturas griegas, continuaban su imagen de desesperación.
Hoy, más consciente, su forzado abrazo se clava en mis entrañas con un dolor agonizante. Yo no era el único abrazado, ya que el niño prodigaba su súplica entre todos aquellos que creíamos realizar desarrollo, o una tenue ayuda humanitaria.
El niño era sabio, nosotros ciegos. Aunque mi ceguera había remitido al conocer el estado de salud de Jata. Sí, Jata se moría, simplemente necesitaba la medicación del musungu, necesitaba de los hospitales y del tratamiento médico del mundo occidental. Su madre imploraba, sí, aunque no por una vida mejor, no por una vida más cómoda; más bien, imploraba por la supervivencia de Jata, su cuarto hijo.
La ley, en África, no perdona, no esquiva, no confunde. Los minusválidos de nuestro mundo, los enfermos crónicos de Europa, que perviven con derechos adquiridos, en nuestro Estado de Bienestar, aquí, entre las casuchas recauchutadas, simplemente no están.
Si escuchas en la profundidad del viciado viento, a lo mejor los sientas, aunque ya no están. Y son tantos…